El triple fracaso peruano
Cada uno de los tres proyectos tiene su reo emblemático: Fujimori, Toledo y Castillo. No es casualidad que los peruanos no confíen en nada ni nadie. Se intentó de todo y siempre abusaron
Que el Perú vive en la crisis perenne es de Perogrullo: seis presidentes en siete años y, en los cuatro meses que Dina Boluarte lleva de presidenta, se han producido más de sesenta muertos en las protestas contra su Gobierno. Pero tan grave como la crisis objetiva es que sin importar con quién se hable en el Perú prima un profundo pesimismo; en todas partes se oye que “esto no tiene solución”. El desasosiego está hecho de las manifestaciones concretas de la crisis, pero aún más por la convicción de que todo esfuerzo por enderezar al país será inútil.
¿Por qué se ha instalado esta nube negra sobre los peruanos? Una razón fundamental es que la crisis presente está hecha del fracaso simultáneo de los tres proyectos políticos de los últimos treinta años: la Constitución de 1993, la democratización del 2000 y el Gobierno de Pedro Castillo. O mejor: derecha, centro e izquierda. Todos infructuosos. Todos atravesados de corrupción. Los peruanos hoy bien podríamos repetir lo que el líder aprista Luis Alberto Sánchez escribió hace casi un siglo: nuestra generación no tiene maestros porque a todos los vio claudicar.
La Constitución de 1993
La Constitución de 1993 fue un cambio clave en la historia reciente. Si la de 1979 se hizo en un momento democratizador, de efervescencia social, de la mano de los partidos políticos y dándole al Estado un papel en la esfera económica, la de 1993 era su némesis: hija de un autoritarismo (el fujimorato), aniquilaba a la “partidocracia”, desactivaba a la sociedad civil y entregaba el liderazgo de la vida nacional al sector privado.
Pero más que la carta magna en sí, lo importante es lo que ella buscó: una forma particular de articular Estado, mercado y ciudadanía. Era el puntal de un modelo de desarrollo vinculado a lo que se llamó Consenso de Washington o neoliberalismo. En la versión peruana estuvo, desde su origen, asociado a la arbitrariedad del autoritarismo, al clientelismo y a la corrupción del régimen fujimorista. En otras palabras, un proyecto sin interés por la institucionalidad democrática.
A inicios de los noventa el proyecto tuvo éxito en atajar la hiperinflación y resucitar la moribunda economía peruana. Pero el autoritarismo era incompatible con una economía funcional. Entre el 98 y el 2000 el Perú apenas creció por encima del 1% anual. Solo con la democratización de los años 2000 la economía volvió a andar.
Aunque el Gobierno de Fujimori colapsó el 2000, mucho del espíritu del proyecto de 1993 sobrevivió. Y para la derecha peruana, la Constitución ha sido y es la encarnación más precisa de su visión del país. En especial para el empresariado, la constitución de 1993 ha sido una suerte de Corán salvífico: el conjuro que acabó con el embrujo populista del siglo XX y estableció el nuevo orden.
Con ese proyecto se redujo la pobreza de manera importante durante una década –entre el 2003 y el 2014, sobre todo—mientras “arriba” se amasaba una riqueza extraordinaria. Pero el proyecto de 1993 no era solamente económico, era uno de desarrollo. Mientras se generaba riqueza, las dimensiones institucionales de la vida nacional estaban abandonadas. No formaban parte de sus prioridades.
El sistema crecido a la sombra de la constitución de 1993 produjo riqueza sin desarrollo, plata sin ley. El enriquecimiento del país vino de la mano de mercantilismo, corrupción e informalidad, pero a esto la derecha le llama libre mercado. Intentar regularlo es prueba de comunismo. Los ejemplos son inacabables, pero vale la pena recordar uno emblemático, el “club de la construcción”: un cartel constituido por las constructoras más grandes del país que se repartió la obra pública durante décadas sin jamás competir por ella. El país sabe que laissez-faire significa laissez-desplumar. La incapacidad institucional peruana no es independiente del modelo económico, forma parte central del modelo de desarrollo adoptado.
Hoy que la democracia colapsa y el Estado hace agua, los peruanos reconocen que ambas dimensiones fueron siempre ninguneadas por el proyecto de 1993. Es la manifestación de su fracaso. Aunque no sepamos qué resultaría mejor, lo concreto es que el proyecto se agotó.
La democratización del 2000
Al caer Fujimori se abrió una primavera democrática. En sus últimos años de gobierno había habido grandes movimientos ciudadanos contra el régimen. En las plazas se lavaban banderas peruanas para denunciar la suciedad del régimen. Una vez caído, la presidencia recaló en Valentín Paniagua, un demócrata cabal. Tras su gobierno llegó Alejandro Toledo, quien había perdido la elección del 2000 cuando Fujimori se reeligió inconstitucionalmente.
Entre la breve presidencia de Paniagua y los dos primeros años de Toledo, se estableció un intenso proyecto democratizador. Se lanzaron muchas iniciativas para construir un país democrático, opuesto al de los noventa. Se dio una ley de partidos para terminar con independientes y tránsfugas; se lanzó una reforma de descentralización para acabar con el centralismo; para finiquitar con el clientelismo y corrupción se desmontó el Ministerio de la Presidencia y se introdujeron variadas formas de participación para la sociedad civil.
