Luis Ortega, cineasta: “Baja mucho la potencia poética cuando una película se vuelve un discurso narrativo y político”
El director argentino recibió numerosos rechazos por el guión de ‘El Jockey’, una película que es un ejercicio de libertad, palabra que ha vuelto, por otras razones, al centro de la conversación en el país sudamericano
Cuando antes de dormir reza con un ortodoxo padre nuestro, Luis Ortega (Buenos Aires, 44 años) piensa en las personas que ama y en las que odia. En ese grupo aparece un subgrupo: los que rechazaron su proyecto de película El Jockey. En su estimación fue el 95% de los recibieron el guión, incluido los que apoyaron su última y muy taquillera El Ángel (2018), que llegó casi al millón y medio de espectadores en Argentina. El director agradeció el no rotundo, sin ambigüedades, de la plataforma Netflix: les interesaban solamente —cuenta— proyectos de alto impacto comercial.
— El rechazo —el romántico, el profesional— genera mucho rencor. Como cuando te deja una novia y durante seis meses no te podés ni parar en la cama, pero al final decís que deberías agradecerle por el enorme favor de haberte dejado solo. En mi caso, armé una productora con Esteban Perroud y Rodolfo Palacios [eldespacho] y para El Jockey nos asociamos con Rei cine para juntar los fondos que necesitábamos [el presupuesto final rondó los tres millones de dólares].
Pregunta. ¿Qué revisiones hizo después de esas devoluciones y rechazos?
Respuesta. Algunas cosas demasiado inaccesibles que tiene la esencia de la película. Como decía [el director Stanley] Kubrick: lamentablemente necesitamos una historia. Aunque tu vida no sea una historia y tu experiencia no sea una historia, para hacer cine la necesitamos.
Ortega la encontró en dos situaciones aparentemente inconexas. Una noche vio a un desconocido, Maxi, un ruso de Sebastopol, vestido de hombre y mujer con una cartera, unas Crocs en un pie, zapatos de taco alto en otro y medallas y pins colgados. Deambulaba por la ciudad de Buenos Aires y empezó a seguir a ese príncipe vestido de mujer, incluso cuando entraba a pesarse a las farmacias. “Peso cero en todas las balanzas. No existo, pero me están siguiendo”, le dijo. Ortega le preguntó si le gustaría actuar. “Es un trabajo muy estúpido”.
Un día más tarde el director visitó con un amigo el hipódromo de Palermo. En la observación de jockeys y jocketas, cuerpos bajos de menos de 50 kilos y vestidos con colores estridentes, imaginó la película. Después de caerse de su caballo, el jockey de ficción queda internado en un hospital, escapa con un tapado de piel y de a poco se asume como mujer, mientras se pregunta, sin hacerlo deliberadamente, quién es.
Hasta la década de 1950, cuando fueron desplazadas por el fútbol y el boxeo, las carreras de caballo eran el más popular de los espectáculos deportivos de Argentina y los jockeys receptores de cariño y devoción. Ortega, con un desinterés explícito para las biopics, no eligió a ninguno de ellos para contar una vida, ni el turf, ni Argentina. En El jockey, encarnado en Nahuel Pérez Biscayart y en pareja con la jocketa Ursula Corberó, busca sutil e incómodamente otros temas en un ejercicio pleno de libertad, una palabra que ha vuelto, por otras razones, al centro de la conversación del país.
— Hay una presión muy fuerte por la identidad, y no sé qué da más miedo: si tener una identidad o no tenerla. Porque la identidad viene a ocupar el espacio vacío que somos, y tal vez esa sea una especie de invasión o de posesión. No sé si me da más miedo esa idea de no saber quién soy, o la posibilidad de que uno en realidad no sea nadie en particular. Me pasa a mí, pasa en El Jockey.
A los 19 años el director cargaba con esa pregunta y encontró, también en la calle, también con un marginal, la idea de su primera película: Caja Negra.
