Medellín: negociar la paz cuando no hay guerra
Los jefes encarcelados de cerca de 14.000 jóvenes protagonizan otro de los capítulos de la paz total. ¿Qué se quiere negociar, cómo y con quiénes?
Si hay un lugar en Colombia donde la criminalidad tiene peso simbólico, social, político, cultural y económico significativo, es Medellín y su área metropolitana. De ahí la importancia del anuncio del inicio de la mesa de diálogo con una representación de las estructuras armadas del Valle de Aburrá, conocidas como combos. Es el arranque de uno de los capítulos de la paz urbana y el lanzamiento de otro de los tableros de negociación, el más retador, de la paz total de Gustavo Petro.
Para entender las implicaciones de este anuncio, surgen preguntas sobre la seguridad en esa zona del país, los riesgos del diálogo y las oportunidades para la paz.
Sobre cuál guerra es la que se quiere negociar, los datos del Sistema de Información para la Seguridad y la Convivencia de Medellín señalan que la ciudad pasó de una tasa de homicidio de 26,16 en 2018 a 14,89 en 2022. Eso significa: de 635 casos a 389 anuales.
Para este año (entre el 1 de enero y 3 de junio) los casos han disminuido un 13,7% en comparación con 2022. Ampliando un poco la zona de análisis, en el área metropolitana, que agrupa 10 municipios, la tasa de homicidios pasó de 16,69 en 2018 a 9,99 en 2022.
Si bien no se puede decir que la situación de homicidios de Medellín sea de éxito, mucho menos si se compara con estadísticas internacionales, sí estamos lejos de las cifras que en los años noventa hicieron de la capital de Antioquia la ciudad más violenta del mundo. Hoy no hay una guerra, la reducción de la violencia que se inició por la pandemia se mantiene y ni siquiera podría afirmarse que hay enfrentamientos o disputas entre los combos.
El Gobierno ha dicho que esa reducción es consecuencia de la fase reservada de diálogos que se inició oficialmente en agosto de 2022, cuando el presidente Petro asumió el cargo, aunque los acercamientos empezaron desde la campaña. Esto va en contravía de la retórica institucional del alcalde Daniel Quintero y de los organismos de seguridad, en especial de la Policía, que le atribuyen esos éxitos a sus políticas y estrategias.
Al final, como ya ha pasado en Medellín, la baja de homicidios se da por la coincidencia de despliegue institucional y la clara intención de los combos por disminuir la atención que genera la violencia. Los combos tienen el sartén por el mango para definir cuándo se dan los homicidios.
Si la mesa de diálogo sociojurídico empieza en medio de la calma impuesta por los combos, es clave evidenciar los riesgos más significativos que enfrenta este proceso para que sea exitoso.
El primero tiene que ver con cómo se va a negociar. El alto comisionado Danilo Rueda señala que se está iniciando la fase de diálogos (segunda fase del proceso luego de los acercamientos reservados), pero a la vez habla de que se constituirá un espacio con la ciudadanía y los liderazgos sociales. Todo esto en una mezcla de términos que hacen difícil entender si se está hablando de una negociación de paz o de un proceso de sometimiento a la justicia.
Pocas dudas puede haber de que los combos de Medellín son la expresión más colombiana del crimen organizado, por lo que no cabría una negociación de paz como las anteriores. Pero si el camino del diálogo es el sometimiento a la justicia falta algo crucial: el lanzamiento de las conversaciones se hizo sin que el legislativo aprobara la ley de sujeción que dará el soporte jurídico al proceso. Así las cosas, arranca una mesa de diálogos que no tiene patas y sin el carpintero que la puede arreglar, la Fiscalía, que brilló por su ausencia en el evento y que es imprescindible para el sometimiento.
Esto lleva al segundo de los riesgos: ¿qué se va a negociar? Si se tratara de un proceso que busca únicamente someter a la justicia a los pelaos de los combos, estaríamos ante un diálogo jurídico encaminado a su desarme y reinserción. El problema es que, tanto en los comunicados como en las intervenciones del Gobierno y de los representantes de los combos, los mensajes son confusos: hablan de una agenda que incluye el modelo de reincorporación, mecanismos de reconocimiento de responsabilidad y acercamiento a las víctimas. Hasta ahí todo parece normal, pero también se mencionan aportes para transformaciones sociales, ambientales, territoriales y urbanas, e intervenciones integrales del Estado, lo que pone en duda si esto es realmente lo que se debe dialogar con los combos.
El tercer riesgo es con quién se va a dialogar. Lo que vimos en el acto público muestra que el diálogo se hace con los jefes que están encarcelados, lo que implica considerar qué tanto control tienen y si hay otros mandos que habría que integrar a la conversación. No es claro si mandan los que están encerrados o los de afuera, aunque sea poco probable que desde la cárcel se puedan controlar 350 combos, según investigaciones de Santiago Tobón y sus colegas. De acuerdo con el Gobierno, estamos hablando de entre 12.000 y 14.000 integrantes.
Minimizar la pregunta de quién manda, profundizar la distancia entre los jefes encarcelados y los que están en las calles, y desestimar la importancia de generar incentivos correctos para que los mandos medios consideren dejar de lado el lucro que podrían tener si llegan a ocupar el puesto de los jefes que negocian, pueden ser los pasos iniciales para una nueva guerra y no la pretendida paz.
Pese a estas advertencias, hay espacio a cierto optimismo. Lo que ocurre en Medellín es una oportunidad para entender cómo se logró armar a miles de jóvenes y establecer entramados de gobierno criminal, así como comprender la corrupción, funcional a la existencia de los combos, y la manera como se relacionan con la criminalidad transnacional, empezando por la mexicana.
No hay que minimizar lo relevante que es tener a Vallejo, Tom, Montañero, Saya, Alber, Carlos Pesebre, Compa, Juan 23, Iván el Barbado, Gran Pa, Lindolfo, Perica, Clemente, Don Pepe, Chaparro y Mundo Malo, dispuestos a conversar con el Estado.
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