Zaragoza: la ciudad indefensa que derrotó al mayor ejército del mundo
‘Guerra y cuchillo. Los sitios de Zaragoza. 1808-1809′ recrea con el máximo detalle los dos asedios que sufrió la capital aragonesa por parte de las tropas de Napoleón
Napoleón no daba crédito. Una ciudad sin murallas, sin apenas soldados profesionales, sin munición ni alimentos, con civiles aterrorizados y armados solo con picas, trabucos y navajas había repelido el ataque del ejército más poderoso del mundo. El cerco de destrucción comenzó en junio de 1808. Pero en agosto, los 15.000 soldados de los generales franceses Verdier y Lefebvre, con 86 bocas de fuego, huyeron perseguidos por las tropas de refuerzo españolas. Arrojaron sus cañones al Canal Imperial para huir más deprisa. “El Primer Sitio de Zaragoza había finalizado con victoria española para asombro del mundo. El ejército napoleónico se había dejado 3.500 bajas; los españoles leales a Fernando VII, 3.000. Pero la guerra continuaba”. Así describe Daniel Aquillué el primer asalto a la capital aragonesa en su documentado ensayo Guerra y cuchillo. Los sitios de Zaragoza.1808-1809 (La Esfera de los Libros, 2021), donde Napoleón es reseñado como un líder militar que promete venganza. “Zaragoza había pasado de no existir en los planes napoleónicos”, escribe Aquillué (Zaragoza, 31 años), “a ser un objetivo de primerísimo orden”.
“Una población sin fortalezas, llena de hombres y mujeres que no habían visto nunca la guerra, pero que resistieron durante dos meses los embates del ejército imperial, desarrollando una guerra novedosa, urbana, callejera, con cualquier medio, sin reglas ni tácticas convencionales. Ahora era peligrosa para Bonaparte”, se lee en el ensayo. De hecho, el corso escribió tras conocer la noticia de su inesperada derrota en Aragón: “La primera operación que debe hacer el ejército será tomar Zaragoza y, si esta ciudad se resiste como lo ha hecho la primera vez, habrá que darle un escarmiento que resuene en toda España”.
¿Y por qué esta inquina contra una ciudad no estratégica? La respuesta que ofrece el autor es que “mientras siguieran en pie sus defensas, mientras ondease la bandera de la resistencia, animaría al resto de España y Europa a seguir combatiendo a los designios del imperio. Eso no se podía consentir. Demasiadas humillaciones, demasiadas afrentas al honor de Bonaparte en el verano de 1808 en España. Él, en persona, debería tomar las riendas de la situación porque sus ejércitos estaban en desbandada”.
Aquillué en su obra expone con crudeza “los horrores de la guerra” que aquella venganza originó: la destrucción total de una ciudad indefensa que no pudo resistir la segunda de las acometidas imperiales por la ineptitud del general José Palafox y las técnicas militares desfasadas del general Francisco José Castaños. Porque el autor se muestra sumamente crítico con los mandos que debían defender la ciudad, igual que con la Junta ―el Gobierno del país durante la guerra―, que antepusieron sus enfrentamientos internos a las decisiones militares.
Levanta heridas históricas el escritor cuando pinta a Palafox ―el capitán general de Aragón― como un militar de salón que desaparecía antes de las batallas con la excusa de que iba a pedir refuerzos. Y abre llagas cuando describe a Castaños como un hombre valiente, pero ya viejo, que prefería irse de vinos a Sevilla tras derrotar a los franceses en Bailén que continuar con su ejército hacia Zaragoza. El autor se muestra, sin embargo, mucho más condescendiente con la población civil, aunque muchos de sus habitantes huyesen antes de la batalla aterrorizados buscando salvar sus vidas.
El escritor pinta a Palafox como un militar de salón que desaparecía antes de las batallas con la excusa de que iba a pedir refuerzos
Donde Aquillué no tiene reparos es en poner el acento en la actitud, el valor y el coraje de las mujeres. Y recuerda el episodio que convirtió en heroína a una joven que pasaría a la historia como Agustina de Aragón. “Parecía que la infantería napoleónica al mando de Gómez Freire iba a tomar aquel punto y entrar en la ciudad por el Portillo. Los que no habían muerto, estaban heridos y los que no, habían huido de aquel infierno. Entonces apareció una de tantas mujeres que estaban en primera línea llevando suministros y víveres. En el caso era Agustina Raimunda Saragossa i Domenech, una joven barcelonesa de 22 años […]. En ese momento, cogió el botafuego, acercó la mecha al oído del cañón, prendió la pólvora y una lluvia de metralla salió disparada hacia los soldados enemigos que se encontraban a pocos metros. El impacto fue brutal”.