-Llevaba cuatro meses en la Universidad del Cine y cuando salgo veo pasar al que terminó siendo el actor principal de mi primera película [Eduardo Couget]. Se sentó en un banco, me senté al lado de él, empecé a hablar y le dije: “Me gustaría hacer una película juntos, mi novia [Dolores Fonzi] es actriz”.
Filmada por el propio Ortega en un formato de video digital de baja resolución, el protagonista sale agobiado de la cárcel, se instala en una pensión del Ejército de Salvación, pide limosna en los semáforos y parece imposibilitado de tener una relación con su hija, representada por Fonzi.
-Hubo una intuición de acercar la película a una cosa vital e inabordable. Yo quería contar la relación con mi padre, íntimamente. Por supuesto nunca lo explicité.
Ramón Palito Ortega fue uno de los músicos argentinos más populares del siglo XX. También actor, productor y director de cine, luego de un breve tiempo de residencia en Miami en la década de 1980 tuvo una incursión de una década en la política: fue gobernador de la norteña provincia de Tucumán, senador nacional y candidato a vicepresidente del peronismo en 1999.
P. ¿Por qué lo que más le interesa de su padre son sus orígenes?
R. Hace poco acepté escribir un proyecto de [el cantante Carlos] Gardel porque necesitaba el trabajo. Me interesa su vida antes de ser famoso, hasta sus 25 años: un chico de la calle cambiando identidad porque lo detenían todo el tiempo. En el caso de mi viejo, me pasa lo mismo. A los 10 años trabajaba en un cementerio, tenía que limpiar las tumbas y sacar los restos óseos de la gente que ya no iba a visitar a sus familiares. La experiencia de lustrabotas, de vender café, de dormir en la calle. Después ya no me interesa tanto y es de público conocimiento.
P. Lo llamó Luis por el actor Sandrini.
R. Hace unos días en un asado contó que lustraba zapatos en la puerta del cine del pueblo más cercano de donde vivía y que juntaba unas monedas y entraba a ver las películas de Sandrini. Terminó dirigiéndolo en la última película en la que actuó [¡Qué linda es mi familia!, 1980]. Hizo la última toma, él fue a hacer el contraplano y escuchó el último suspiro. Yo me iba a llamar a Agustín, pero como nací unos días después de la muerte de Sandrini me llamaron Luis.
P. En una entrevista que le hizo Julieta [su hermana actriz] ella contó que usted filmaba a la familia durmiendo y haciendo caca.
R. Eso era con mi novia. Yo filmaba todo. En realidad, yo crecí en Miami y a los 11 años, cuando llegué, sin escala a Tucumán dije: “Acá está la cosa”. Fue como si hubiese nacido ahí. Me entendía perfecto con el entorno, con el paisaje, con la gente.
P. En Tucumán usted era, además, el hijo del gobernador. ¿Cómo lo llevaba?
R. Tenía tanta energía y ansias de conectar con la gente que quizás eso lo facilitó un poco. Podía caminar al lado de esa gente y escucharla de igual a igual, aunque eso que vos decís, debería separar. Debe ser algo que tiene que ver con mis raíces, con las raíces de mi viejo. Vivíamos en una casa al pie del cerro San Javier y atrás pasaba el río Muerto, porque no tenía agua. Desfilaban todo tipo de personajes. Había uno que le decían el viejo Batata. Cuando volvía del colegio le compraba un vino y él me mostraba los huevos [testículos]. Tenía una hernia y le llegaba hasta la rodilla.
P. En El Jockey aparece, como personaje, alguien calcado al célebre policía Mario El Malevo Ferreyra. ¿En ese momento vio la dimensión del personaje?
R. El Malevo estaba detenido porque había matado tres pibes y les había puesto un arma en la mano para plantar un enfrentamiento que no había existido. Se escapó con una granada en mano y le juró la muerte a mi viejo. Se terminó suicidando en vivo en Crónica TV. En El Jockey me propuse ponerme al día con mi niñez, quedaron muchas cosas sin poner en escena. Para mí hacer películas es más eso que una representación, una exteriorización de una narrativa en particular. Creo que estamos todos conectados. Yo confío en eso, que es una confianza ciega, y va a hacer eco en el espectador. Yo trato de conectar con esa fuerza inaccesible al discurso. Por eso en El Jockey no se termina armando un discurso, porque no está alimentada de eso, no tiene un mensaje.
