La lucha contra el reclutamiento forzado en el norte del Cauca
Las organizaciones sociales de la región buscan detener un delito que, según la Asociación de Cabildos Indígenas, suma más de 150 casos este año
Tras caminar por horas en la completa oscuridad y en medio de un campo minado, David* encontraría el camino a la libertad. Esa sería la única forma de escapar del grupo armado al que le habían obligado pertenecer. Con el mayor de los sigilos logró la hazaña, alzó los brazos y se entregó al Ejército. Era la señal que le avisaría a los militares de que él era el joven del que la Defensoría del Pueblo había advertido horas antes. La seña que lo salvaría de un disparo. El mensaje había llegado a la entidad gracias a Ana*, una lideresa indígena a la que la familia de David contactó para rogar ayuda; su hijo había logrado avisarles que escaparía. Su participación fue clave. Solo ella sabía cómo actuar y a quién acudir: lleva cuatro años auxiliando familias de niños reclutados en el Cauca.
La historia de David se ha vuelto parte del paisaje en el norte de ese departamento, una de las zonas más disputadas de Colombia. De acuerdo con la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (ACIN), la principal organización indígena del área, en los últimos dos años más de 300 menores han sido enlistados forzosamente. El equipo de Derechos Humanos de la organización explica que el reclutamiento se transformó radicalmente luego del Acuerdo de Paz con las FARC en 2016 y que, a medida que el conflicto se agudiza, esa tragedia va al alza. Ana ha contabilizado 117 denuncias en lo corrido del año, y asegura que el subregistro es mayúsculo.
La Defensoría del Pueblo refuerza esa alerta. Según la entidad, desde 2021 le han reportado 344 casos de reclutamiento de menores en el país, y un 48% es de 2023. La mayoría de denuncias corresponde a casos en el Cauca, seguido por Nariño, Arauca y Putumayo. “Persiste una situación muy preocupante: la ocurrencia de reclutamiento en la población indígena, donde se concentra el 75% de los casos”, expresó en un comunicado público Carlos Camargo Assis, cabeza de esa institución.
Detrás de esas cifras hay otras características que empeoran la ya trágica situación. Así lo han identificado las organizaciones sociales de la zona. Andrea*, quien pertenece a una de ellas, sostiene que tras la salida del Comando Conjunto de Occidente de las extintas FARC, poco a poco fueron nacieron nuevos y numerosos grupos armados ilegales, que con el pasar de los años se reagruparon y crecieron. De unos 60 integrantes, pasaron a 1.000 en un año o dos, afirma.
Ese es el caso de la columna Jaime Martínez, que forma parte de la sombrilla de disidencias de las FARC conocida como Estado Mayor Central. Es la estructura armada que más poder ostenta en el norte del Cauca y la que más denuncias ha recibido por reclutamiento forzado. Un aviso que también hicieron las Naciones Unidas en 2022 cuando, después de algunos años, Colombia volvió a aparecer en su informe global Los Niños y los Conflictos Armados. Le sigue el Ejército de Liberación Nacional (ELN), con el que la columna mantiene una disputa permanente. Después, están los grupos que forman parte de la otra gran federación de disidentes, la Segunda Marquetalia de Iván Márquez, que han terciado en esa disputa sin mayor éxito en el departamento.
Andrea cuenta que cuando reinició el reclutamiento en esa parte del Cauca, una subregión oficialmente compuesta por 13 municipios, los menores enlistados solían ser hijos, sobrinos o primos de autoridades indígenas, o adolescentes que pertenecían a la Guardia Indígena. Los grupos valoraban esas dos características, a su juicio, para sumar jóvenes con formación política y preparación física, y a la vez para impactar el tejido social. Entre 2018 y 2019, el rango de edad de los reclutados solía estar entre los 14 y 17 años.
Las dinámicas se transformaron y, aunque parecería imposible, han empeorado. En 2020, la ACIN empezó a registrar denuncias por reclutamiento de niños de tan solo 11 años. Y ahora es más frecuente que las víctimas sean menores en condiciones de pobreza extrema o maltrato, a los que les prometen comida, ropa o alguna retribución económica. Asimismo, empezaron a ser comunes las redadas de reclutamiento masivo en las que hombres armados raptan a grupos de niños y niñas a las afueras de las escuelas. Los casos más sonados se presentaron en marzo de este año. Uno ocurrió en una institución en el Cabildo de Huellas, en Caloto, y otro la misma semana, en la vía San Pedro del mismo municipio, mientras los niños se dirigían a la escuela ‘Las Aves’.