Por diversas razones, es evidente que aquel proyecto fracasó estrepitosamente: la política se pulverizó y el Perú devino un país sin organizaciones ni líderes; la descentralización permitió que la política subnacional esté dominada por el crimen y el patrimonialismo; Boluarte es un regreso al autoritarismo de los noventa.
Aun así, los 2000 fueron la era dorada: crecimiento económico y ausencia de autoritarismo. Sin embargo, las caras más visibles de aquel proyecto fueron alcanzadas por la corrupción. Toledo, el “cholo sano y sagrado”, recibió millones de dólares de Odebrecht y hoy intenta dilatar su extradición a una cárcel peruana. Susana Villarán, una de quienes lavaba la bandera con pasió, recibió dinero de otra constructora brasileña cuando era alcaldesa de Lima. El proyecto democratizador, en síntesis, descarriló y sus personajes emblemáticos resultaron unos gangsters.
La izquierda y el castillismo
Por muchos años, la izquierda peruana criticó con severidad los dos proyectos previos. Tanto el de derecha como el democratizador, le resultaban variaciones provenientes del mismo costal neoliberal: abocado a reproducir la desigualdad, infestados de corrupción y desentendidos de las reformas “estructurales” que permitirían la justicia social.
Sorpresivamente llegaron al poder el año 2021. Pedro Castillo apareció sin grandes entusiasmos, pero la izquierda le atribuyó un carácter histórico. Él estuvo encantado de jugar el papel de “provinciano redentor” (Raúl Asensio). En su primer discurso aseguró que finalmente llegaba un presidente del Perú originario, previo a los hombres de Castilla. En otra alocución afirmó que iba a “hermanar la voz de Huáscar y Atahualpa” – los dos herederos al trono Inca que libraban una guerra cuando llegaron los españoles. No era un justiciero más, era uno milenario.
Pronto se haría evidente que esta cháchara ocultaba un proyecto bastante más mundano, uno que cabía en el eslogan de un presidente kenyano: “Es nuestro turno de comer”. El Gobierno de Castillo se organizó, desde el primer día, a partir del principio fundamental de la política peruana: “La repartija”. O sea, tasajear el Estado en beneficio propio, atrofiándolo en el camino si es necesario.
Además, expidieron iniciativas retrógradas, que avanzaban de la mano del Congreso; nombraron decenas de ministros prontuariados; expulsaron inconstitucionalmente al procurador del Estado; los actos flagrantes de corrupción se amontonaban; el presidente se negaba a dar entrevistas; se descartaba que la ciudadanía se manifestase sobre el gobierno en un referéndum. Era un Gobierno, en fin, que se negaba a rendir cuentas.
La izquierda descartó cada crítica a Castillo como engañifas racistas y golpistas. Y dinamitó sus credenciales democráticas: también estaba en el negocio de trocar ideales por recursos públicos. El esperado proyecto izquierdista se suicidó. Acabó como se temía: con un golpe de Estado.
¿Y ahora?
Tras este triple fracaso el Perú entero sabe que las palabras grandilocuentes son cascaritas que solo esconden la avidez particularista. Cada uno de los tres proyectos tiene su reo emblemático: Fujimori, Toledo y Castillo.
No es casualidad que los peruanos no confíen en nada ni nadie. Se intentó de todo y siempre abusaron y robaron. Al preguntar recientemente por el líder que los peruanos quisieran en la presidencia, ningún nombre supera el 5% de preferencias. La ciudadanía sabe que la vida social y política es un estanque sin ley en el que cada uno arrancha lo que pueda. Ha dejado de existir lo público y común.
Dina Boluarte es la manifestación más reciente. Desde el primer día dejó en claro que exprimiría cuanto pudiera su lotería presidencial. Deplorada por la población, no se da por aludida. Aunque elegida con Castillo, su presidencia se sostiene en la derecha más rancia (que la acusaba de llegar al poder a través de un fraude). Actúa acorde al sistema: arrancha cuanto puede.
Si mantenerse en el poder pasa por matar a decenas de peruanos y peruanas, acepta el precio. Hace pocos días falleció Rosalino Flores, de 22 años, asesinado de 36 perdigonazos que un policía le disparó a corta distancia. Como en otras ocasiones, las declaraciones de Boluarte han sido de una frialdad que solo cabe en la palabra “desalmada”. En el sistema peruano los líderes no conciben rendir cuentas ante la sociedad ni instituciones. La presidenta es otro personaje del mantra “es nuestro turno de comer”. Pero degradado.
El mejor aliado de la presidenta con un 15% de aprobación es el pesimismo y decepción de una sociedad incapacitada para confiar. Cada proyecto fue traicionado. Sin haber terminado de nacer, ya eran obsoletos. Una línea de Caetano resume bien el sentimiento de estos días: “Aqui tudo parece que é ainda construção e já é ruína”. Todo parecía en construcción, pero ya es ruina.
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