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TRIBUNA LIBRE
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Parando oreja

La mejor literatura colombiana se presenta siempre como una zona de resistencia contra la uniformidad ideológica de la lengua y está escrita desde la anomalía

Pescadores se detienen a observar a unos hipopótamos en el río Magdalena a su paso por Puerto Triunfo.
Pescadores se detienen a observar a unos hipopótamos en el río Magdalena a su paso por Puerto Triunfo.picture alliance (GETTY)
Juan Cárdenas

“En la poesía popular hay y hubo siempre, sin las ventajas filosóficas, una sobra copiosa de delicado sentimentalismo y mucha inapreciable joya de imágenes bellísimas. Así, tengo para mí que es solo cultivándola con el esmero requerido como alcanzan las naciones a fundar su verdadera positiva literatura”.

Estas palabras aparecen en la breve nota de advertencia que sirve de prólogo didáctico a Cantos populares de mi tierra (1877), el libro de poemas donde Candelario Obeso, hijo bastardo de un hacendado momposino y una exesclava, inventa para la literatura el habla zamba de los bogas del río Magdalena. Hasta la introducción de la navegación a vapor, en 1823, el comercio con el interior montañoso del país dependía exclusivamente de la mano de obra de estos hombres, encargados de remar en los champanes que transportaban cargas y pasajeros del Caribe a la capital, ida y vuelta. Los testimonios de la época nos describen a estos bogas bajo las tintas del exotismo colonial: gente de una raza oscura, bien alimentada pero sin civilizar, que viven en una especie de simbiosis irresponsable con la naturaleza salvaje, rodeados de tigres, caimanes y mosquitos.

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Humboldt, que había hecho el trayecto por el río a comienzos de ese siglo, admiró la libertad y la “fuerza hercúlea” de los bogas, pero se quejó amargamente del alboroto que producían sus cantos. Para el naturalista prusiano estos lamentos no eran más que una forma de desahogo fisiológico, producto del gran esfuerzo mecánico de remar y remar durante los 35 días que duraba el viaje hasta Honda. “Ellos comienzan con un silbante has, has, has y terminan con prolijas blasfemias”, escribe Humboldt en su diario, “sobre todo, cada arbusto de la orilla que pueden alcanzar con la palanca es saludado en la forma más descortés, o el has se convierte bien pronto en un mugiente alboroto, en un juramento”. Pues bien, allí donde Humboldt solo escucha una algarabía monótona, Candelario Obeso adivina una poesía, un auténtico proyecto de literatura continental basada precisamente en las voces ignoradas por los sabios de la época, en la poesía popular que se inventan los humildes pobladores del río, en la calle, en el mercado. “Ojalá, pues, que de hoy más”, concluye de manera profética la advertencia de Obeso, “trabajen sobre este propósito, en la medida y el modo conducentes a un pueblo civilizado, los jóvenes amantes del progreso del país y de esta suerte pronto se calmará el furor de imitación, tan triste, que tanto ha retrasado el ensanche de las letras hispanoamericanas”.

El gesto vanguardista de Obeso inaugura así una de las vertientes más felices y menos conocidas de nuestra literatura, esto es, aquella que concibe sus artificios miméticos, no para imitar las modas, sino para pegarse al cuerpo de los incontables dialectos y lenguas que se hablan en este curioso país, tan andino como caribe, amazónico y pacífico, llanero, isleño, indígena hasta la médula, europeo de tantas formas y recorrido de cabo a rabo por el influjo africano; un país lleno de recovecos lingüísticos y pliegues geográficos donde sobreviven variantes de un español en cuya superficie se proyectan las sombras de la celosía morisca y la exuberancia sefardí, sonidos que hoy nos parecen arcaicos y novísimos a la vez y que, en todo caso, nos impiden hablar de un único español de Colombia.

Esos son los españoles, así, en plural, que alcanzamos a escuchar en las obras luminosas de Tomás Carrasquilla, Jorge Isaacs, José Eustasio Rivera, Gómez Jattin, José Asunción Silva, Manuel Zapata Olivella, Andrés Caicedo, Elisa Mújica, José Félix Fuenmayor, Jaime Jaramillo Escobar, León de Greiff, Arnoldo Palacios, Álvaro Cepeda Samudio, Nicolás Gómez Dávila, Ernesto Volkening o Marvel Moreno. Si no estuvieran agrupadas bajo el significante literatura colombiana, alguien podría pensar que estas obras pertenecen a tradiciones de distintos países. De ahí que sea tan difícil construir un relato satisfactorio acerca de qué somos en términos literarios y lingüísticos. En ese sentido, la mejor literatura colombiana no es aquella que opone lo local a lo foráneo, el folklore a la vanguardia, el éxtasis sensorial al pensamiento, no. La mejor literatura colombiana se presenta siempre como una zona de resistencia contra la uniformidad ideológica de la lengua y está escrita desde la anomalía, incluso desde la enfermedad, el trauma y la aberración. En una república marcada por unas peculiares relaciones entre gramática y poder, con una penosa historia donde las economías de enclave y extracción ven a las regiones y sus gentes como una pasiva despensa lista para ser explotada, la mejor literatura colombiana continúa trabajando en el proyecto inaugurado por Candelario Obeso en 1877: parando oreja, pendiente de los sonidos, de los cantos, de los ruidos y los ritmos del monte o de la calle, allí donde los engominados gerentes de la letra muerta no distinguen más que alboroto y barbarie.

Juan Cárdenas es un escritor colombiano, autor de novelas como Los estratos (Periférica) y Elástico de sombra (Sexto Piso).

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