Museos mudos
Hay exposiciones que son una mera acumulación de imágenes aisladas sometidas a un programa ideológico
De acuerdo con Pierre Nora, los museos históricos son lugares donde se cristaliza la memoria de una sociedad o de una civilización. No hace falta que ésta permanezca, ni que se refieran a la totalidad de los componentes de la vida social, política o cultural. El Bizantino de Atenas o el Nacional Romano serían ejemplos de museos de civilización, y abundan los casos en que el proceso social e histórico de un país es desglosado en sus distintos componentes, sin perjuicio de que pueda existir un centro que los aglutine. Esta doble presencia es frecuente en los países donde la identidad nacional se encuentra en tela de juicio y requiere una afirmación (casos del Museo Histórico Alemán, frente a las dos Alemanias de la posguerra, o del Museo Nacional de Albania).
El énfasis en la identidad nacional puede provocar también derivas hacia la confiscación de la memoria, cuando determinadas presencias atentan contra el estereotipo. Tenemos un ejemplo en el donostiarra Museo San Telmo, donde el acento puesto hace 10 años en los rasgos étnicos llevó a incluir un popular banco de alpargata, la producción local de mi pueblo de origen, y a rechazar en cambio un busto, obra de Victorio Macho, de Nicolás Urgoiti, figura capital de la industrialización guipuzcoana. Silencio para el extraño. Y no hablemos de incluir a Alfonso XIII, protagonista en su tiempo de la “capital de verano”.
En el límite, el sentimiento de inseguridad y la voluntad asertiva pueden llevar a la marginación del rigor histórico que debiera acompañar a la formación del museo. Este acaba consistiendo en una acumulación de imágenes y símbolos sometidos a un programa ideológico, con el juego consiguiente de inclusiones forzadas, exclusión de lo incómodo, imperio del tópico y único refugio en el valor de piezas aisladas. Como me hizo notar una especialista en museografía, se convierten en museos mudos, que apenas informan ni explican nada sustancial al visitante. Incluso pueden ser vehículos de imágenes deformantes.
Es el caso del Museo Naval, hace poco renovado, cuyo objeto sería exponer las grandes líneas de la historia marítima de España. Ello supone abordar uno de los componentes decisivos de nuestra historia, siguiendo un enfoque cronológico. Solo que la significación de buen número de piezas exhibidas queda oscurecida por el didactismo elemental de las cartelas explicativas, al estilo de que era un “imperio donde no se ponía el sol”. El Ministerio de Defensa ha llevado a cabo un notable esfuerzo de actualización historiográfica en su Historia militar de España que no tiene reflejo en las salas del museo, cargadas con decenas de retratos de marinos de desigual calidad y sin explicaciones que justifiquen su presencia y aportaciones.
La dimensión corporativa y una concepción añeja de los valores nacionales impiden entender, incluso en el plano tecnológico, cuál fue la marcha de nuestra historia naval. Por muy valiosos e interesantes que sean los modelos y los instrumentos exhibidos. Cuando las cosas fueron mal, en Cuba y Filipinas, el buen almirante Cervera es mandado al techo entre cuadritos de combates indescifrables (incluso el de Cavite, transferido a tierra). Más un retrato de Alfonso XII que allí no pinta nada. Más dos torpedos que nadie lanzó. En cambio, gloria al quijotesco bombardeo de Méndez Núñez en El Callao. Alguien que quiera enterarse de episodios decisivos, tales como la Armada Invencible o Trafalgar, se verá envuelto en cuadros decorativos y exculpaciones tópicas. Gráficos o dioramas ilustrativos: cero. ¿Entender qué pasó en momentos cruciales? Cero.
Desde otro ángulo, el Museo de América comparte la mudez con el Museo Naval. Su gran reforma culminó en 1994 y en su orientación influyó el diseño ideológico del V Centenario, que la vox populi atribuía a Alfonso Guerra. Era el gran momento para resaltar la fraternidad entre España y América, insistir en sus rasgos comunes, sin detenerse en una realidad que tantas veces lo desmentía. El pésimo resultado quedó en la sombra por la brillantez de las piezas mostradas, con el tesoro de los quimbayas al frente. Pero sobre el fondo de cartelas generalistas sobre el poder, el rango social o la comunicación, una y otra vez encontramos absurdamente asociados a una virgen con el dios azteca despellejado a guerreros mochicas, mexicas y otros, en batiburrillo, con el casco de un conquistador. Ni siguiera falta la madre Teresa de Calcuta, y nada explica las diferencias entre las culturas americanas, ni el antes y después de la conquista. Siembra de ignorancia adornada con objetos hermosos.
Al querer hermanar torpemente, falta el verdadero enlace: el sincretismo, observable en imágenes sueltas y en los biombos. La gran riqueza cultural de la colonización permanece fuera de campo.
Emblema del desastre cultural: el mayor logro del conocimiento y de la exploración naval del XVIII, los viajes de Malaspina, son ignorados tanto en el Naval como en el de América. Como si en Inglaterra Cook fuera olvidado. En rigor, son exposiciones de objetos, no museos.
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