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Inteligencia artificial
Columna
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Inteligencia artificial y extractivismo digital: quién gana con los data centers en América Latina

OpenAI ha anunciado la construcción de un mega datacenter en Argentina, el último de este tipo en la región. Los gobiernos deben exigir participación local y condiciones de reinversión que prometan más que acceso gratuito a ChatGPT

En julio de este año, volé 11.000 kilómetros desde Buenos Aires para hacer un curso sobre políticas y derecho de la inteligencia artificial en la Universidad de Lovaina, una enorme estructura neogótica fundada en 1425 donde hoy, en sus varios campus, 57.000 estudiantes cursan las disciplinas más variadas. Al promediar la formación, la directora nos dividió en grupos y nos dio la consigna para un examen con defensa grupal: “La huella ambiental está sobrevalorada”. Y entré en pánico. Pero allí estaba, frente a un ejercicio académico clásico y efectivo: sostener una postura con argumentos, aunque no sean los propios.

Puestos a trabajar, les confesé a mis compañeros que sería difícil defender un argumento por todos lados insostenible. Como latinoamericana, seguía las noticias sobre el impacto socioambiental de nuevos centros datos construidos en los últimos años en Querétaro (México), Santiago (Chile) o Río Grande do Norte (Brasil), que se sumaban a los desarrollados en regiones de escasez de agua probada, como Arizona (Estados Unidos) o Aragón (España).

Con poca evidencia, mi grupo delineó sus argumentos: que todavía no existen en el mundo métricas comunes para medir el impacto ambiental de la IA, que era imposible separar las huellas de la IA de otras tecnologías asociadas a ella, que otras industrias contaminan mucho más (este me hacía sentir en segundo grado de primaria) y que siempre las tecnologías cuando se empiezan a desarrollar causan más impacto que beneficios. Mi grupo aprobó. Afortunadamente, el examen final fue un ensayo donde defendí otra idea: si el debate de las políticas tecnológicas sigue estancado en el falso dilema de la regulación que frena la innovación, las grandes empresas tecnológicas seguirán avanzando, de mano de aliados locales, a los que poco les interesa el buen vivir de sus comunidades.

El mega datacenter del optimismo

Tres meses después, la mañana del feriado por el Día de la Diversidad Cultural (que el presidente Javier Milei volvió a llamar Día de la Raza), Sam Altman, CEO de OpenAI, anunció una inversión de 25.000 millones de dólares para construir un mega datacenter en algún lugar de la Patagonia Argentina. La noticia se conocía luego de una negociación políticoeconómica del presidente argentino con Donald Trump donde Scott Bessent, el Secretario del Tesoro de Estados Unidos, había afirmado que su país “estaba comprando barato” para “vender caro”. Bessent no aclaró a qué mercancías se refería, pero horas después Altman reveló un acuerdo preliminar para construir infraestructura de inteligencia artificial y capacidad de cómputo para su empresa. El proyecto, señaló, sería parte de Stargate, con su socio Oracle y sus financistas de riesgo, la japonesa SoftBank y la emiratí MGX. En Argentina, una poco conocida Sur Energy (con un reconocido empresario tech, Emiliano Kagierman detrás), se encargaría de la gestión local.

El proyecto, que promete producir 500 MW de potencia en su fase final, además podría beneficiarse del RIGI, una ley aprobada durante el gobierno de Milei para que, a cambio de divisas extranjeras, que se les garantice a los empresarios 30 años de exención de todo tipo de impuestos y protección ante disputas, no obligación de contratar empleo local y condiciones laxas para la compra a proveedores locales.

Días después, con Milei y Trump desde Washington en las pantallas, OpenAI publicó un comunicado oficial: “Este hito va más allá de la mera infraestructura; se trata de poner la IA en manos de más personas en todo Argentina”. En ninguna parte del posteo se hablaba de empleo, contratación de producción industrial local, evaluaciones de impacto ambiental o control de infraestructura estratégica.