P. Cuando Pérez Biscayart recibió el premio Horizontes Latinos del Festival de San Sebastián hizo una referencia al gobierno de Javier Milei: “Se creen muy pillos, se creen militantes de la libertad, pero detrás del autoengaño y el odio que profesan no hay libertad, solo una profunda soledad”. Usted, en general, no se expide sobre temas políticos actuales, ¿pero cómo es su relación con el peronismo?
R. Yo evito echar leña al fuego porque me parece que hay algo que contribuye a la confusión general y que básicamente es: o estás con esto o estás con esto y no hay otra. Eso baja el nivel de la conversación y es como hablar de fútbol. No quiero tener ningún discurso político, me parece que hay cosas evidentes en la película y una sensibilidad con determinados personajes que no hace falta que yo levante una pancarta. Baja mucho la potencia poética cuando se vuelve un discurso narrativo y político tan preciso. Tengo mucha simpatía por el periodo del ‘45 [el año fundacional del peronismo], previo al bombardeo a la plaza [de Mayo, en junio de 1955, previo al golpe contra Juan Domingo Perón]. Me parece que la gente no llega a entender la transformación que esos dos gobiernos produjeron. No llega a entender que un capataz o una persona que está disminuida a la miseria absoluta, de repente haya tenido posibilidad de tener su casa, su autito, sus vacaciones, un respiro a su vida que le diera espacio para indagar en cosas que hoy sólo están reservadas para los que estamos en una situación más cómoda. Me parece que la gente que odia el peronismo no está viendo lo que ese periodo corto produjo en la sociedad. Yo tengo una empatía con ese periodo y la sostengo. No se refleja en mi voto porque yo no voto.
P. ¿Por qué no vota?
R. Voto si es un caso muy extremo, pero no lo hago de manera convencida. Lo hago como lo poco que puede significar un solo voto para evitar una catástrofe mayor, pero no porque crea en la otra opción como algo benigno.
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A los 17 años, Ortega tomó la decisión de enloquecer. Vivía en un monoambiente con su novia.
— Mientras ponía un disco de Lou Reed —a quien escuchaba mucho— me pregunté: ‘¿Estoy dispuesto a hacer lo que haga falta para hacer contacto con algo verdadero? ¿Estoy dispuesto a enloquecer? Sí'. Fue algo muy íntimo y nada dramático. Mientras escribía veía que las cosas se movían. Con la cámara VHS filmaba todo. Todavía no me animé a digitalizarlo. Hay fantasmas que la cámara capta y otros que no.
Entre sus 20 y 27 años la vida se le hizo insoportable y prefiere olvidar —o que no se vean— las películas que corresponden a ese período: Monobloc, Los santos sucios y Verano maldito.
P. ¿Qué pasó en ese tiempo?
R. La realidad se había transformado en un teatro tan sólido por un consenso general, que cualquiera que dudara de eso estaba aislado, estaba al margen y no encontraba con quien dialogar sobre eso. No es que no pudiera mantener una conversación, no podía estar.
P. ¿Qué hacía?
R. Tomaba pastillas para matar esos síntomas que no van de la mano con una conversación convencional, con un almuerzo o con cualquier situación social. Nunca lo hice público. Era desnudarse para poder unirse desde una fragilidad humana que es lo único que estoy seguro que tenemos en común.
En 2015, una miniserie para la televisión abierta, Historia de un Clan, le dio a Ortega lo que desconocía hasta entonces: un público masivo. Le dio, también, el dinero para comprarse el sillón Chesterton en el que estuvo sentado durante las dos largas conversaciones con EL PAÍS y para arreglar su ex casa, donde funciona la productora en Parque Centenario, en el centro geográfico de la ciudad.
