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TRIBUNA LIBRE
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El precio de la libertad

Tanto Ingrid Bergman como Ana María Matute consiguieron huir del estereotipo de fiel esposa, buena madre y mujer intachable. Pero el coste fue alto: ambas tuvieron que renunciar a ver a sus hijos durante demasiado tiempo.

De izquierda a derecha, Ana María Moix, Ana María Matute y Esther Tusquets en Sitges en 1970. CÉSAR MALET
De izquierda a derecha, Ana María Moix, Ana María Matute y Esther Tusquets en Sitges en 1970. CÉSAR MALET

Tanto Ingrid Bergman como Ana María Matute consiguieron huir del estereotipo de fiel esposa, buena madre y mujer intachable. Pero el precio fue alto: ambas tuvieron que renunciar a ver a sus hijos durante demasiado tiempo.

Se dice que fue el impulso por alcanzar lo sublime lo que llevó a Ingrid Bergman a escribir una de las cartas más famosas del cine: “Querido Sr. Rossellini: He visto sus cintas Roma, ciudad abierta y Paisá y las he disfrutado mucho. Si usted necesita una actriz sueca que habla muy bien inglés, que no ha olvidado su alemán, que no entiende mucho de francés y que en italiano sólo puede decir ti amo, estoy lista para viajar y hacer un filme con usted. Ingrid Bergman”.

Esa carta, que por supuesto encandiló al director italiano, cambiaría la vida de la actriz. No solo Roberto Rossellini necesitó (de repente) a una actriz sueca, sino que invitó a Bergman a rodar, no mucho después, Stromboli (1952). Durante el rodaje se enamoraron, tuvieron un idilio y ella quedó embarazada. Por entonces, Ingrid estaba casada con el neurocirujano sueco, Petter Lindstrom, y tenía una hija, Pia, de diez años, con quienes vivía en Beverly Hills. Cuando tomó la decisión de irse a vivir con el director italiano a Roma, estaba en el culmen de su carrera —había triunfado durante diez años en Hollywood con películas como Casablanca (1942), Gaslight (1945) o Juana de Arco (1948), y en Europa era una de las actrices predilectas de Hitchock―, pero no era feliz ni con su marido, ni con su vida. “Algo había muerto dentro de mí”, diría en una de sus cartas, “faltaba algo en mi trabajo, en mi vida en casa…de hecho en toda mi vida”.

Algunas rebeldes nos ­enseñaron que la esencia de la mujer no es necesariamente ser madre y esposa, sino libre y feliz

Rossellini ofrecía a la vez un pasaporte a la libertad y la promesa de una nueva vida creativa. Pero el precio fue muy alto: por un lado, la puritana sociedad americana de los años 50, para quien Bergman siempre había sido la mujer intachable, de recta moral, esposa feliz y madre, se sintió traicionada, y se le echó encima. Por otro, –y esto fue, en sus propias palabras, lo más duro–, al no obtener el permiso de Lindstrom, tuvo que renunciar a ver a su hija durante demasiado tiempo, cosa que le generó remordimiento y culpa.

De todo esto y mucho más da cuenta el precioso documental Retrato de familia (puede verse en Filmin), entretejido gracias a la gran cantidad de recuerdos que la actriz tuvo a bien guardar (filmaciones desde su infancia, cartas y diarios), así como al testimonio de sus cuatro hijos. El empeño de Bergman por construir su vida a partir de su propio deseo, y no a partir de las expectativas ajenas (un marido, un hijo o la propia sociedad), junto a la pasión vital y la energía que emanan del personaje, llaman especialmente la atención.

Ingrid Bergman con sus tres hijos, en París en 1957.
Ingrid Bergman con sus tres hijos, en París en 1957.Bettmann (Collection/CORBIS)

Me recordó, además, a otra figura pública, en este caso española: la escritora Ana María Matute, quien al tomar la decisión de separarse de su marido en 1963, el escritor Ramón Eugenio de Goicochea, también fue “castigada” sin poder ver a su hijo Juan Pablo durante años. Creo que con su determinación y coraje, ambas demostraron la verdadera lucha por la libertad. Sin necesidad de enarbolar pancartas o de formar parte de ningún grupo (Matute, de hecho, no se consideraba feminista), defendieron sus ideas a través de su vida propia, que es con lo que más escuece.

Hasta tal punto fue así que, cuando Bergman se marchó a rodar a Roma, empezaron a llover las cartas de condena. El vicepresidente y director de Códigos de Producción, Joseph Breen, le pidió que desmintiera los rumores de que estaba a punto de divorciarse y abandonar a su primera hija para casarse con Rossellini. Fue criticada por la Iglesia luterana de Suecia y sacerdotes de la Iglesia católica, sobre todo en Estados Unidos; también recibió cartas de personas anónimas que la llamaban fulana o le decían cosas como que ardería en el infierno por toda la eternidad, que el niño era hijo del diablo, que nacería muerto o sería jorobado. En medio de ese guirigay de críticas y reproches, sí hubo, sin embargo, gestos dignos de mención como el de Hemingway, uno de los escasos amigos que envió una carta dando su bendición a la pareja: “Si tenéis quintillizos”, les dijo, “puedo ir al Vaticano y ser el padrino.”

El caso de Ana María Matute, aunque distinto, tiene puntos en común. Puesto que en la época no había posibilidad en España, no se divorció. Harta de soportar al marido, que no trabajaba y se gastaba el dinero que ella ganaba (el colmo fue cuando vendió su máquina de escribir), decidió dejarlo. Como resultado de las leyes españolas, Matute no tenía derecho a ver a su hijo, ya que su esposo obtuvo la tutela. Pero a este le importaba muy poco el niño. Así que, cuando vio que ya no le serviría para chantajearla, se lo dejó a su madre. Gracias a la intervención de su suegra y de su cuñada, Ana María pudo pasar algunos sábados con su hijo: iban al cine o al teatro, por lo que Juan Pablo sería siempre para la autora su “niñito de los sábados”. Todo esto acabó reflejándose en su obra. Debajo de la escritura de Matute late un sentido de pérdida o ausencia (“nunca había podido imaginar que la ausencia ocupase tanto espacio”, dijo, “mucho más que cualquier presencia”), pero también subyace una poderosa corriente oculta, un anhelo sordo de felicidad. A través de personajes inconformistas y rebeldes, nos ayudó a comprender que la verdadera esencia de la mujer no es necesariamente ser madre y esposa fiel, sino más bien ser libre y feliz.

Ingrid Bergman también trasladó su lucha al arte. En palabras de su hija Pia, había algo en la historia de Juana de Arco (que representó varias veces en el cine y en el teatro) que le atraía de manera obsesiva: “una chica joven que oye una voz que le dice va a hacer cosas extraordinarias”. Lo malo fue que, al igual que la heroína francesa, que acabó en la hoguera por bruja, para lograr su libertad, Ingrid tuvo que ser tachada de puta y quemada en las llamas del castigo público.

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