América Latina: la tragedia, la farsa y la pesadilla
Salvo excepciones localizadas, el continente retrocede por todas partes, y retrocede en todo: en democracia, en derechos humanos, en el eterno deseo irrealizado de abandonar la violencia que da forma a nuestras vidas públicas
Se cierra un año lamentable para América Latina. Salvo excepciones localizadas, el continente retrocede por todas partes, y retrocede en todo: en democracia, en derechos humanos, en el eterno deseo irrealizado de abandonar la violencia que da forma a nuestras vidas públicas. En sus extremos ―pero todo es extremo ahora, porque todos los que hablan en público sienten la obligación de irse a los extremos para no perder visibilidad―, las sociedades latinoamericanas parecen inscribirse en dos tendencias: son dos encarnaciones nuevas de fenómenos del siglo pasado, y las dos le otorgan una legitimidad preocupante a la preocupación que nos agobia a muchos: que América Latina, como dice de Colombia el personaje de una de mis novelas, es un ratón corriendo en un carrusel.
Hace varios años ya, Mario Vargas Llosa publicó una recopilación de sus artículos sobre política latinoamericana, y en su título venía resumida o cifrada la historia del siglo XX en América Latina: Sables y utopías. Todo el mundo entiende la metáfora sin necesidad siquiera de recordar la historia, pues durante el siglo XX América Latina se movió de manera pendular entre las dictaduras militares y las revoluciones socialistas, y en nuestras sociedades han vivido larvadas las dos ambiciones: la del golpe de Estado más o menos fascista y la de la implantación del socialismo más o menos marxista. Son extremos opuestos que se alimentan o se provocan, y en cierto sentido dependen del enemigo, y una mirada somera a los mecanismos perversos de nuestra historia se da cuenta inmediatamente de que la revolución socialista (pongamos por caso la cubana) es una reacción a la dictadura militar, y la dictadura militar (pongamos por caso la chilena) es una reacción a la revolución socialista (aunque fuera una revolución democrática y pacífica como la que intentó llevar a cabo Salvador Allende). Sea como sea, es imposible mirar el péndulo latinoamericano y no pensar que Hegel, después de todo, tenía razón.
Lo que nos sucede ahora puede leerse como la perversión o la continuación distorsionada de la Guerra fría latinoamericana. No seré el primero en señalar que no hay Hugo Chávez sin Fidel Castro, como no hay Daniel Ortega: tanto el sandinismo que triunfó en 1979 como el socialismo del siglo XXI que triunfó 20 años después son imposibles de imaginar sin la revolución cubana de 1959. Y puede ser tentador notar la misteriosa regularidad que marca nuestra historia: Cuba en 1959, el sandinismo en 1979, la subida al poder de Chávez en 1999. ¿Cuál fue el hito de 2019? ¿La crisis venezolana, ese vodevil grotesco que prometió al mediocre Guaidó pero atornilló en el poder al mediocre Maduro? ¿El referendo constitucional cubano, aprobado con el 90% ―insertar risas aquí― de los votos? Pero estas son preguntas ociosas; no hay que tomárselas en serio, porque no es verdad que la historia siga patrones más o menos definidos. Los patrones los descubrimos después, con el beneficio de la retrospección. Y entonces escribimos sobre ellos y creemos descubrir causas y consecuencias donde no hay más que caos.
Pero vuelvo a mi tema. Del otro lado del espectro político ―el lado, por así decirlo, de los sables― tenemos el surgimiento de esta nueva extrema derecha que algunos han llamado posmoderna y otros, con una mueca de sarcasmo, premoderna. Es un chiste fácil, pero no se puede decir que no tenga razón: desde los chafarotes de caricatura que lideraron las dictaduras latinoamericanas del siglo pasado, nada ha habido tan risiblemente primitivo como estas nuevas encarnaciones del antiizquierdismo de siempre: Bolsonaro y Milei. Es una lástima que Marx no los haya conocido. Viendo a estos dos payasos ―uno más payaso que el otro, todo hay que decirlo―, es casi imposible no echar mano de su ensayo célebre sobre el 18 brumario y Luis Bonaparte. La cita es conocidísima, y la gente la utiliza, como los antibióticos, para absolutamente todo. Marx está hablando de Hegel, para quien los grandes hechos de la historia ocurren dos veces, y entonces anota: “Pero se olvidó de añadir: la primera vez ocurren como tragedia, y la segunda, como farsa”.
Pobre Marx: lo sacamos de contexto, lo manipulamos, lo malversamos. Pero qué fácil y tentador es ver a Milei y a Bolsonaro como el legado farsesco de aquellas tragedias que fueron las dictaduras militares de Videla y Castelo Branco. Milei y Bolsonaro tienen muchas cosas en común, del profundo desprecio por las formas democráticas a la masculinidad acomplejada, pero el tronco de su programa de gobierno es un anticomunismo feroz que no guarda demasiada relación con la realidad, pero que es muy eficaz como retórica. Por eso se empeñan en lavar la cara de sus dictaduras. Milei ha dedicado varios momentos de sus discursos a cuestionar el número de desaparecidos y su vicepresidenta ha visitado en sus cárceles a los peores criminales de la dictadura; Bolsonaro ha elogiado repetidamente la dictadura de 1964, ha dicho que el error de los militares de entonces fue no fusilar a los presos y una vez, refiriéndose a los grupos que buscaban en las fosas comunes a los desaparecidos de la dictadura, soltó una de sus declaraciones más famosas y más infames: “Los perros son los que buscan huesos”.
Ortega y Maduro ya han logrado efectivamente acabar con sus respectivas democracias: Nicaragua y Venezuela son regímenes despóticos de violencia brutal, donde todos los días hay una libertad menos, cuyas cárceles están llenas de presos políticos y cuyos medios de comunicación son perseguidos y clausurados. A Bolsonaro, mientras tanto, lo echaron los votos de los brasileños, pero ahora sabemos más sobre su intento de urdir o promover un golpe de Estado para anular la victoria de Lula: sabemos que los bolsonaristas llegaron a planear el asesinato del presidente. Milei, por su parte, ha profundizado en su guerra declarada contra la memoria de las atrocidades que se cometieron durante la dictadura de 1976, desfinanciando a las instituciones que todavía buscan a los desaparecidos, o sembrando dudas y cizañas sobre la magnitud del terrorismo de Estado.
En unos días, Maduro tomará posesión de un cargo que ha perdido en las urnas, y se consumará la destrucción de la democracia venezolana con la complicidad de tantos que se dicen demócratas; en unos días, Donald Trump tomará posesión de un cargo al que ha llegado con engaños, con trampas, con mentiras, y desde el cual dará amparo político a la extrema derecha grotesca que representan Milei y Bolsonaro, sus patéticos admiradores latinoamericanos. Y es imposible no pensar, frente al año difícil que se asoma, que Bolsonaro y Milei admiten la misma lectura que Ortega y Maduro: son la farsa que nos ha quedado de las viejas tragedias, versiones deslavazadas y grotescas ―pero igualmente dañinas y peligrosas― de los fantasmas de la Guerra fría. ¿Cómo es posible que no hayamos sido capaces de desprendernos de ellos? ¿Cómo se explica que sigamos viéndonos con esos lentes, usando esas palabras pasadas para hablar de nuestro presente? Los hombres hacen la historia, pero no la hacen libremente: la hacen dentro de circunstancias que han heredado del pasado. Eso escribió Marx en el ensayo de marras. “La tradición de las generaciones muertas”, dijo a manera de conclusión, “pesa como una pesadilla sobre la mente de los vivos”.
Y de esa pesadilla no conseguimos despertarnos.
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