La serie cuenta la historia de los Puccio, cuyo pater familias, Arquímides, lideraba una banda criminal dedicada a los hacer secuestros extorsivos. Alojaba a los secuestrados en el sótano de su casa antes de matarlos.
- [Mi hermano, el productor] Sebastián tuvo la generosidad de llamarme para dirigir, y me dijo: ‘Vos hacé lo que quieras, pero contame el cuento’. Él fue el primero que me amigó con esa idea que para mí era un pecado, rebajarse. Pero yo no había logrado comunicar, hacer contacto con un público más amplio. A mí me interesa llegar a un público más amplio. De hecho, cuando pienso en El Jockey, no creo que sea para entendidos ni para cinéfilos. Las referencias cinéfilas deberían honrarme, pero no me gustan. La limitan, se concentran en la estilización. No soy un intelectual, no es mi palo.
P: ¿En Historia de un clan hubo una intención de humanizar una familia supuestamente monstruosa?
R: Yo traté de entender lo que podía llegar a pasar en esa casa. Era una obligación pasar de esa caricatura del demonio que era Arquímedes y los hijos, a tratar de conocerlos un poco más. Llegué a la conclusión de que la plata fue la primera motivación, pero no la única. Pensé que una vez que ellos matan al secuestrado la casa se deprime. No hay libido sexual y empieza a haber discordia. Arquímedes necesitaba el fantasma en la casa para incluso poder tener relaciones sexuales con la mujer, para sentirse vivo. El fantasma en el sótano despertaba un espíritu más optimista y más atractivo.
P. ¿Hay algo autobiográfico de la vida familiar que recuerda a su familia?
R. Sería muy jugoso decir que sí, pero no. Uno sólo conoce a su familia. A mí siempre me hizo gracia que mi viejo le dice mami a mi mamá [la actriz Evangelina Salazar] y ella le dice papi. No lo interpreto. Se dicen así y eso se los puse en boca de ellos. Esta familia era mucho más interesante, tengo que decirlo. Mi familia es bastante parecida a cualquier otra.
P. El Ángel, inspirada en la vida del asesino serial de la década de 1970 Angel Robledo Puch, fue presentado como una biopic, un género que usted abomina. ¿Cuáles son las razones de ese rechazo?
R. Si querés encontrar el tesoro, tenés que ser un minero. Ponés dinamita, hacés agujeros, tenés que caerte en el agujero, morirte, correr todos esos riesgos. En el caso de El Ángel no existe una entrevista a Robledo Puch en fílmico. Es todo gráfica y lo que escribieron los periodistas. ¿Qué sabes qué pasó ahí? En un personaje cómo él, me parece factible que haya inventado al menos la mitad de las cosas, que haya sido una medalla para su soledad adjudicarse ciertos crímenes que no cometió. Seguro algunos cometió, pero no puedo saberlo con certeza. Tampoco descarto que la policía en ese momento le haya puesto otros crímenes para resolverlos. Usé lo de la biopic para conseguir el dinero, para que se piense que es la vida de Robledo Puch. Pero no es eso la película, es una ficción total.
P. ¿Cómo hizo entonces para dirigir dos episodios de una de las temporadas de Narcos que transcurre en México?
R. Como no había visto la serie, le pagué a una amiga para que me contara en dos carillas de qué se trataba y quiénes eran los personajes. Acababa de tener un hijo y no tenía ahorros. Me dije: ‘Busco la plata y me voy’. Sabía que no tenía chance de meter una pincelada. De hecho, cada cosa que propuse fue no: cuando la propuse en el guión, en el set, en el montaje. Si me dejaban hacer algo distinto en el rodaje, en el montaje lo sacaban. No vi el programa porque sabía que me iba a amargar. Pero me pagaron como nunca en mi vida: en un mes, lo mismo que por una película. Mi entrega para hacer una película es absoluta y puede llevar cuatro o cinco años. Mi entrega en esa serie, que es nula porque no es bienvenida, en un mes me soluciona un montón de problemas económicos.
