Bailad, bailad, malditas
La novelista francesa Victoria Mas recuerda el inhumano y misógino pasado del hospital parisino de la Pitié-Salpêtrière en ‘El baile de las locas’, una novela coral sobre los oscuros inicios de la psiquiatría
Hubo una época en la que un burgués parisino acostumbrado a ir a la ópera y al teatro, a disfrutar de copiosos almuerzos en todo tipo de distinguidos cafés, podía invitar a su prometida a salir a bailar a un hospital. Él y ella se vestirían como lo harían para asistir a cualquier otro espectáculo y, llegado el momento, cruzarían las puertas de la Pitié-Salpêtrière, un reconocido psiquiátrico en el que padres y maridos internaban a mujeres e hijas que no eran exactamente como esperaban —demasiado melancólicas, demasiado malhumoradas, demasiado independientes; en todo caso, nada sumisas—, y se mezclarían entre el gentío. Sería siempre una noche de marzo, una noche de la Media Cuaresma, y entre el gentío no habría únicamente parejas de burgueses burlones —porque a eso iban, a burlarse— sino también internas, a quienes se impelía a disfrazarse, a parecer grotescas caricaturas de sí mismas, animales salvajes sabiamente domesticados por la incipiente psiquiatría de la época.
Estamos hablando de finales del siglo XIX y principios del XX. Aunque la práctica se extendió hasta mediados e incluso finales de este último en lo que se refiere a la posibilidad de que si no eras la clase de mujer que se esperaba que fueses, alguien te internase calificándote de histérica. T. C. Boyle escribió una fascinante y divertidísima novela, El balneario de Battle Creek, que, aún y tratando otro tema —el de los gurús de la siempre falsa paraciencia; en este caso, nada menos que el señor que inventó la misma idea de los cereales, Harvey Kellogg, que tuvo antes un sanatorio en el que básicamente mataba de hambre a sus internos—, dio una pincelada al asunto del histerismo y su trato. Allí no se producía otra cosa que un abuso sexual encubierto, pues lo que los supuestos médicos provocaban era un orgasmo en las mujeres que se habían vuelto “locas”, aunque el autor dejase de lado todo atisbo de crítica.
Escudándose también en la ficción o, mejor dicho, permitiendo que esta la lleve tan lejos como sea posible, Victoria Mas (Le Chesnay, Francia, 34 años) sí apunta y dispara en El baile de las locas (Salamandra) contra la misoginia del momento. Y también contra la inhumanidad de una sociedad que no sólo negaba cualquier potestad sobre su propio cuerpo —y mente— a la mujer sino que se jactaba de ello invitándose a sí misma a participar de la fiesta. El hospital, que Mas describe como “una ciudad dentro de una ciudad”, fue concebido como cárcel. Lo ordenó construir Luis XVI en el siglo XVIII. “Lo que quería era quitar de las calles a los vagabundos que, en su opinión, ensuciaban la ciudad. Luego añadió a las mujeres pobres. Era un centro de internamiento de condiciones sanitarias francamente deplorables”, cuenta la propia Mas. Por esa época, había en el centro unos 18.000 internos, añade la escritora. Hombres, mujeres y niños.
La cosa cambió a lo largo del XIX. “Se empezó a desmontar la estructura carcelaria. No se puede decir que haya un momento concreto en que La Salpêtrière dejara de ser una cárcel para convertirse en un hospital, porque ocurrió de forma paulatina. Empezó a ocuparse de mujeres con trastornos psíquicos o simplemente de carácter rebelde. Algo que quedó consolidado por completo a principios del siglo XX”, relata la escritora. El centro era, por supuesto, un laboratorio de pruebas para todo tipo de neurólogos y aspirantes a psiquiatra. Hasta el propio Sigmund Freud pasó una temporada visitándolo a diario y tomando notas en sus cuadernos. Podría haberse topado allí, y tal vez lo hizo, con alguien como Eugénie, una de las cuatro protagonistas de la novela de Mas. Una chica que a la que simplemente el mundo que le rodea le interesa más de lo que debería, en opinión de su padre. Y que encima cree poder hablar con los muertos.
Psiquiátricos literarios
La literatura está repleta de historias de terror como la de Eugénie desde que existen los psiquiátricos, esto es, desde finales del XVIII. Pensemos en Christine Lavant, la poeta austríaca, a la que internaron a los 20 años por no ajustarse a ningún tipo de molde o simplemente estar más triste de lo normal. Corría el año 1935. Su mal trago se transformó en el clásico sobre el encierro Notas de un manicomio (Errata Naturae). Hubo quien, como Zelda Fitzgerald, no tuvo tanta suerte y no vivió para contarlo —el manicomio en el que estaba ingresada ardió con ella dentro—, y quienes, como Sylvia Plath, se transformaron en durísimo personaje de ficción —la Esther Greenwood de La campana de cristal (Alfaguara)— para poder contar sus forzadas lobotomías.