Ante esos riesgos, las comunidades indígenas de la zona han reaccionado con medidas internas de control y seguimiento a los niños y niñas. De esa forma lograron recuperar en El Tambo a dos de los menores reclutados en esa ocasión. Han establecido sistemas de alertas. Es decir, si hay presencia de hombres desconocidos o armados cerca de los colegios, la Guardia Indígena se dispone en el sitio para resguardar a los niños. Una acción eficaz, pero que los ha convertido en enemigos acérrimos de los grupos ilegales.
El celular de Ana siempre está encendido. Sabe que, muchas veces, la vida de alguien depende de que responda una llamada. Ya no solo acuden a ella familias indígenas, sino que recibe gritos de auxilio de muchas fuentes. Recuerda una llamada en la que le avisaban de un grupo de jóvenes que iba camino a encontrarse con un reclutador. Activó el protocolo, se movilizó y lograron detener el vehículo en el que iban. El informante fue uno de los chicos, que se negaba a que sus amigos terminaran en la guerra.
Ese fue un desenlace excepcional. Andrea explica que los grupos armados han ido creando mafias de reclutamiento ilegal y algunas veces delegan en jóvenes el reclutamiento de sus pares; en otras ocasiones, contratan a terceros que se encargan de identificar a los niños, niñas o adolescentes, seguirlos, convencerlos, raptarlos y llevarlos hasta los campamentos. Les pagan por la cantidad de niños reclutados. La sofisticación del tráfico humano para la guerra ha llevado a que deje de ser un asunto local. Las oenegés de la zona han encontrado que los niños enlistados allí terminan siendo trasladados al sur del Cauca o a ciudades cercanas como Tumaco y Buenaventura, donde la confrontación armada es más aguda.
Una lucha a contracorriente
“Mientras los niños me necesiten, no descanso”, explica Ana. Una decisión que le ha costado su tranquilidad. Ha atendido tantos casos que ya mucha gente la referencia. En las veredas remotas a las que llega para tomar las denuncias de las familias de niños desaparecidos, la han perfilado. A la fuerza, aprendió a moverse entre el peligro. No tiene un esquema de seguridad ni recibe remuneración por ese trabajo, así que optó por tener otro de manera paralela, lo que le permite pagar las cuentas y crear alianzas para su lucha contra el reclutamiento.
Aun así, no ha sido fácil. Los obstáculos que encuentra a diario son múltiples. Cuenta que debe lidiar con funcionarios negligentes, con una precaria articulación entre las instituciones locales y nacionales, y con el alto costo económico de sacar familias enteras del territorio. Sus tareas son variadas y dolorosas. La mayoría de menores que recibe porque se escaparon o porque los entregaron —en caso de que la Defensoría o la Cruz Roja Internacional logre intervenir en la entrega—, llegan con problemas de salud física, como heridas de explosivos, o mentales, por haber sufrido violencia sexual.
La situación cuando aparecen sin vida es más difícil, algo que, según Andrea y Ana, es cada vez más frecuente. “Les dan un arma y así los mandan a combatir”, precisa Andrea. Revela que hace algunos meses aparecieron 40 cuerpos en la zona rural de Silvia, Cauca, y algunos de ellos eran de menores reclutados. Las familias reclamaron los cuerpos discretamente por temor a represalias. Y en la noche, cuando nadie era testigo, ‘los sembraron’. Así le llaman al entierro los pueblos indígenas.
El efecto de esa violencia en los pueblos originarios es profunda e irreparable. “Están desarraigando nuestra semilla”, reflexiona con pesadumbre Andrea. En ello coincide Edwin Capaz, indígena nasa y exconsejero Mayor de Consejo Regional Indígena del Cauca. “La guerra nos está trasquilando, está cortando la trascendencia de los pueblos indígenas. Se han enconado en estas generaciones de niños, adolescentes y jóvenes, que es nuestro lado más vulnerable”, enfatiza. Coinciden en que las medidas del Estado siguen siendo insuficientes para atacar un fenómeno que crece a un ritmo incontenible.
Pese al impacto social y humano, el tema no se ha discutido en las mesas de diálogo que tiene el Gobierno con el ELN o el EMC. Hasta el momento no ha cobrado la relevancia que ha ganado el secuestro. “Tiene que ser un punto urgente, por lo que significa no solamente para los pueblos indígenas, sino para la población en general”, exige Capaz. Mientras eso sucede, Ana, su comunidad y las organizaciones con las que trabaja no contemplan renunciar, siguen actuando con lo que pueden y con lo que tienen.
Ana lo tiene claro y no para. La impulsa la fuerza de su propia historia de lucha contra la violencia. Se alista para salir a recoger otra denuncia después de su entrevista con este diario. Una joven, que hace unas semanas llegó para acompañarla de manera voluntaria, presenció en silencio la charla, tomó nota y escuchó atentamente. Habla solo para preguntar el porqué de tanta dedicación.
— ¿Cómo doña Ana puede con todo? No entiendo
— Porque se hace con amor. En nuestras manos está salvar vidas.
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