Diario de la artista seriamente enferma
Sara Stridsberg elabora un delirio literario fragmentario, extravagante e inusitado para recrear la vida de Valerie Solanas, la mujer que disparó a Andy Warhol en 1968
A la manera como Marcel Schwob inventó sus Vidas imaginarias, fantaseando biografías de personajes reales, convencido de que “el arte de un biógrafo radica en atribuirle tanto valor a la vida de un pobre actor como a la vida de Shakespeare”; mitificando figuras marginales atormentadas por sus mundos interiores al mudar la perspectiva, como hizo DeLillo en Libra deteniéndose en el desdichado asesino Oswald e ignorando a su insigne víctima Kennedy; proyectándose en su propia obra como instancia narrativa que convive con la protagonista, como hizo Cindy Sherman en infinidad de fotografías como las de Imitation of Life, así la feminista y dramaturga sueca Stridsberg cautivó a miles de lectores en 2006 iluminando la oscura vida de la brillante infeliz Valerie Solanas, la mujer que escribió el Manifiesto SCUM, que probó las mieles del mundo en The Factory, pero acabó disparándole a Warhol porque fue mariposa de volar sola y no de alfiler de solapa.
Fue tan efímera su fama como dolorosa su vida; pudo acabar serigrafiada como Marilyn o Jackie por el mago del pop art, pero prefirió conformarse con las páginas displicentes que le dedica en POPism recordándola como una fanática feminista que le llevó un guion llamado Up Your Ass, y con una vida errática de prostitución y de fracaso por la que arrastra una mente perturbada que pretende ser hasta la obsesión la de una escritora y no acaba siendo sino la que aloja la “estúpida locura” a la que se refiere Lou Reed en la canción I Believe con la que inmortalizó el intento de asesinato de su amigo del alma. Acosada por su padre, proscrita de su propia infancia, beatnik a destiempo, hippy forzosa y enferma de misandria, Solanas jamás llegó a ser la enana a hombros del gigante; fue convirtiéndose en una enfant terrible de tres al cuarto, en una mujer desquiciada por su suerte adversa y aciaga y su enfermizo ego artístico, en el juguete roto que interpretó Lili Taylor en I Shot Andy Warhol (1996), en un ser degradado y condenado a la ignominia que arrastra su orgullo por frenopáticos —decía Rebecca West que “solo una parte de nosotros está cuerda y ama el placer; la otra mitad ama el dolor y su noche más oscura, la desesperación”— y que murió solo en una habitación propia que en realidad era una habitación de hotelucho del extrarradio de San Francisco repleta de papeles sobre el escritorio, un colchón infecto apestando a orines y luces de neón celebrando la sordidez. “Me imagino borradores y manuscritos esparcidos, una soledad de desierto. Me imagino que estoy ahí, con Valerie”. Y así arranca este retrato ficcional compuesto como si de un espejo roto se tratara, fragmentado hasta hacerse añicos tal vez como metáfora de la vida rota de su protagonista, compuesto al arrimo de cuantos géneros y técnicas pueda el lector imaginar, de la novela epistolar al monólogo lírico, y un morboso y seductor ejercicio de empatía con la iconoclasta protagonista enseñoreándose de un relato que se gusta cuando enfrenta idílicos instantes líricos —olas azotando la orilla y olor a salitre, y rosas silvestres y estrellas muertas en el cielo nocturno y nubes enredadas en los árboles, pecios de la adolescencia— con brutales pasajes descarnados cuya obscenidad se lee como se traga una pócima.
La vida de la frustrada homicida del divo Warhol vale su peso en oro, pero la técnica empleada por Stridsberg, fragmentaria, heteróclita hasta el grado sumo, la convierte en un delirio literario tan extravagante como inusitado. Desde el arranque del texto están presentes las perversas técnicas de la non fiction novel de Capote, y A sangra fría es el modelo básico por lo morboso del caso elegido y el modo en que el narrador escudriña los pormenores psicológicos y arma el rompecabezas acariciando cada una de las piezas porque ninguna es menor si se trata de ver una imagen bien nítida al final, pero existe una provocadora alquimia textual que remite al desorden entrópico y pynchoniano de Foster Wallace. Piensa este lector que resulta inevitable traer a colación a Cixous por la estrecha relación entre escritura y género que comparte con Stridsberg, y se anima a anotar el nombre de Annie Ernaux por la intensidad del dramatismo de la novela que tiene entre manos y porque la voluntad de la autora escandinava inventándose la escandalosa e infortunada vida real de Solanas también es la de la suspensión del juicio moral. El lenguaje cáustico y provocativo de Valerie a lo largo de buena parte de la novela trae a la memoria el estilo pendenciero del Bukowski de Escritos de un viejo indecente, que disfrutaría de las respuestas de la protagonista, whisky en mano, en los interrogatorios psiquiátricos y judiciales en los que fantasía, crudeza y psicoanálisis crean juntos un clima deprimente que resulta paradójicamente adictivo porque Stridsberg escribe aquí llevada en volandas por una clarividencia poco común. Y el absurdo de Beckett en diálogos esperpénticos, y aquella febril prosa lírica abrazada al lenguaje soez de esas páginas procaces envueltas en poesía de Trópico de cáncer y de la trilogía The Rosy Crucifixion de Henry Miller, que publicó The Olympia Press, la editorial de Girodias que iba a editar a Valerie, o las que escribe Anaïs Nin en sus Diarios.
Y un diario es lo que es en realidad La facultad de sueños; un diario polifónico, teatralizado y delirante, además de la denuncia del mundo inmundo del patriarcado y de la aversión general hacia todo individuo libérrimo cuya condición representa una amenaza que para Stridsberg constituye en cierto modo una bendición.
LA FACULTAD DE SUEÑOS
Autora: Sara Stridsberg.
Traducción: Carmen Montes.
Editorial: Nórdica, 2020.
Formato: tapa blanda (348 páginas, 22,50 euros).
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