Esperando la mano de nieve
José Bergamín era el desasosiego y la burla hechas fuego, un indiscutible problema para la gazmoña banda franquista, que le forzó a exilarse varias veces en su larga vida
Observo ante mí, apoyada en la mesa, una veloz caricatura de José Bergamín, dibujada a carboncillo por el pintor José Caballero. El poeta, ensayista, autor de aforismos y escritor de teatro, que ya sale muy joven en el famoso cuadro de Gutiérrez Solana La Tertulia de Pombo junto a los de su cuadrilla —la Generación del 27—, tiene aquí un aire que le hace más justicia. Es cierto que no era un hombre guapo, sino más bien rechupado, y tenía una expresión vivacísima, suave y solar unas veces, y otras más esquivo que una lagartija. Constituía ya un raro ejemplo de intelectual libre y hombre de pasiones espirituales, un difícil creyente que se alineó con la República.
Pepe era el desasosiego y la burla hechas fuego. Un indiscutible problema para la gazmoña banda franquista, que le forzó a exilarse varias veces en su larga vida. Fundó y dirigió la influyente revista Cruz y Raya en 1933, y luego pasó media vida entre Latinoamérica y París, donde André Malraux fue su entregado admirador. Nunca fue posible ignorarle, porque ya desde su primer libro de aforismos, El cohete y la estrella, dejó sin aliento al mismísimo Juan Ramón Jiménez, poco entusiasta del talento ajeno, quien no pudo resistirse a una inteligencia tan certera. Tan honda y tan festiva. “Si la música dijera la verdad mentiría”, dejó escrito. Y remachó, años después, en otro libro de aforismos: “La música nos engaña siempre porque no puede cumplir una palabra que no tiene”. Cuesta elegir entre estos dos primos hermanos.
Decía antes que ese retrato suyo en el templo favorecía más al trasgo que nunca se dejó atrapar por la falsa seriedad o por la rimbombante mojigatería. Sí, porque le vemos delante de un templo griego en cuyo frontón se puede leer “Altar de Bérgamo”, y bajo sus pies desnudos, su apodo, Pepito Fidias. Lleva una túnica, y le corona una diadema de laurel mientras sostiene la lira. Está de perfil, porque no hay artista que desaproveche un perfil como el suyo: cejas alzadas, cuello de gallo de pelea y una imponente nariz que sabía distinguir “lo bueno de lo malo bueno”. Antes de ponerme a pensar qué voy a decir o escribir cualquier día, le echo a Bergamín una miradita para quitarme de una vez, y hasta la próxima, “las musarañas del pensamiento”. Así honro su misterio y su coraje.
El día en que le conocí, él andaría por los 80 y yo por los 20. Iba a recoger un ejemplar de Sábado Gráfico en el que Pepe colaboraba con el mismo entusiasmo que gastaba hasta para peinarse: una melena fuerte, imbatible, pero ordenada secamente hacia atrás; no se le movía un pelo. Corría 1978 y se había organizado un gran barullo porque aquel artículo, titulado La confusión reinante, echaba chispas. La fiscalía se querelló contra el director de la revista, Eugenio Suarez, y Bergamín dejó de colaborar con el semanario un año más tarde. Los poderes infáusticos quisieron antes mandarle una nochecita entre rejas. Pero la patochada infame no progresó. Yo me lo encontré, sentada allí, en el rellano de la revista, y aunque le había conocido muy de niña en México, me impresionó su pulcritud y la sonrisa felina que me lanzó. “Nos vamos, yo ya te había visto antes…”, dijo, y me dio un empujoncito. Con un impoluto kaiku vasco de paño azul marino, un pañuelo escueto de pálida seda al cuello y pantalones sin una arruga —para “compensar las de la cara”, decía—, me arrastró a una tabernita donde comimos con su amigo Arturo Soria, hijo del ingeniero que trazó la Ciudad Lineal y del mismo nombre que su padre. Nos cogimos una papalina, los tres, y acabamos bailando en su casa.
Así empezó una amistad que duró casi hasta su muerte, rondándole ya, pero a la que no permitió malos gestos. Y así también me inundó de libros suyos o de otros, y de una máxima que he seguido siempre. Me decía: “Oye, María Chucena, primero leer y, después de un tiempo, a escribir”. Al caer la noche en su terraza de la Plaza de Oriente, con ese fino oído de tanguista, canturreaba: “Los dos estamos soñando / Pero tú te estas durmiendo / y yo me estoy despertando”. Estas coplas pertenecen a un libro que tituló alegremente Canto rodado. Pepe no paraba en sus batallas. Siempre ocurría lo mismo: llamaban a la puerta de su buhardilla luminosa y escueta, y llegaban chicos que venían a asilarse por problemas políticos. El escritor, republicano y católico, atendía a todos. No sin antes advertir a algunos: “Yo con los comunistas, hasta la muerte, pero ni un paso más”.
Afortunadamente Bergamín, seductor incansable, dio toda su vida con buenos amigos y editores, con lectores ávidos. Podía conmoverte sin echar nunca mano de emociones falsificadas y pelearse contigo por un endemoniado capricho, por un sueño. Te examinaba, te daba la vuelta al discursito y aparecía un dolorido creyente; implacable consigo mismo también, si hacía falta. De Apartada orilla (1971-1972), precioso y muy serio libro de poesía, publicado por su imprescindible y querido Manolo Arroyo en la colección Beltenebros de Turner, que tengo la suerte de sostener ahora en las manos, me regaló uno los de 50 ejemplares de una tirada de 1.055. Yo tengo el número nueve y me lo dedicó con versos al paso y dibujitos endemoniados. Es un libro de tapas color albaricoque, ya un poco desvanecido, que diseñó Diego Lara. De él subrayo estas líneas:
No quiero, cuando me muera,
nada con el otro mundo:
quiero quedarme en la tierra.
Quedarme sólo en la tierra
sin paraíso ni infierno
ni purgatorio siquiera.
Quedarme como se quedan,
sobre el suelo humedecido
del bosque, las hojas muertas
José Bergamín murió casi centenario. Está enterrado en un pequeño cementerio de Hondarribia. Su último libro de poesías lo llamó Esperando la mano de nieve y pudo verlo publicado. Cuando decidí incluir algunos versos aquí, no los elegí entre ellos. Me entristecen demasiado, y yo quería algo más terrenal. Su última jugada conmigo fue una señal clara, de esas que nunca desatiendes. Fue el 10 de enero. Miré por la ventana y toda la calle estaba cubierta de nieve limpia y sin tocar. Madrid estaba atónito, atento, helado. ¿Era a este peregrino eterno a quien todo el mundo atendía? Pues claro. Pepe siempre se saldrá con la suya.
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