Plegaria por Colombia
No nos queda más que pedirle al querido, severo e impredecible dios del fútbol que nos deje ganar este domingo para que tengamos un recuerdo que sacuda esta vocación a la derrota
Usted va a leer una columna que quiere ser una columna, pero es una plegaria. La desazón colombiana —la suma de los políticos que se creen dueños de la política, los intelectuales que rizan los rizos en busca de una originalidad insostenible, los militantes de las redes que no sólo repiten posverdades, sino que se resisten, como paradojas de pie, a lugares comunes de lo popular como Botero o Vives o García Márquez— se disipa y se resigna porque la Selección Colombia ha vuelto a ser alegre y conmovedora, y ha llegado a la final de la Copa América. El cielo se abre. La violencia da un paso atrás. El regodeo en el fracaso se rinde. El presidente Petro, que uniforma a todo aquel que ponga un pero, ya no comenta ni arbitra, sino que se pone la camiseta amarilla que se ponen los rojos y los azules. Este planeta dentro del planeta se pliega a su fútbol, si su fútbol es vital y valiente, y no es porque seamos vanos, sino porque ante los goles guerreados notamos que estamos irremediablemente unidos.
Y entonces sí tenemos una identidad superior a nuestras fuerzas. Y de paso existe ―quién lo creyera― el orgullo de ser colombiano.
Dice el Canal Caracol que 40 millones de televidentes nacionales vieron su transmisión de la semifinal de Colombia contra Uruguay. El resto del país, 6,04 del rating, lo vio por RCN. Y es increíble que nos parezcamos tanto a lo que éramos cuando éramos niños: hubo una vez, en los setenta, los ochenta y los noventa, que escuchábamos las noticias de última hora desde el desayuno, sintonizábamos la etapa en la que Lucho Herrera llegaba ensangrentado a Saint Etienne, encendíamos el televisor a ver qué había pasado en Los cuervos o en Caballo viejo o en Café, y bajábamos el volumen de los televisores y subíamos las voces de las transmisiones radiales de los partidos de fútbol ―que eran enloquecidas y apoteósicas―, y no lo digo sólo para acudir a la nostalgia que revitaliza, sino para recuperar una época en la que vivíamos arrinconados por esta guerra, pero todos veíamos lo mismo al mismo tiempo.
Era un país que pegaba en el palo. Era un país que, harto de ser reducido al triunfo y a la sevicia de sus traficantes de drogas, delegaba la Cancillería a sus deportistas, pero que, luego de reponerse para conseguir el equipo de El Pibe Valderrama, no supo qué diablos decir cuando Andrés Escobar fue asesinado luego de hacer aquel autogol en la Copa Mundial de 1994: “Hasta pronto porque la vida no termina aquí”, acaba su columna de El Tiempo tres días antes de que aquellos apostadores lo mataran. Llegó esta vergüenza. Vino un duelo que no se va. Tuvo que aparecer la generación de las redes, que no sólo tenía el mundo a la mano, sino que no acusaba recibo del sino de haber nacido acá, para que ganar dejara de ser extraño.
El mediocampista James Rodríguez fue el goleador de la Copa Mundial de 2014. El levantador de pesas Óscar Figueroa, la bicicrosista Mariana Pajón y la atleta Caterine Ibargüen ganaron medallas de oro en los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro de 2016. Y el ciclista Egan Bernal ganó el Tour de Francia en julio de 2019.
Siguió una época pantanosa, como una resaca de esos buenos tiempos, en la que no clasificamos al Mundial ni estuvimos a punto de ganar: Rodríguez, nuestro 10 resucitado, se fue extraviando en los mejores equipos del mundo ―trate usted de sobrevivir, de los 20 a los 30, a semejante fama―, pero ahora ha vuelto a ser él mismo para que la Selección Colombia vuelva a probarnos que no es que tengamos que unirnos, sino que estamos unidos. Otra vez da risa nerviosa lo bueno que es el equipo. Otra vez nos tomamos a los jugadores como miembros de familia. Otra vez la gente grita “¡Colombia!” por las ventanas, apenas se acaba el partido, como poniendo en escena un cacerolazo a favor de la experiencia colombiana. El fútbol es, de nuevo, un recordatorio de que ser colombiano es el empeño violento e inútil de no serlo.
Hace tres años, en los estertores de la pandemia, la Selección Colombia llegó lejos en una Copa América accidentada que iba a ser aquí, pero que nos fue arrebatada en pleno estallido social. Esta vez no ha habido duda. Esta vez es como antes. En tiempos de atomizaciones, posverdades y polarizaciones, todos estamos viendo lo mismo al mismo tiempo. Da igual el pretexto. Estamos tan sintonizados, tan cosidos los unos a los otros, que nos parece prestigiosa la Copa América. Estamos reviviendo la infancia, de pie ante el televisor, pero no porque estemos negando la guerra que vivimos, sino porque, en nombre de la catarsis que tanto anhelamos, estamos restándonos ―por un momento― los fanatismos, los pulsos bizantinos, las segregaciones, las máscaras ideológicas.
Quizás sea un paréntesis apenas, pero la nación, con sus plurales, está de vuelta. Quizás sea una tregua, pero hemos ido del “yo” de las redes al “nosotros” de los estadios. Somos, por un momento, los que fuimos. La canción de moda, El ritmo que nos une, describe una escena feliz de los ochenta: “Mami, prenda la radio, encienda la tele, y no me molesten que hoy juega la Sele…”. De nuevo las voces descabelladas de los narradores dan vuelo a los contragolpes o a los cabezazos en el área: “De los equipos con 10 hombres líbranos señor”, dijeron, de nuevo, en la semifinal contra Uruguay. Y no nos queda más que pedirle al querido, severo e impredecible dios del fútbol ―que fue creado por los geniales locutores de nuestra radio― que nos deje ganar este domingo para que tengamos un recuerdo que sacuda esta vocación a la derrota.
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