Hiela sobre la pandemia
La relectura de ‘Orlando’ me alivió bastante el blanquísimo muermo de la nevada
1. Hielo
Podría escribirse, con leves modificaciones, dentro de medio siglo: “La gran helada fue, los historiadores lo dicen, la más severa que ha afligido estas islas. Los pájaros se helaban en el aire y se venían al suelo como piedras”. Sustitúyase isla por “península” y podríamos estar leyendo una crónica de los espectaculares meteoros con los que se inició, con no muy buen pie, el ya lejano 2021, tan repleto de asombrosos acontecimientos como recordarán sin duda mis más longevos lectores. Pero regresando a nuestra también nívea, pero menos apasionante, realidad pandémica, la frase entrecomillada la pueden encontrar en el Orlando (1928) de Virginia Woolf según la polémica traducción que hizo Borges (1937) por encargo de Victoria Ocampo, y que yo conservo en una vieja edición de Sudamericana (ahora está en el catálogo de Lumen). He vuelto a leer el falso biopic de Orlando —el noble elisabetiano andrógino que vivió 400 años— estos últimos días, cuando la nieve, como una nueva y heladora pandemia, volvía a encerrarnos en las casas y se hacía preciso entretener a la ociosa imaginación para que el ánimo apesadumbrado no se deslizara por la pendiente del desconsuelo y de los pensamientos nefastos, cual icor que supura una úlcera maligna. La novela de Virginia, convertida a partir de los años ochenta del siglo pasado en piedra de toque de la crítica queer y de cualquier currículo de estudios transgénero que se precie, no ha perdido nada de ese atractivo (a pesar de la pedantería de su “biógrafo” narrador) que ha hecho de ella la más popular de las obras de la gran novelista modernista y, sin duda, su mayor fuente de derechos de autor en vida. Uno comprende por qué —y gracias a la traducción de Borges— Orlando fue leída con sumo interés en América Latina, donde el realismo fantástico ha sido una de las corrientes hegemónicas de la novela en la segunda mitad del siglo XX. La película Orlando (1993), de Sally Potter (con Tilda Swinton como Orlando y Quentin Crisp como Isabel I), conserva aggiornato el espíritu de la novela, que algunos siguen leyendo como un largo y apasionado homenaje a Vita Sackville-West, amiga y amante de Virginia, y de la que la primera edición original incluía unas fotos privadas disfrazada de “Orlando”. Y, sí, su relectura me alivió bastante el blanquísimo muermo de la nevada.
2. Poemas
Desde mucho antes de que Brecht profetizara que también se cantaría en y sobre los “tiempos sombríos”, o de que Adorno se preguntara si sería posible escribir después de Auschwitz, los poetas (¿es necesario escribir también el artículo en femenino plural?) no han cesado de hacerlo, y quizás con más intensidad que en tiempos pastorales (si es que alguna vez) y luminosos. También en la pandemia, como demuestra la muy variada antología A poema abierto (Universidad de Salamanca), seleccionada, coordinada y lúcidamente prologada por la también poeta (y buena conocedora de las corrientes poéticas hispánicas desde finales del siglo XX) Amalia Iglesias. De los 159 poetas antologados, la inmensa mayoría envió un poema inédito o expresamente compuesto para esta recopilación, y el resto prefirió enviar un poema que, aunque publicado, consideraba apropiado para ser incluido en el libro, lo que da una muestra incompleta, pero representativa, de puntos de vista, y que, en palabras de su editora, constituyen otras tantas respuestas a la pregunta ¿para qué poetas en tiempos de pandemia? De tiempos sombríos proviene también el que para mí ha sido un (imperdonable) descubrimiento tardío: el Poema del soldado (Bartleby Ediciones), de Angelina Gatell (1926-2017), un poemario que obtuvo el Premio Valencia en 1954 y en el que resuena —en el obligado silencio de la época en que fue concebido— el canto interrogativo, sensible y herido de una poeta (y traductora, guionista y actriz) que supo interpretar y dar voz, siquiera oblicua, a lo que no convenía ser dicho. Diez años después de Nada, la estupenda novela de Carmen Laforet (recomiendo vivamente la excelente edición de José Teruel en Cátedra), el Poema del soldado constituyó un nuevo esfuerzo literario en la reconstrucción de la memoria y la sensibilidad anestesiadas por la posguerra.
3. Editores
Según la Agencia del ISBN —monopolio de la Federación de Gremios de Editores de España (FGEE)— se han vendido más licencias de ISBN (el carnet de identidad de cada libro) que nunca, lo que habla muy a las claras del optimismo de los editores para el futuro. Nadie se queja (demasiado), lo que es bastante sintomático. En todo caso no todo el monte es orégano. En la propia FGEE hay —o habrá— movimientos. La compra de Santillana España por Sanoma, el gran grupo finlandés, ha provocado cierto desconcierto acerca del futuro institucional de mi apreciado Miguel Barrero —actual presidente de la FGEE—, cuyo departamento en Santillana ha sido desmantelado con obstinación escandinava. Hasta la fecha, y según una regla no escrita, la presidencia del sindicato de los editores la ocupa generalmente alguien en la órbita de los grupos Santillana o Planeta, dos de los tres grandes. Si Barrero no siguiera en Santillana, habría que buscar a otro, y Patrici Tixis, actual vicepresidente de la FGEE, presidente del Gremi d’Editors de Catalunya y director de comunicación corporativa de Planeta, tiene todas las papeletas. O, quizás, y para variar, se proponga a alguien de Penguin Random House, cuya CEO en España (qué lástima que no quepa llamarla “CEA”, sería más inclusivo) es mi admirada y discreta Núria Cabutí, que, además de consejera delegada de su empresa, es vocal de la junta directiva de la FGEE. Sería la primera vez que una mujer llegara a la presidencia de un gremio tan macho (por arriba) y, a la vez, tan feminizado (por todas las demás partes).
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