Como relata Michèle Desbordes en El vestido azul (Periférica), las convenciones de la época —y es una época que se extendió hasta casi nuestros días— no entendían de talento, genio y furia femenina. Desbordes profundiza en El vestido azul en el caso de Camille Claudel, una aspirante a escultora que fue encerrada en un psiquiátrico por su familia cuando solo tenía 19 años. Hermana del poeta Paul Claudel y musa del escultor Auguste Rodin —el autor del famoso Pensador— pasó 30 años allí metida creyéndose loca. Fue el padre de Leonora Carrington, la pintora y escritora surrealista, la que la internó en un sanatorio de Santander a su vuelta de París, y ella escribió un diario, escalofriante, que publicó Alpha Decay: Memorias de abajo. Lo mismo le ocurrió, no mucho después, a la tercera mujer de Philip K. Dick, Anne R. Dick, solo que en el caso de ésta, fue el escritor quien la ingresó, sabiendo que si alguien lo necesitaba era él, no ella.
Todos esos relatos comparten una inhumanidad que también desprende la novela de Mas, y que tan bien reprodujo la neoyorquina Nellie Bly en su imprescindible Diez días en un manicomio, incluido en La vuelta al mundo en 72 días y otros escritos (Capitán Swing). La periodista, primera reportera gonzo de la historia, esto es, sus investigaciones consistían en vivir aquello que se disponía a contar, se hizo internar en un psiquiátrico y relató todos los abusos que allí se producían. Lo curioso es que, cuando quiso salir, cuando dijo que todo había sido una pantomima y que solo estaba reuniendo material para un artículo en primera persona, no la creyeron, y tuvo que ir su jefe a sacarla. ¿Cómo iba a ser ella periodista? ¿Cómo iba a escribir para un periódico una mujer en pleno siglo XIX?
“El lugar para todas las mujeres en aquella sociedad era el hogar. Las mujeres eran primero niñas y luego esposas, pero nunca llegaban a ser simplemente mujeres. Mi investigación me hizo comprender que, a principios del siglo XIX, la estructura patriarcal que controlaba la sociedad tenía totalmente sometidos el cuerpo y la psique de las mujeres”, dice Mas. Y señala a continuación un ejemplo de una interna real. “Una mujer quiso tomar clases de cocina”, dice. “Le pidió permiso a su marido para asistir a una escuela y él la internó en La Salpêtrière porque eran inaudito que ella quisiera aprender algo”, añade. Suena terrorífico porque lo era. “Las mujeres vivían por completo sometidas en aquel entonces”, dice. Y es un entonces no tan lejano. “Había quienes lo consideraban un refugio, un muro que las separaba de la violencia que se practicaba contra ellas fuera”, añade.
La prostituta como enferma
“El espiritismo se expandió rápidamente por los salones franceses de la época. Fue una práctica o una doctrina muy apreciada por personalidades tan ilustres como Víctor Hugo, que organizaba sesiones en su casa y que se granjeó la enemistad de la Iglesia. Para mí fue muy interesante introducir el tema del espiritismo en la novela, porque me permitía confrontar esa disciplina con otro de los grandes movimientos de la época: el cientificismo”, explica la propia Mas. Eugénie es, por supuesto, internada al instante por su padre. En la Salpêtrière la esperan Geneviève, la supervisora de la unidad de histéricas —que podrá, gracias a Eugénie, hablar con su hermana muerta—, Louise, una adolescente que sufre ataques de pánico, y Thérèse, una prostituta que lleva 20 años ingresada y es una especie de una madre para todas.
Porque, sí, la Salpêtrière tenía un módulo especial para las prostitutas, también consideradas mujeres enfermas. “El lugar para todas las mujeres en aquella sociedad era el hogar. Las mujeres eran primero niñas y luego esposas, pero nunca llegaban a ser simplemente mujeres. Mi investigación me hizo comprender que, a principios del siglo XIX, la estructura patriarcal que controlaba la sociedad tenía totalmente sometidos el cuerpo y la psique de las mujeres”, dice Mas. Y señala a continuación un ejemplo de una interna real. “Una mujer quiso tomar clases de cocina”, dice. “Le pidió permiso a su marido para asistir a una escuela y él la internó en la Salpêtrière porque eran inaudito que ella quisiera aprender algo”, añade. Suena terrorífico porque lo era. “Las mujeres vivían por completo sometidas en aquel entonces”, dice. Y es un entonces no tan lejano. “Había quienes lo consideraban un refugio, un muro que las separaba de la violencia que se practicaba contra ellas fuera”, añade. Como es el caso de Thérèse.
No es, asegura Mas, una novela feminista. O, más bien, no solo es eso. Rehúye la escritora cualquier tipo de etiqueta por miedo a que haya quien haga empequeñecer la historia, y con ella, la parte de la Historia, con mayúsculas, que contiene. “Yo he querido contar la historia de unas mujeres que sufrieron. Esas mujeres son nuestro pasado, nuestra herencia, y no debemos olvidar de dónde venimos”, dice la autora que no acaba de criminalizar el día el famoso baile de las locas que da título a la novela. Y no lo hace porque, dice, “era el único día del año en que se permitía que las internas disfrutaran un poco”. Ha leído informes, asegura, que demuestran que, la semana antes del baile, “las pacientes estaban más tranquilas”. “La perspectiva de un día de diversión las hacía felices y la prensa de la época recoge el ambiente feliz que se respiraba pero también es cierto que la burguesía iba a verlas hacer el ridículo”, dice. Una última curiosidad. Fue en un box de urgencias de ese mismo hospital donde murió Diana de Gales. Porque hoy se pretende un hospital corriente, pero nunca lo será.
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