Aun cuando el acuerdo parecía “del siglo XVI, cuando la plata del Potosí financió imperios europeos y dejó a la región en la pobreza” (como escribió el ingeniero Luis Papagni), gran parte del mundo tecnológico expresó su euforia. “Esto va a traer otras inversiones. Donde llega OpenAI, llegan otros”, dijo un speaker de marketing digital en la televisión, mientras otros periodistas y panelistas asentían. ¿Cómo se podría comprobar ese beneficio para nuestro país, sin regulaciones más claras y evaluaciones de impacto socioambientales? El optimismo mediático era tal que la pregunta por ahora no tenía lugar.

¿Extractivismo o producción?

La pregunta, aunque vieja, sigue siendo fundamental. Argentina (y otros países de la región) tienen condiciones más que atractivas para las inversiones de las big tech: extensos kilómetros con poblaciones limitadas, zonas con agua y minerales, centrales nucleares e hidroeléctricas, personal altamente calificado formado en universidades públicas de prestigio mundial. Por su parte, OpenAI tiene un problema crucial en la dependencia de capacidad de cómputo con empresas como Google Cloud, Amazon Web Services, Azure y Oracle. Hasta para un negociador novato sería clara la ventaja estratégica para nuestros países. O, al menos, la posibilidad de un intercambio con condiciones más exigentes. SoftBank, que fue también un importante inversor de Uber, lo sabe: la empresa de transporte tuvo que flexibilizar sus condiciones para poder operar en ciudades como Madrid, Barcelona o Londres, permitiendo sistemas híbridos que no ahogaran a los conductores locales.

En el caso del impacto ambiental, los datos son elocuentes. En Querétaro, en las áreas donde funcionan estas instalaciones, el Gobierno tuvo que racionar el agua y hay familias que reciben el servicio apenas cada tres días. Además, la Comisión Federal de Electricidad (CFE) se vio obligada a aumentar en un 50% la capacidad de generación de las centrales eléctricas aledañas (que utilizan combustibles fósiles) debido al consumo de los datacenters. Está claro: en el caso de las tecnológicas, pero también en el de otras industrias con consumo intensivo de recursos como la minería, se necesitan hacer intercambios. Para algunas regiones con décadas de pobreza y falta de trabajo, la llegada de las inversiones se presenta como una oportunidad, al menos momentánea, de progreso. El trade-off no es sencillo. Sin embargo, para que ese beneficio no sea momentáneo, se necesita algo más que la fe en “el derrame” económico. Los gobiernos nacionales y locales deben exigir, por ejemplo, participación local en empleo e insumos, y condiciones de reinversión futura que prometan más que un acceso gratuito a ChatGPT para la gente del lugar, como sucedió en Emiratos Árabes con la construcción de un datacenter Stargate.

Finalmente, nada de esto ocurre en el vacío. Desde que asumió, el Gobierno de Milei mantiene una disputa con las universidades públicas, a las que les niega la actualización presupuestaria que les corresponde según la ley, que equivaldría a una ínfima parte de una inversión como la propuesta por OpenAI. Los socios locales de la iniciativa, como Emiliano Kagierman, son referentes mundiales de las tecnologías formados en esa universidad y sistema público de ciencia que hoy lucha por su subsistencia. El CEO de esta exitosa compañía de innovación satelital lo reconoció: “Nosotros pudimos hacerlo porque existían (en Argentina) 40 años de inversión sistemática en tecnología, en el sector espacial y en el nuclear”. Y admite que, para su empresa, el apoyo del Ministerio de Ciencia y Tecnología y el INVAP, una empresa dedicada al desarrollo de tecnologías complejas, “son un caso de libro de lo que el Estado puede hacer para abrir oportunidades y aportar capacidades”. Tal vez el verdadero progreso consista en que una parte de esas inversiones vuelva al origen: a ese sistema de universidades y ciencia pública que, aun en crisis, sigue siendo la razón por la cual hoy formamos parte del mapa global de la inteligencia artificial.

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