Mientras continúa con la gira internacional de El Jockey, Ortega trabaja en los últimos detalles de la edición de Siempre es de noche.
-Dura 55 minutos y no califica como largometraje por cinco minutos. Todos me quieren matar, pero es lo que dura y no le voy a agregar trucos, como ponerle un fondo negro adelante. Yo estoy cortando clavos para que no se note que no soy muy bueno. No es falsa modestia: a mí me cuesta la vida que una escena quede bien. Siempre es de noche está ligada a un momento oscuro en mi vida, que es cuando me separé de la madre de mi hijo y estaba muy angustiado. Me dormía y era de noche y cuando me despertaba, también.
En las más biográfica de una obra autobiográfica —la de Ortega—, el protagonista es Matías Fernández Burzaco, el periodista, rapero y escritor que tiene fibromatosis hialina juvenil, una enfermedad muy infrecuente con 60 casos en el mundo que lo obliga a moverse en silla de ruedas y dormir con un respirador. En la ficción es un escritor en crisis con su novia.
—Me gustaría saber qué se siente, lo que vos sentís cuando escribís— le dice ella.
—A mí me gustaría saber lo que se siente vivir— contesta el escritor.
En medio de la debacle tienen un hijo juntos y el desencuentro se vuelve constante. Un día —o una noche— llega el afilador de cuchillos sin rostro, se enamora de ella y él cree que es la muerte que lo ha venido a buscar.
Ortega se impuso hacer una película con cámara fija, en donde siempre es de noche y sin pedir plata, aunque terminó pidiendo. La película se filmó en su casa. Se despertaba y tenía a un iluminador colgando un farol arriba de su cabeza. “Un día llegué a la noche y vi que la casa estaba llena de trípodes, la cámara, cables, y dije: esta es mi familia”, cuenta. “Eran todos objetos inanimados y acababa de perder la posibilidad supuestamente de formar una familia”.
P. ¿Cómo salió de eso?
R. Tengo un amigo pintor que me enseñó a meditar. Siempre supe que estaba esa posibilidad de renunciar a todo, pero es muy difícil porque, como dice [el filósofo George] Gurdjieff: ‘La gente está dispuesta a abandonar todo, menos su sufrimiento’. Yo sabía que existía esa posibilidad pero el quilombo es muy atractivo, genera mucho apego, se vuelve una zona de confort. Nada que no sepa alguien que se separa y atraviesa esa experiencia tan traumática que parece el fin del mundo. Esto es común a todos, todo el mundo se separó y se quiso matar. Pero básicamente yo sentía que hacía una película o me mataba. Y decidí hacer una película. Esto es más una biopic que cualquier cosa que haya hecho.
P. ¿Cómo se convirtió finalmente en una obra más allá de su dolor?
R. Estaba comiendo, estaba escribiendo en el mantel las escenas y dije: ‘¿De qué voy a hablar si no es de lo que tengo enfrente de la nariz? Voy a hablar de esto’. Ahí hice el click. Se me ordenó toda la película. Me dio mucha curiosidad hasta qué punto el dolor de una separación podía hacer que se te derrumbe la vida. Llamé al Centro de Atención al Suicida a las cuatro de la mañana y estaba cerrado. Dije: ´Pero esta es la hora pico, ¿cómo va a estar cerrado?”' Es como una panadería cerrada por la mañana. Insistí al otro día y te dicen: ‘Usted se ha comunicado con el centro de atención al suicida, por favor aguarde y será atendido’. Y ponen música en espera. Si está pensado, son unos genios. Cuando te atienden, ya no te querés matar.
P. ¿Cómo convivió esta película con El Jockey?
R. La película fue una salvación y El Jockey existe gracias a esa película. No me hubiese animado a hacer El Jockey como la hice. Vale la pena seguir la intuición. Por lo general es lo único que vale la pena seguir.
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