Amazonia: la inseguridad que no se ve
Detrás de los titulares sobre crimen y deforestación, la Amazonia enfrenta una crisis más profunda: la erosión de las reglas del juego, la redefinición de la autoridad y la fragilidad de sus instituciones

La narrativa que ha ganado fuerza sobre la Amazonia suele repetir que el crimen organizado ha “tomado” el territorio. Esa explicación tiene algo de cierto, pero simplifica en exceso una realidad mucho más enredada. La selva no está regida solo por fusiles o por ejércitos irregulares, sino que está atravesada por una madeja de normas cambiantes, instituciones débiles y economías grises que confunden lo legal, lo informal y lo ilegal. Lo que existe no necesariamente es ausencia de Estado, sino un ecosistema de inseguridad donde la ley se fragmenta y la autoridad se negocia.
Esa fue una de las conclusiones centrales del informe Bajo el radar: riesgos territoriales y regulatorios de seguridad en la Amazonía de Brasil y Colombia, que publicamos con el Instituto Igarapé y la Amazon Investor Coalition. A partir de decenas de entrevistas y trabajo de campo en ambos países, constatamos que la inseguridad en la Amazonia no se explica solo por la presencia de grupos armados o economías ilícitas, sino también por la ambigüedad regulatoria, la captura institucional y la desconexión histórica entre las normas formales y las realidades locales.
En la Amazonia, la disputa no se libra solo con armas. También se juega en el control de las instituciones y de las reglas que definen quién puede usar la tierra y con qué fines. Brasil dispone de leyes ambientales sólidas, pero sus instituciones locales siguen sobrecargadas y con pocos recursos. En Colombia, el reconocimiento de los derechos de la naturaleza es un avance jurídico importante, aunque las decisiones que afectan la Amazonia se toman aún lejos del territorio. En ambos países, la distancia entre las normas y la realidad cotidiana sigue siendo el núcleo del problema.
El informe introduce un concepto clave: la inseguridad regulatoria. No se trata solo de crimen o corrupción, sino de un entorno donde las reglas cambian, se negocian o simplemente no se cumplen. En Brasil, algunos gobiernos locales modifican normas ambientales para favorecer intereses extractivos; en Colombia, actores armados o económicos deciden qué proyectos pueden avanzar. El resultado es un Estado que existe en el papel, pero se fragmenta en la práctica.
Este vacío alimenta los llamados arreglos híbridos, con zonas grises donde políticos, empresarios, intermediarios y actores ilegales conviven y se reparten rentas. La frontera amazónica no está dominada solo por mafias, sino por ecosistemas criminales y redes híbridas que aprovechan la debilidad institucional y la demanda global de oro, carne y madera para financiarse y expandirse.
La paradoja es evidente. Mientras crecen los fondos internacionales para la conservación y se multiplican los proyectos de carbono o restauración, los mismos territorios siguen atrapados en redes de extorsión, especulación de tierras y corrupción local. No es que los proyectos sean fallidos, es el contexto el que los vuelve inviables. Como nos dijo un líder ambiental en el terreno: “El problema no es el proyecto, sino el ecosistema de inseguridad y desorden territorial que lo rodea”.
Conviene también cuestionar los análisis que describen la Amazonia como un territorio completamente tomado por el crimen. Esa narrativa pasa por alto que la violencia visible es la superficie de una disputa más profunda: la del control institucional y normativo de la Amazonia. Detrás de los enfrentamientos hay pugnas por licencias, tierras y recursos, donde lo legal y lo ilegal se entrelazan para definir el poder. Además, esa visión fatalista puede terminar justificando políticas agresivas que repiten errores del pasado.
El desafío no es expulsar a los actores ilegales como si fueran ajenos al sistema, sino recomponer el tejido político e institucional que los hace posibles. Fortalecer la gobernanza no depende de más soldados ni de nuevas leyes. Requiere reconocer el papel de los pueblos indígenas y las comunidades locales en el cuidado del territorio, resolver la propiedad de la tierra, transparentar los permisos ambientales y asegurar que los beneficios de la bioeconomía lleguen a quienes mantienen viva la selva.
El informe también subraya algo que los debates internacionales rara vez reconocen: la Amazonia necesita modelos de gobernanza de proximidad, que combinen el Estado formal con las instituciones comunitarias e indígenas. Las soluciones diseñadas en Bogotá o Brasilia pocas veces funcionan en Caquetá o Tapajós. Entender esa diversidad institucional no es relativismo sino es sentido práctico.
La Amazonia no necesita ser “salvada” del crimen, sino que el crimen sea enfrentado con inteligencia y sin simplificaciones. Los riesgos más graves no siempre aparecen en los mapas que muestran a actores armados como si fueran omnipresentes ni se miden en toneladas de cocaína, sino en la incertidumbre cotidiana de quienes viven bajo reglas cambiantes, instituciones cooptadas y una economía donde lo ilegal se va normalizando como forma de progreso.
Mientras el debate público siga mirando solo la superficie —las rutas del oro, los grupos armados, los titulares de la violencia—, la inseguridad de fondo seguirá creciendo bajo el radar. La selva no está perdida, pero su futuro dependerá de que aprendamos a gobernar lo que hoy escapa a los mapas: ese territorio intermedio donde la ley se diluye y las promesas verdes, sin seguridad ni justicia, se quedan de nuevo en el discurso e intenciones.
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