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PÁGINAS MARCADAS
Columna
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Saki, una salsa suculenta

Homosexual victoriano con flirteos filonazis, el escritor angloindio Hector Hugh Munro viajó por el mundo y desarrolló un ojo clínico para destapar a la hipócrita alta sociedad británica

El escritor inglés Hector Hugh Munro, conocido como Saki, en un retrato no fechado de E. O. Hoppe.
El escritor inglés Hector Hugh Munro, conocido como Saki, en un retrato no fechado de E. O. Hoppe.Time Life Pictures (GETTY IMAGES)

Por muy suculenta que resulte su obra, Saki no es una salsa picante. Se trata del seudónimo del autor angloindio Hector Hugh Munro (1870-1916). Lo eligió cuidadosamente y está repleto de segundas intenciones. Ya que él se tomó ese trabajo, echémosle un vistazo. Saki fue el cofre del tesoro en donde guardó y protegió su intimidad este homosexual victoriano, con flirteos filonazis y amante de los chalecos de seda rameada, hijo de un inspector general de la policía británica en India y de una mujer borrosa con ínfulas aristocráticas que murió corneada por una vaca. En este punto me resulta imprescindible hacer una pausa para sofocar la risa, porque este trágico suceso es ya digno de uno de los más feroces cuentos de su distinguido hijo.

Poco después de ese episodio, el futuro escritor, con apenas dos años, se quedó en la casa familiar en Devon y de él se hicieron cargo, a prudencial distancia, sus siniestras tías paternas (¿o eran maternas?). Sólo el padre regresó a la India. Aquel niño curioso y toda su breve vida, exótica y resplandeciente, nunca llegaron a deslindarse. Imaginadlo, muy chico, dando sus primeros pasos por el Golfo de Bengala y cazando espíritus o persiguiendo imágenes fructíferas. De momento, el sueño quedó fuera de su alcance; triturado, pero latiendo dentro, a la espera de acontecimientos más favorables.

El muchacho estudió y esperó. Sus vivos recuerdos empezaron a construir una personalidad literaria única, sarcástica y, sin embargo, eminentemente refinada; con un punto macabro que cultivó como a una planta exótica. Nunca dio su brazo a torcer. Retomó en cuanto pudo su mundo. Como policía militar, trabajó en la ciudad birmana de Mandalay, pero la malaria le obligó a regresar por segunda vez a Inglaterra. Tras la decepción —o, mejor dicho, el destino—, se puso a escribir. Tenía 26 años y mucho material explosivo sin activar. Viajó por el mundo, fue corresponsal de periódicos, escribió una historia de Rusia, observó su entorno y desarrolló un ojo clínico para destapar a la hipócrita alta sociedad británica. Sus afilados artículos sobre la vida parlamentaria del momento dejaron claro que nadie le pararía los pies. Buscó y eligió un nombre en el que estaban insinuadas todas sus pasiones. Eran muchas y dispares, pero congeniaron. Eso solamente lo consigue un observador vocacional y un temperamento firme. En 1900 nació Saki. ¿De dónde salió?

Saki es un simio de aspecto imponente que habita en América del Sur. Su singularidad estriba en que, a pesar de su temible aspecto, si alcanzas a ver su dulce cara, te topas con una piel blanca con destellos dorados, y una frente ancha, rematada por un óvalo en forma de corazón. Tiene una cola larguísima y es un hábil cazador. Una criatura salvaje y gloriosa dotada de lo que hay que tener: en la época se susurraban muchas bromas sobre los atributos sexuales de Saki en los clubs para caballeros. Pero hay más. En japonés saki es un verbo que significa florecer: a muchas niñas les ponen ese nombre, que vulgarmente se traduciría como Flora. Si añadimos todas estas pistas al hecho de que Saki supo moverse con tanta soltura en el ambiente literario como en de las cacerías nocturnas, resulta aún más impresionante el hecho de que, ya famoso, se alistase voluntario en la Primera Guerra Mundial, y muriese bajo el fuego de un francotirador a los 46 años.

Ahora sí, por fin, estamos listos para afrontar la calidad de su humor y la caridad con los animales que tanto amaba. Estaba convencido de que los seres humanos siempre acabamos pareciéndonos a nuestros animales domésticos. Y es verdad. Siendo muy joven me regalaron un Selham blue terrier. Era melindroso con la comida y arriscado con los extraños. Le pusimos de nombre Clovis, uno de los personajes más famosos de Saki, y puedo asegurar que, hasta el día de hoy, he heredado su carácter enrabietado y consentido. Sobre Saki corren toda clase de historias. A mí me gustaría pensar que, en verdad, las últimas palabras de este soldado displicente y apasionado fueron: “Tira ya de una vez ese maldito cigarrillo”. ¿Se refería a la bala mortal? Me apostaría su obra entera.

Yo lo he leído, espero, casi todo de Saki, y mi personaje favorito sigue siendo Clovis. Antes de sobrevolar Las crónicas de Clovis, echad una mirada a lo que Jorge Luis Borges, lector caprichoso y crítico reflexivo (como debe ser) escribió sobre él: “Con una suerte de pudor, Saki da un tono de trivialidad a los relatos cuya íntima trama es amarga y cruel. Esa delicadeza, esa levedad, esa ausencia de énfasis puede recordar a las delicadas comedias de Oscar Wilde”. Leve, sí, pero nada escurridiza—y no es por llevar la contraria a Borges—, porque sus cuentos reunidos abarcan unas 809 páginas, más o menos. Yo manejo el tomito de Cuentos completos, publicado en castellano por Alfanhuí en noviembre de 2005. Lo suelo espigar, como quien dice, arrellanada entre almohadones de plumas, y sin nada que hacer en varias horas. Todo Saki tiene efectos secundarios: unas arruguillas en la comisura de los labios y la imposibilidad absoluta de atender al teléfono. Si este desvergonzado observador viviese aún, no podría resistirse a que uno de sus más engorrosos personajes, Reginald, utilizase estos Cuentos completos como tope de una ventana muy pesada.

En esa antología que ahora disfrutamos, faltan, me temo, los relatos que presuntamente destruyó su despiadada y puritana hermana Ethel. Pero no pudo con este pasaje de Esmé, un cuento famosísimo que pertenece al libro Las crónicas de Clovis, publicado por vez primera en 1912. Se trata de un relato de terror psicológico que acaba convirtiéndose en espanto genuino. Sucede mientras la tarde cae sobre una gran finca inglesa en la que el petimetre Clovis pasa su fin de semana. En compañía de dos damas expertas, buscan a una fiera suelta: una hiena supuestamente amaestrada. Cuando la encuentran la llaman Esmé. Poco antes se han topado con un gitanillo que llora. Les sigue de cerca y sus lamentos sobrecogen al grupito. Habla Clovis: “El acompañamiento de los quejidos quedó aclarado. El gitanillo iba firme y supongo que dolorosamente sujeto entre sus fauces. ¡Valgame Dios! —gritó Constance”, ¿qué podemos hacer, qué vamos a hacer?”. “No me cabe la menor duda de que el día del Juicio Final Constance hará más preguntas que cualquiera de los serafines que la interroguen”, murmura Clovis. El asunto prosigue unas dos páginas y tiene un cierre brillante y pringoso. La hiena pertenecía a un amigo vecino de Constance, Lord Pabham. Clovis interviene para devolvérselo sin un arañazo. Del gitanillo y su progenie se dicen cosas horrendas que dejaré a vuestro olvido.


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