Échate un Capote
Biografías para insomnes y confidencias que te estallan en la cara seguidas de algunas viejas y nuevas historias de la radio
1. Cisnes
Hasta última hora había estado leyendo Águila de Blasón (edición de Margarita Santos Zas, Alianza), ese magistral híbrido de drama y narración con el que Valle-Inclán anticipa el esperpento y, de paso, introduce por su admirable puerta de atrás gallega el modernismo (en sentido hispánico) en el modernismo literario (en sentido anglosajón). De modo que no excluyo que me durmiera con alguna parte de mi cerebro reptiliano (suponiendo que tal cosa exista), bañada en la fosforescencia amniótica que emiten algunas de sus escenas más terribles (por ejemplo, la ominosa violación de Liberata la Blanca o el grotesco bautizo del nasciturus de la Preñada). Quizás eso explique que, sobre las dos de la madrugada, me despertara ya insomne y decidiera ponerme a leer, para propiciar el sueño, El canto del cisne (Lumen), de Kelleigh Greenberg-Jephcott, una biografía ficticia de Truman Capote (1924-1984). Fue un error: el libro resulta tan adictivo que el sueño se hizo esperar hasta que la aurora de rosados (pero contaminados) dedos se coló por la ventana. La bio novelada se centra en los años en los que aquel chico de Nueva Orleans a quien no parecía hacer caso nadie ya había triunfado (con A sangre fría) y se había convertido en un icono de la gente más guapa (sobre todo mujeres) de Nueva York, que se disputaba su compañía en La Côte Basque, el Studio 54, o en cualquiera de los lugares privilegiados en los que los few beautiful solían gastar sus ajetreados ocios nocturnos. Capote, siempre brillante, cizañero, metomentodo y de feroz lengua viperina, se convirtió en una especie de osito de peluche y confidente de aquellas mujeres (los “cisnes” del título) ricas y famosas que le contaban todo y el resto sobre sus propias vidas y sobre las de sus amigas/rivales: Lee Radziwill, Marella Agnelli, Gloria Guinness, cuyos apellidos lo dicen casi todo, fueron algunas de las que le abrieron su corazón —y sus fantasías, frustraciones, adulterios propios y ajenos y peculiaridades sexuales—, olvidando que Capote (que tomó el apellido del segundo marido de su madre, un coronel canario que vivía en Cuba) era ante todo un escritor. Y los escritores, como se sabe, escriben; de modo que cuando Truman comenzó a poner negro sobre blanco en sus artículos para revistas glossy las escandalosas confidencias de que era depositario, saltaron todos los resortes del pánico y de las represalias y ostracismos contra aquel maricón parvenu y traidor; al final, siempre sale la clase. Greenberg-Jephcott construye su novela de no ficción inteligentemente, en una primera persona colectiva (hablan todos) y por medio de una convincente narrativa no lineal. Coincide su publicación con la nueva edición de Color local (Elba; Plaza & Janés la publicó por vez primera en castellano en 1963), que reúne exquisitos artículos, trufados de perspicacia y sensibilidad, sobre algunos lugares y las gentes que por ellos se mueven, viven y de algún modo los definen. En ese Capote jovencísimo y viajero que se dio a conocer a finales de los cuarenta está en ciernes el gran novelista de A sangre fría (1966) o de obras maestras de la narración breve como ‘Mojave’ (incluida en Música para camaleones, 1980). Para una buena biografía del personaje sigue siendo imprescindible la de Gerald Clarke (Ediciones B). En cuanto a Valle-Inclán, autor del más original y moderno teatro español del primer tercio del siglo XX, solo puedo decirme a mí mismo que tendría que (re)leerlo al menos una vez cada lustro. Qué tipo más increíble.
2. ¡Viva la radio!
Seguramente, la persona a la que he hablado más en mi vida sin ver su rostro ha sido mi psicoanalista: multipliquen la consabida “hora de cincuenta minutos” por dos sesiones semanales durante muchos muchos años (dudo que ustedes hubiesen nacido) y se harán una idea. Y, en cuanto a oír, a nadie (ni a nada) he escuchado tanto como a la radio (a la que personifico con la preposición); con ella siempre me levanto, ella es responsable del talante con que empiezo el día. Con sus programas me enfado (por ejemplo, con algunos que certifican la decadencia de Radio Clásica) o me ahogo en la nostalgia de mi loca juventud (como Rock FM). Me acompaña, como música de fondo, cuando escribo o cuando leo ensayos o releo novelas; me ofrece una panorámica diaria del pulso político del país (desde los irredentos vociferantes de la extrema derecha hasta los posibilistas entusiastas; en la izquierda, ay, no hay radios), me adormece cuando sesteo tras el almuerzo. Si les gusta la radio y su historia —más allá de su romantización en películas como Días de radio (Woody Allen, 1987) o Historias de la radio (Sáenz de Heredia, 1955)— no se pierdan Aquí, Unión Radio (Cátedra), de Ángeles Afuera, una documentadísima crónica de la primera gran cadena de la radiodifusión española desde su fundación por un consorcio de empresarios (entre ellos, Ricardo Urgoiti) interesados en el medio, hasta que, tras la Guerra Civil, fue desmantelada por los vencedores. Afuera, una periodista que ha investigado la evolución de la cadena pionera (continuada luego en la SER), se ocupa de todos los aspectos que se refieren a su formación como empresa, a su riquísima y variada programación, a su papel durante la Guerra Civil, todo ello mezclando contextos, vicisitudes y anécdotas. Más teórico y ensayístico es La radio ante el micrófono; voz, erotismo y sociedad de masas (Consonni), del compositor y musicólogo Miguel Álvarez-Fernández, que reúne una serie de reflexiones acerca de la seducción que sobre los oyentes ejerce la radio (algo que interesó a todos los regímenes totalitarios) y sobre lo que llama intimidad radiofónica, esa peculiar relación (y complicidad) que se establece entre emisores que no se ven y receptores que no responden, pero están ahí.
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