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Economía
Tribuna
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Nobel de Economía: destrucción y progreso

El progreso no es gratuito: destruye lo viejo, incomoda, exige adaptación. Pero sin esa tensión entre riesgo y oportunidad, el crecimiento se detiene

Philippe Aghion y Peter Howitt, junto con el historiador Joel Mokyr, fueron galardonados por explicar el crecimiento económico como un proceso dinámico impulsado por la innovación y el reemplazo constante de lo viejo por lo nuevo. Los tres premiados abordaron el fenómeno desde perspectivas distintas pero complementarias. Mokyr, desde la historia económica, mostró cómo el conocimiento y la cultura del progreso crearon las condiciones para que la innovación se volviera un proceso continuo. Aghion y Howitt, desde la teoría formal, explicaron los mecanismos que permiten que ese proceso genere crecimiento sostenido.

El aporte de Mokyr consiste en haber demostrado que el crecimiento moderno no fue un accidente técnico, sino el resultado de un cambio intelectual: el surgimiento de una “República del Saber” en la Europa de los siglos XVII y XVIII. En ese contexto, la búsqueda de conocimiento dejó de ser un ejercicio contemplativo y se transformó en un proyecto colectivo de mejora material. Según Mokyr, el progreso se volvió autosostenible cuando las sociedades empezaron a entender no solo que las cosas funcionaban, sino por qué funcionaban, conectando el saber científico con la invención práctica. Su trabajo explica las raíces culturales e institucionales de la innovación y muestra que el crecimiento económico sostenido requiere una cultura que valore la curiosidad, la evidencia y la experimentación.

Aghion y Howitt recibieron el Nobel, entre otras razones, por un artículo publicado en 1992 que transformó la teoría del crecimiento endógeno. Hasta entonces, el modelo de Paul Romer (1990) había explicado el progreso tecnológico a partir de la introducción de nuevos bienes intermedios o de capital: cada innovación ampliaba el conjunto de productos disponibles y, con ello, la productividad agregada. Era una historia de innovación horizontal, donde el crecimiento provenía de la diversidad creciente de insumos y tecnologías. Aghion y Howitt propusieron una visión complementaria, centrada en la innovación vertical: las nuevas generaciones de bienes sustituyen a las anteriores, volviendo obsoletas las tecnologías existentes. Mientras Romer ampliaba el espectro de productos, Aghion y Howitt modelaron el reemplazo de los viejos por los nuevos.

Esta diferencia conceptual permitió conectar la teoría del crecimiento con la evidencia empírica sobre la dinámica industrial. En el modelo schumpeteriano, la innovación genera simultáneamente tres efectos: la creación de nuevas oportunidades (entrada de firmas), la obsolescencia de tecnologías y empresas antiguas (salida) y el aumento de la productividad agregada (crecimiento). En otras palabras, la innovación produce a la vez destrucción y progreso. Este mecanismo explica por qué las economías con mayor rotación empresarial —donde surgen y desaparecen compañías con rapidez— tienden también a registrar mayores tasas de crecimiento de la productividad.

Una de las contribuciones más sutiles del modelo de Aghion y Howitt es haber mostrado que la innovación puede tener efectos negativos. La competencia entre innovadores genera lo que denominaron un business-stealing effect: cada nuevo avance crea valor, pero también desplaza a quienes innovaron antes, reduciendo sus rentas. Este efecto introduce una externalidad negativa: las economías de libre mercado pueden producir “demasiada” innovación, en el sentido de que el ritmo de obsolescencia puede superar la capacidad de adaptación de los trabajadores, las instituciones y las políticas públicas. Sin embargo, ese mismo proceso es la fuente del progreso a largo plazo: las innovaciones destruyen valor en el corto plazo, pero elevan la frontera tecnológica y abren nuevos horizontes de productividad. En equilibrio, el crecimiento surge del balance entre el impulso por innovar y la capacidad de absorber el cambio. Esa intuición —que el progreso es costoso y desigual, pero indispensable— convirtió al modelo schumpeteriano en una herramienta esencial para analizar los dilemas contemporáneos de la automatización, la competencia global y la transición verde.

Desde aquel artículo fundacional, Aghion y Howitt han construido una obra inmensa, tanto teórica como empírica. Su libro The Economics of Growth (2009) condensó más de dos décadas de investigación en una síntesis accesible y rigurosa. En él integran los distintos paradigmas del crecimiento —desde el modelo neoclásico de Solow hasta los modelos endógenos de Romer y el suyo propio— y los aplican a fenómenos como la convergencia entre países, el papel de las instituciones, la educación, la competencia y las políticas ambientales. Su enfoque schumpeteriano se distingue por una característica central: el crecimiento depende del grado de competencia y apertura de los mercados. Cuando la competencia es excesiva, los márgenes de beneficio se reducen y las empresas innovan menos; cuando es demasiado escasa, las firmas establecidas bloquean la entrada de nuevos competidores. El crecimiento sostenido requiere, por tanto, un equilibrio delicado entre incentivos y presión competitiva, entre estabilidad y disrupción.

Ese equilibrio explica también la afinidad de Aghion con los debates sobre política industrial. Como asesor de Emmanuel Macron y copresidente de la Comisión de Inteligencia Artificial en Francia, ha insistido en que los gobiernos deben fomentar la innovación sin caer en el proteccionismo. La destrucción creativa necesita instituciones que canalicen la energía emprendedora y protejan a quienes quedan rezagados por el cambio tecnológico, sin sofocar la competencia que alimenta el progreso. En sus trabajos recientes, Aghion ha mostrado que las sociedades más igualitarias e inclusivas —aquellas donde los individuos pueden asumir riesgos sin temor a la ruina— son también las más innovadoras.

El premio llega en un momento en que la humanidad enfrenta una nueva ola de destrucción creativa. La inteligencia artificial amenaza con transformar sectores enteros, desde las finanzas hasta la educación y la salud. Algunos temen que la automatización conduzca al desempleo masivo; otros ven en ella la posibilidad de una nueva era de abundancia y productividad. La economía schumpeteriana ofrece una lente para pensar este dilema: no se trata de frenar el cambio, sino de gobernarlo. Las políticas públicas deben actuar sobre los márgenes correctos. En lugar de proteger industrias moribundas, los Estados deberían invertir en educación, investigación y redes de seguridad que faciliten la reasignación de recursos hacia las nuevas fronteras tecnológicas.

En un mundo que a menudo teme al cambio, la obra de Mokyr y Aghion y Howitt nos recuerda que el dinamismo económico exige aceptar la fragilidad de lo existente. El progreso no es gratuito: destruye lo viejo, incomoda, exige adaptación. Pero sin esa tensión entre riesgo y oportunidad, el crecimiento se detiene.

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