“Pero Agustina no fue una excepción, fue la norma en los Sitios de Zaragoza”, como también lo fueron “los paisanos” que, sin preparación alguna para la guerra, sin armas efectivas, sin alpargatas, defendieron la ciudad. El autor menciona a Tío Jorge, a Mariano Cerezo, de 78 años, ―con escudo redondo y sable―, a Carlos González ―el primero que se puso una escarapela roja en su sombrero para identificarse como combatiente―, al anciano Lucas Aced, al párroco Francisco Viruete y Urquía… “Se estaba conformando un ejército sin militares. No eran soldados sus miles de integrantes. Se trataba de campesinos, artesanos, estudiantes, comerciantes. Tenían un notable entusiasmo ante una guerra que todavía no había hecho aparición en escena” y para la que solo había 2.310 soldados españoles que pudieran denominarse como tales.
Pero la guerra llegó a las puertas de la ciudad. Y también el milagro. En los callejones más oscuros, desde las casas, en el interior de las derrumbadas iglesias y palacios, en las escaleras de las viviendas, una resistencia feroz, increíble, más allá de lo humano. Y luego la victoria, y las celebraciones… Y la venganza, que ya iba camino de la ciudad.
En los callejones, desde las casas, dentro de las derrumbadas iglesias y palacios, en las escaleras, una resistencia feroz, increíble, más allá de lo humano
Partió en forma de Grande Armée, el fabuloso ejército que Napoleón mantenía en Alemania para doblegar a Europa. Entró en la Península por Bayona. “El 20 de diciembre de 1808 las tropas napoleónicas volvieron a Zaragoza. Esta vez no eran un cuerpo de reconocimiento, ni se iban a replegar, eran más de 30.000 soldados veteranos al mando de dos mariscales del imperio, Moncey y Mortier. Venían con un inmenso tren de artillería de asedios, más de cien piezas, con hospitales preparados en su retaguardia de Toledo y Alagón. Pronto se les sumarían más, llegando a situarse frente a Zaragoza casi 50.000 soldados del ejército imperial… También repetía el jefe de ingenieros, Bruno Lacoste, amigo de Napoleón. Reunió en Alagón 20.000 herramientas para trabajos de asedio, 100.000 sacos de tierra, 4.000 gaviones y gran número de fajinas. Todos habían aprendido lecciones en el primer asedio”.
Todos menos Palafox, que decidió acumular a más de 100.000 personas en una ciudad que no podía alimentarlas, no dejó ningún ejército de reserva fuera de la capital para atacar a los franceses por la retaguardia, no siguió los consejos de los militares que le pidieron que cambiara de táctica… “Consideraba que el cinturón de fortificaciones ideado le permitiría acantonar sin problemas a 32.421 supuestos soldados, en lo que se convertiría en un gran campamento atrincherado. Además, ahora no les iba a abandonar”.
“Palafox podría haber enviado a la caballería y a tropas ligeras en persecución de la maltrecha división Gaza, pero no lo hizo, aunque le insistieron en ello militares como el jefe de la artillería y el mariscal de campo Luis Villalba, señalándole que podrían acabar por completo con las debilitadas fuerzas del general Gazán. Eso sí, cuando el día 22 recibió una oferta de capitulación, su respuesta fue contundente, exclamando que no sabía rendirse, que solamente muerto capitularía. Esta vez estaba resuelto a cumplirlo. Tampoco tenía muchas más opciones. No podía abandonar la ciudad, ni se atrevía a ello. El vecindario no se lo habría permitido”.
Luego vino la derrota, con una ciudad sobre la que cayeron más de 32.000 bombas, con todas sus edificaciones convertidas en escombros y con dos de cada tres “paisanos” muertos en la batalla, más de 60.000 defensores fallecidos. Los franceses minaron una a una las manzanas de la ciudad, algo que hacían público en la prensa y que provocaba la estupefacción de los lectores franceses. “Qué clase de guerra era esa en la que había que hacer saltar por los aires manzanas enteras de casas de gente corriente. Los barrios de Santa Engracia y la Magdalena sufrieron esto especialmente, quedando devastados en escenas verdaderamente desoladoras”.
Una guerra que hace saltar por los aires manzanas enteras de casas de gente corriente
En un grabado de la época se describe a Palafox “en actitud heroica, montando un caballo enjaezado y levantado sobre sus patas, luciendo un bicornio emplumado, su levita con las condecoraciones y señalando a la ciudad que ha salvado. Igual que bajo los cascos de su caballo está la historia, bajo el héroe está el hombre de carne y hueso. Bajarlo del pedestal al que se le encumbró como héroe, en los siglos XIX y XX, permite comprender a la persona en su contexto histórico”. Como todo.
Guerra y cuchillo. Los sitios de Zaragoza. 1808-1809
Autor: Daniel Aquillué.
Editorial: La Esfera de los Libros, 2021.
Formato: 338 páginas. 22,90 euros.
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