Reforzar el poder del Estado, la acertada estrategia de Petro para hacer frente a la crisis climática
Aunque el presidente de Colombia ha defendido hasta la saciedad su apuesta por la transición energética, no ha podido llevarla a cabo por completo por las leyes vigentes, que le dejan al Gobierno muy poco margen de maniobra
El presidente Gustavo Petro situó desde el inicio de su mandato las políticas ecológicas como un eje central de su Gobierno. Descarbonizar la economía, iniciar el decrecimiento del sector del petróleo y carbón, reducir el impacto ambiental de la minería o promover las energías renovables son algunas de sus prioridades. Lo ha repetido hasta la saciedad en una multitud de foros nacionales e internacionales pero, pasado el ecuador de su mandato, los resultados concretos son solo parciales. La principal razón son las limitaciones del Estado colombiano: Petro ha heredado de presidentes anteriores una administración con un poder regulatorio muy reducido en aspectos clave para la transición socioecológica, y la complicada aritmética parlamentaria está dificultando paliar esta debilidad estatal.
La minería es el mejor ejemplo. Con la legislación actual, la administración no puede condicionar la apertura de nuevas explotaciones siguiendo criterios ambientales, sociales o de participación comunitaria en los beneficios de la mina. De hecho, rige el principio de que la primera empresa que solicita una concesión la recibe, independientemente de los impactos previstos de su explotación. El Estado tampoco tiene instrumentos para obligar a una empresa minera a hacerse cargo de los efectos a largo plazo de una explotación tras su cierre, un aspecto denunciado por la organización Censat Agua Viva. Si no se aprueba la nueva Ley Minera impulsada por el Gobierno, tampoco será posible iniciar el decrecimiento del sector del carbón térmico, altamente contaminante y con un mercado global en descenso.
La debilidad del Estado también está lastrando los planes de Petro de impulsar la energía eólica y solar de manera que beneficien más a las comunidades locales. La Guajira, con más de 2.800 aerogeneradores proyectados mientras las poblaciones wayuu carecen de electricidad, es el mejor ejemplo de una injusticia que se debe resolver para que la expansión renovable no se convierta en una nueva forma de extractivismo verde. Sin embargo, el actual Gobierno ha heredado decenas de proyectos que se adjudicaron sin tener en cuenta las necesidades ni las aportaciones de la población local, y ahora son muy difíciles de revertir o modificar. El Plan Nacional de Desarrollo 2022-2026 incrementó el porcentaje del beneficio que las empresas deben repartir a las comunidades locales, pero seguramente no será suficiente para detener el descontento de la población. Más efectivo sería que las compañías incorporasen a la población local a la propiedad de los parques eléctricos, como propuso el propio Gobierno, pero no hay forma legal de obligarlas.
En la lucha contra la deforestación, el Gobierno nacional ha apostado por dos ejes: los acuerdos sociales para implicar a las comunidades en la conservación de los bosques y el sistema de créditos de carbono, que permite a empresas contaminantes compensar sus emisiones financiando, entre otros, proyectos de conservación forestal. La incapacidad de control por parte del Estado de este mercado de la contaminación es flagrante: durante años, ni siquiera estuvo activo el registro nacional de los proyectos de compensación, por lo que resultaba imposible supervisar el cumplimiento de los objetivos de reducción de emisiones. Además, tanto en Colombia como en otros países se acumulan las denuncias de violación de los derechos de las comunidades locales por parte de estos proyectos, así como graves fraudes en las reducciones de emisiones prometidas. Se trata de un ejemplo más de que los mecanismos de mercado nunca serán suficientes para hacer frente a la crisis climática.
La conclusión es clara y sirve más allá de Colombia: para hacer realidad la transición socioecológica, los Estados necesitan recuperar la capacidad regulatoria que tenían antes de la contrarrevolución neoliberal de los años 80 y 90. La sociedad también tiene un papel fundamental – la labor de los defensores del medio ambiente o las comunidades energéticas son dos ejemplos – pero solo el Estado tiene la capacidad legislativa y burocrática necesaria para una revolución productiva de la envergadura que se necesita para revertir la crisis climática y ecológica. Ojalá lo entiendan los gobiernos de todos los colores políticos, antes de que sea demasiado tarde.
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