Robledo Puch, el asesino en serie que rompe taquillas en Argentina
Detrás del personaje de la película 'El ángel' hay un homicida real, preso desde hace 46 años por 11 asesinatos a sangre fría
Cuando a Carlos Eduardo Robledo Puch le preguntaron por qué mató a un hombre mientras dormía, miró al interrogador y le respondió:
– ¡Qué quería, que lo despertara!
El joven de ojos celestes, cabello rubio ensortijado, hijo de una familia acomodada y capaz de hablar en tres idiomas, ya había matado a once personas. Esposado daba el aspecto de un mártir. Su belleza impactó hasta a uno de los rudos detectives, que lo comparó con Marilyn Monroe. La prensa y la Policía lo llamó el Ángel Negro. Tenía 19 años.
El asesino más famoso de la Argentina mataba a sus víctimas por la espalda o cuando dormían. Su leyenda negra volvió a resonar en el inconsciente colectivo a partir de El ángel, la película del cineasta Luis Ortega que está inspirada muy libremente en el caso. Fue el filme elegido para representar a la Argentina en los Oscar y en los premios Goya. Y el viernes compitió en el Festival de Cine de San Sebastián por el Premio del Público Ciudad de Donostia.
Robledo Puch, de 66 años, siempre quiso ser una leyenda mundial. Su sueño delirante era que su historia llegara al cine dirigida por Martin Scorsese, Steven Spielberg o Quentin Tarantino. Quería ser interpretado por Leonardo Di Caprio o Matt Damon. “Yo mismo podría hacer las escenas de riesgo y escribir parte del guion”, propuso alguna vez el criminal desde la cárcel de Sierra Chica, Olavarría, a casi 400 kilómetros de Buenos Aires.
Entre el 15 de marzo de 1971 y el 3 de febrero de 1972, Robledo mató a balazos a once personas: nueve serenos y dos mujeres. No solía dejar testigos de los robos que cometía con dos cómplices. Uno de ellos era Jorge Ibáñez, a quien conoció en la escuela secundaria. El otro, Héctor Somoza. Después de robar y matar solían ir juntos al cine. Dos de sus películas preferidas fueron La pandilla salvaje y Easy Rider (Buscando mi destino).
“Que conste que siempre maté por la espalda”, le pidió al juez de la causa, Víctor Sasson. En ese joven irrefrenable todo parecía una compulsión: robar y matar porque sí. Llegó incluso a estrellar su auto contra una oveja, por puro placer. Como si hubiese actuado sin saber lo que hacía, bajo la idea de que todo era un cuento de hadas. “Durante los veinticinco encuentros que tuve con el psicópata asesino sentí que yo era el cura y él el diablo de la película El exorcista, aunque era bello y angelical”, dice el perito forense Osvaldo Raffo, autor de las pruebas psiquiátricas que mandaron a Robledo a la cárcel casi de por vida.
Los diarios y las revistas de 1972 lo llamaron monstruo, bestezuela humana, sádico asesino, hiena perversa, tuerca maldito, niño-muerte, asesino unisex, Belcebú, gato rojo, demonio bien parecido, diablo con cara de niño y chacal. Pero los apodos que perduraron fueron el Ángel de la muerte y el Ángel negro.
Uno de los policías que participó de su detención, el 3 de febrero de 1972, reveló que tenían la orden de fusilarlo y plantarle un arma para simular un enfrentamiento; no lo hicieron porque, cuando lo encontraron, estaba con su madre y el plan debía ejecutarse sin testigos. Pocos días después, cuando lo trasladaban para hacer la reconstrucción de los crímenes, un grupo de personas intentó lincharlo. “La sombra del paredón de fusilamiento para el monstruo con cara de niño”, tituló la revista Así, que ese día agotó la tirada. Por entonces, la justicia analizó aplicarle la pena de muerte, instaurada en 1971 por la dictadura de Juan Carlos Onganía, pero sólo estaba permitida para secuestros seguidos de muerte o atentados contra transportes y dependencias militares.
Un año después de su caída se fugó de la Unidad Penal Número 9 de La Plata. Saltó un muro con una soga anudada y esquivó las ráfagas de ametralladora de los guardias que quisieron frustrar su huida. “Soy Robledo Puch, no me maten”, suplicó cuando lo recapturaron casi tres días después.
En 1980, el neurocirujano Raúl Matera, el más popular de aquella época, quiso someterlo a una lobotomía frontal. Con esa técnica, que ya no se aplica porque resultó un fracaso (los operados quedaban zombis o aún más violentos), los científicos pretendían neutralizar las conductas violentas de psicópatas, criminales, depresivos y dementes. “A Robledo nadie le toca el cerebro”, le contestó Robledo Puch a Matera. Por entonces hablaba de sí mismo en tercera persona.
Robledo lleva 46 años preso. Nadie en la Argentina pasó tanto tiempo entre rejas. “Añoro el mundo exterior porque no he vivido nada, pero sé que afuera podría morir de tristeza, lejos de los muros. Sea adentro o afuera, hay una realidad: mientras todos se van en libertad, yo estoy muriéndome de a poco en este calvario”, confesó una vez. Durante el tiempo que lleva detenido, pasaron por Argentina dos dictaduras (comandadas por ocho militares) y catorce presidentes democráticos.
Robledo gastaba el dinero que robaba en autos, motos y alcohol. Después de cada crimen iba a festejar a los boliches de moda. A veces brindaba cerca de los cadáveres, mientras el dinero le sobresalía de los bolsillos o la bragueta de su pantalón. En uno de los atracos llegó a dispararle a un bebé que lloraba: la bala rozó el barrote de la cuna.
Los dos últimos amigos que tuvo en su vida —Jorge Ibáñez y Héctor Somoza, que además eran sus cómplices— murieron en 1972. A Somoza lo mató de dos balazos (“para que no sufriera porque era mi amigo”, declaró) y le desfiguró la cara con un soplete. Ibáñez murió en un misterioso accidente cuando iba sentado en el asiento de acompañante en un Siam Di Tella. Manejaba Robledo. Siempre se sospechó que lo había matado él. Él jura que no los mató.
En medio de la exposición de su nombre por la película (que en la Argentina fue vista por más de un millón doscientas mil personas), Robledo no quiso dar entrevistas. Siempre odió a la prensa. Basta un solo ejemplo. Un día, durante una visita de los medios y las autoridades penitenciarias por los pabellones de la cárcel, un funcionario le preguntó al preso más famoso del penal si quería dar alguna nota.
Robledo respondió:
—Odio a los periodistas porque por culpa de ellos mi madre intentó suicidarse. La destruyeron.
—Si cambia de opinión, me avisa —le propuso el funcionario.
—¡Espere, espere, se me ocurrió una idea! —exclamó Robledo—. Voy a hablar con el periodista que tenga los huevos para hacer algo que me obligaron a hacer varias veces...
—¿Qué es?
—Arrodillarse y lamer el fondo del inodoro que acabo de usar. Hasta que quede bien limpito.
Por si hace falta aclararlo: ese día nadie consiguió la entrevista exclusiva del asesino que mataba por placer.
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