Tierra adentro
‘Una casa en el desierto’, novela póstuma de Javier Fernández de Castro, es el destilado de un autor que exploró con voz genuina la relación del hombre con la naturaleza
Hay escritores que escriben con la ilusión de cambiar el mundo y otros que lo hacen para que el mundo no les cambie a ellos, cual fue el caso de Javier Fernández de Castro, que triunfó plenamente en su cometido, a pesar de la poca atención que recibió en vida. Aunque también se dedicó a la docencia —por ejemplo, en la mítica Facultad de Zorroaga, junto a Fernando Savater, Félix de Azúa o Tomás Pollán—, a la traducción y al periodismo, Fernández de Castro fue sobre todo escritor, un novelista genuino que perseveró en su trabajo sin esperar nunca nada a cambio, a solas con su imaginación y su lenguaje, ofreciendo una resistencia que sólo con el paso del tiempo llega a desvelar su verdadera profundidad. Y es que la mejor literatura siempre se ha escrito así, al margen de la publicidad y las servidumbres sociales, apenas visible en su época, dedicada a algo que nadie es aún capaz de ver. Por eso mereció el elogio de Juan Benet y Rafael Sánchez Ferlosio, amigos y mentores.
De la docena de libros que, entre novelas y relatos, conforman su bibliografía, fueron Tiempo de beleño (1995), La tierra prometida (1998) y su continuación en Crónica de la mucha muerte (2000) los que lograron suscitar más estima. El primero fue publicado en Alemania por Klaus Wagenbach, que también le tradujo uno de sus cuentos. Y el segundo mereció el Premio Ciudad de Barcelona, el único reconocimiento que tuvo y por el que muchos supimos de su nombre. Prácticamente toda su obra gira en torno al asunto intempestivo de la relación del hombre con la naturaleza. Su mundo es frío, sin ninguna concesión sentimental y sin apenas espacio para la psicología. Sus protagonistas a veces parecen salidos de la tragedia, arrancados de pronto de la civilización para ser puestos a prueba en espacios salvajes en los que experimentan una brutalidad sin redención posible. Se nota a menudo la filiación con Faulkner o Benet. Sus personajes prescinden de la malla metafísica propia de esos dos maestros, pero salen a una parecida e inventada geografía de tierra adentro, con quebradas, ríos y extraños accidentes geológicos, invadida en su caso por la industria y la tecnología, una segunda naturaleza en la que el hombre tampoco puede escapar de sí mismo.
Una casa en el desierto, su última y póstuma novela, es el destilado de su universo, el feliz resultado de toda una vida de constancia en un mundo propio. Admira, para empezar, su castellano, tan bello y cordial, libre de adherencias periodísticas o impostadas, preciso, transparente, emanado de la conversación y la escucha. Hipnotizado por su fluidez, el lector casi no repara en la habilidad que el autor demuestra en el manejo de la hipotaxis, que nunca le interrumpe la respiración: “Y sin quererlo, Antón revivió casi físicamente el impulso que sentía de niño, tan irresistible que incluso temblando de miedo no podía evitar subir al torreón en las tardes ventosas de invierno y atisbar a través de las ventanas que daban al desierto el paso de unas zarzas que surgían de la oscuridad, atravesaban rodando el rectángulo de luz proyectado por las ventanas de los pisos bajos y volvían a perderse raudamente en lo oscuro perseguidas por el ronco aullido del cierzo”. Su estilo convierte cualquier descripción, ya sea una miniatura en marfil de un capitel del castillo burgalés de Frías o las lágrimas que produce la savia en los muñones podados de la viña, en un acontecimiento.
La novela cuenta la historia de la familia Atance Ortiz, que se instala en Herrera, un remoto pueblo perdido en el desierto de La Llanada, para trabajar en una planta para el tratamiento integral de residuos metálicos, una empresa fundada por un alemán en los años cincuenta con la idea visionaria de reciclar toda la chatarra que pronto amenazaría a las sociedades industriales. Desde la primera página, el lector se adentra en un microcosmos minuciosamente imaginado, con parajes imposibles de olvidar, como la laguna de la Cañada, los ríos Clamor y Entrega, con sus respectivas faunas y sus misteriosas corrientes subterráneas en verano, la espectacular llegada de las grullas al desierto, exhaustas, y sobre todo el cabezo de la Franca, una milagrosa elevación geológica que parece un templo y que tiene un protagonismo central, todo al amparo de las intrincadas fragosidades de las sierras de la Peregrina y San Dimas. En ese espacio lunar y extremo crecen unos hermanos que ven cómo el matrimonio de sus padres se desmorona a la vez que alcanzan la edad de conciencia mientras la familia se ve envuelta en una trama ilegal de residuos tóxicos que acaba por infectar las aguas de toda la región. La pérdida de la inocencia, la violencia atávica de los lugareños, la imposibilidad de fundar una casa y el pulso suicida con la naturaleza se exponen mediante un complejo y virtuoso ensamblaje de voces y técnicas narrativas.
Sus protagonistas parecen arrancados de pronto de la civilización para ser puestos a prueba en espacios salvajes
En manos de un inexperto o de un oportunista, esta novela podría haber terminado siendo un alegato ecologista, pero Fernández de Castro fue un gran escritor y nunca se permitió defender en su obra una idea simple o publicitaria. Una casa en el desierto se interroga acerca de la eterna pregunta: ¿qué es naturaleza y qué es civilización?, ¿puede el hombre salvarse, redimirse de su eterna condena? Irónicamente, una iniciativa destinada a reciclar residuos industriales acaba envenenando las aguas freáticas de un paraíso, que a su vez producen un hongo que fertiliza unas plantas de tabaco únicas y con efectos saludables. Sólo alguien como Javier Fernández de Castro podía imaginar algo así. Se entiende perfectamente que Ferlosio le dedicara este pecio: “Cuando los ecologistas anunciaron por la prensa que sólo quedaba ya un lince vivo, todos los cazadores del país se dispersaron por esos montes escopeta en mano a ver quién se llevaba aquel trofeo de valor incalculable”.
Una casa en el desierto
Alfaguara, 2021
320 páginas. 18,90 euros
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