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En colaboración conCAF

“¡Dejen de darle pan a los tiburones para la foto!”

El clamor del capitán Amado Watson para que los turistas no alimenten a los animales salvajes es respaldado por científicos: esta práctica, común en algunas zonas del Caribe, puede perjudicar seriamente a la fauna y flora marina

Amado Watson, en un malecón del Cayo Caulker (Belice).
Amado Watson, en un malecón del Cayo Caulker (Belice).Angélica Gallón (Angélica Gallón)

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Belice tiene la segunda barrera coralina más grande del mundo después de Australia, con 1.000 kilómetros que se extienden desde México hasta Honduras. Bajo sus aguas turquesas ocurren cosas extraordinarias. Ver, por ejemplo, un grupo de tiburones nodriza, puestos unos sobre otros en el fondo de arenas blancas, incautos ante la presencia de los turistas en bañador que nadan encima de ellos.

Parte de la belleza que habita estas aguas se debe a que desde hace 36 años, en 1987, reservas como la de Hol Chan, de ocho kilómetros cuadrados, han sido declaradas como áreas protegidas. Esto ha restringido la pesca, y regulado el turismo, permitiendo que la vida marina que habita alrededor de la vasta barrera coralina pueda expresarse en su máximo esplendor. Sin embargo, la facilidad de acceso a estas zonas, a unos cuantos kilómetros de las islas beliceñas de Cayo Caulker o San Pedro y la visibilidad de Belice como un destino privilegiado para viajar, —la guía Lonely Planet lo reconoció entre los 10 mejores del mundo en 2022—, ha hecho que el aumento del turismo sea evidente y, con él, el aumento de los riesgos que corre la vida marina.

Uno de esos efectos directos de los turistas sobre la riqueza que habita en esta parte del océano parece revelarse de forma contundente cuando se camina unas cuantas cuadras de la colorida calle principal de Cayo Caulker, una isla muy turística a dos horas en lancha de la parte continental de Belice.

Al llegar, es inevitable toparse con Amado Watson, un operador turístico que, como un evangelizador del medio ambiente, atrae a sus posibles clientes con una particular consigna: “¡Por favor, no alimenten a los animales salvajes, dejen de darle pan a los tiburones para la foto!”. En las afueras de su tienda, carteles pintados a mano, ya algo descoloridos por el sol, hacen eco a su militancia: “Reef friendly tours, we respect the environment” (“Tours amigables con los corales, nosotros respetamos el entorno”) dice un slogan en inglés, el idioma oficial de la isla, mientras otro profesa: “This shop does not feed marine animals” (“Esta tienda no alimenta a los animales marinos”).

Tiburones enfermera en las costas de Cayo Caulker.
Tiburones enfermera en las costas de Cayo Caulker.Miles Astray (Getty Images/iStockphoto)

Si nunca se ha estado en Australia o Papúa Occidental, donde están otras de las reservas coralinas más impresionantes y llenas de vida salvaje del mundo, la advertencia del señor Watson no resulta tan obvia. “Los turistas no se dan cuenta del daño que causan”, explica ante unos viajeros alemanes que parecen atraídos por sus advertencias. “La gente quiere todo para entretenerse, entonces no les importa si el operador turístico tiene que lanzar arroz, pan o pescados a los tiburones y rayas para atraerlos hacia ellos. Si esto se hace cada día, y se multiplica por cientos de operadores turísticos que están en la zona, los animales dejan de comportarse naturalmente. Ellos aprenden a que tienen que ir todos los días a un lugar porque ahí saben que consiguen comida, entonces ya no hacen su trabajo, ya no limpian el arrecife, ya no se mueven a otras áreas en busca de su aliento”, asegura en tono contundente ante las caras enrojecidas de los que lo escuchan.

Lo que Amado Wallat describe es algo que los científicos conocen como “acondicionamiento”, que es lo que ocurre cuando la vida marina empieza a asociar a los humanos con comida. Así, en lugar de mantener una distancia natural y ser esquivos con la presencia humana, se acercan porque aprenden a que son una fuente fácil de alimento.

Según la organización Grimm Fins, que ha unido a centros de buceos, de snorkelling y cruceros de todo el mundo comprometidos con reducir los impactos de estas actividades en la vida que habita el mar, ese capricho de los turistas, que ha alentado a cientos de operadores a alimentar a los animales marinos, tiene efectos verdaderamente insospechados.

“La dieta natural de la vida marina puede ser bastante complicada. Es posible que los animales solo se alimenten una vez al día o incluso por estaciones. Cuando cualquier vida marina puede anticipar cuándo se alimentará, no sólo se interfiere con su capacidad natural de alimentación, sino que también se hacen más vulnerables a los depredadores que empiezan a predecir sus recorridos. Además, disminuye su disposición a buscar alimento por sí mismos y esto, a su vez, puede conducir a un cambio en los patrones migratorios”, explica una de las guías pedagógicas que se pueden descargar en su página web.

Alimentar a la vida marina cerca a los corales además hace que aumenten los niveles de nutrientes del agua y esto detona el crecimiento de algas que dañan los corales. “Toda la barrera coralina de Belice, México y Honduras ya está luchando contra un blanqueamiento inédito por las altas temperaturas del agua como para sumarle más estrés. Los peces de coral son pastores y solo deberían comer algas”, explica por su parte Lorenzo Alvarez-Filip, investigador del Laboratorio de Diversidad y Conservación de Corales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), quien asegura que esta práctica además conlleva riesgos para los mismos humanos, ya que los animales no necesariamente pueden distinguir el alimento del cuerpo que se los está proporcionando.

Aunque es difícil saber a ciencia cierta cuántos operadores turísticos efectivamente alimentan a los animales salvajes en las costas beliceñas y en esta parte del Caribe, Amado Watson reconoce que es una práctica muy extendida en toda esta zona turística, porque así se ha aprendido por generaciones. Él mismo la practicó: “Llevo 35 años haciendo este trabajo y por dos décadas hice las cosas como todos los demás. Yo nadaba con tiburones, los tocaba, y no me daba cuenta que tirarles comida para atraerlos era dañino. Nadie me dijo que eso era malo, pero luego empecé a ver cambios en los animales, veía que una vez que los tocabas se iban a rascar en los corales, los veía incómodos y entonces me di cuenta que tenía que hacer las cosas distintas”.

Watson intenta hacer pedagogía pública con los turistas aunque esto le signifique, día a día, tener menos volumen de trabajo que sus competidores. Pero hay una esperanza que lo moviliza: “Mientras las regulaciones se ponen más estrictas, espero que los turistas que pasan por la isla se vayan al menos con una idea clara: vale más la belleza de la vida salvaje que una foto de Instagram”.

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