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Petro, el presidente que quiere gobernar en la calle

El mandatario, asediado por crisis propias y ajenas, alimenta el relato de un “golpe blando” en su contra y busca movilizar a los suyos, una estrategia que ya utilizó durante su Alcaldía

Gustavo Petro
Gustavo Petro, acompañado de Francia Márquez y otras personas cercanas a su Gobierno, en la manifestación del 7 de junio en Bogotá (Colombia).NATHALIA ANGARITA
Inés Santaeulalia

Hacer como que nada ha pasado puede resultar más efectivo que enrocarse. Nadie contaba con que Gustavo Petro saliera este miércoles a manifestarse como había anunciado una semana antes. Entonces estaba en Brasil y era difícil prever que se estaba gestando la que se convertiría en la mayor crisis que ha enfrentado su Gobierno. En siete días ha perdido a su número dos, Laura Sarabia, investigada por un caso de escuchas ilegales; el Congreso y las reformas se han paralizado; el Ejecutivo está más solo políticamente que nunca; y su hasta ahora amigo y embajador en Venezuela, Armando Benedetti, amenaza con hablar hasta ver el mundo arder. No se sabe si va de farol o no. Demasiadas cosas sobre la mesa del presidente, que ha decidido tirar por el camino que mejor conoce. Sigue con su guion y escenifica lo que le dio resultado, aquella campaña eterna que lo llevó al poder a base de tarima y discurso. Petro agarró el micrófono el miércoles en una esquina de una plaza, sobre un escenario improvisado al que se sube más gente de la que cabe. Un presidente mitinero que pide al pueblo que gobierne para cambiar Colombia. Como si él no tuviera el poder.

En los 10 meses que lleva el Gobierno han pasado tantas cosas que es difícil entender a qué ritmo va la política en Colombia. Tres meses antes de ganar las elecciones, Petro era para gran parte de la conservadora sociedad colombiana una especie de anticristo con las mañas necesarias para convertir el país en Venezuela en un abrir y cerrar de ojos. Muchos de esos cayeron rendidos ante el Petro presidente de los inicios, el que dejaba la economía en manos de un ministro de centro y moderado, el que llamaba a la comunión de todos los colombianos para hacer juntos las reformas necesarias, el que pactaba con los partidos tradicionales o el que se reunía con empresarios y con el expresidente Álvaro Uribe. Eso también fue efímero.

La conciliación se fue evaporando al ritmo que lo hacían los espectaculares índices de popularidad. La aprobación de la reforma tributaria, con amplios consensos y en tiempo récord, resultó un espejismo. La paz total que prometía acabar con todos los grupos criminales a través de la negociación se encalla mientras la violencia se dispara en algunas regiones. El Gobierno perdió la iniciativa.

Petro quiso hacer un cambio de modelo hace un mes y medio. De forma inesperada prescindió de todos los ministros moderados y pidió a los suyos, a sus bases, que salieran a la calle para defender sus reformas. La mayoría que había logrado en el Congreso con partidos de la derecha o el centro se rompió por el temor del presidente a que sus reformas se vieran desvirtuadas. Las propuestas comenzaron a amontonarse en una cámara desnortada. Sobre los escaños vacíos se oye ahora el eco de aquella frase de Petro y sus ministros que decía que había que darse prisa: las reformas que no se sacan en el primer año, no salen adelante. El primer año está a punto de cumplirse y el Congreso está paralizado.

El presidente tiene claro el diagnóstico de lo que está pasando. Sostiene que las resistencias al cambio de las élites son las que impiden que sus reformas avancen, que la prensa miente, que sus adversarios lo atacan, que todos los líos que se generan a su alrededor tienen la mano opositora detrás. Habla de “golpe blando” en su contra. Se compara con el expresidente de Perú Pedro Castillo, hoy encarcelado por un intento de autogolpe de Estado pero al que Petro considera un perseguido político. Es cierto que los cambios generan resistencia, no solo en Colombia. Las transformaciones que rompen inercias no son sencillas de llevar a cabo. Es cierto que hay una oposición fuerte al Gobierno de Petro, que el fiscal general de la Nación, Francisco Barbosa, ejerce más de opositor que de representante de una justicia apolítica. También es cierto que ni Petro ni su Gobierno se ayudan a sí mismos.

La última crisis política, la más grave desde que comenzó el mandato, no se calentó entre sus adversarios, se fraguó desde el mismo centro del poder en una guerra fratricida entre dos de las personas más cercanas al presidente, a quienes había confiado su victoria y su suerte. Su jefa de Gabinete, Laura Sarabia, y el exembajador de Venezuela, Armando Benedetti, petristas conversos de última hora, protagonizaron una batalla pública durante una semana que incluye todos los desmanes que el Petro candidato había prometido conjurar: corrupción, escuchas ilegales, polígrafos, dinero en efectivo, amenazas... La salida de ambos, por decisión del presidente, fue su manera de tratar de cerrar un escándalo que aún no termina.

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El Petro más solo, sin Sarabia, su número dos y la mano detrás de la poca organización de un Gobierno con tendencia al caos, ha decidido reeditarse en una versión anterior. La estrategia del presidente recuerda a su hoja de ruta durante su Alcaldía de Bogotá. Entonces, en el año 2013, fue destituido por un Procurador de derechas e inhabilitado durante 15 años, en una decisión que meses más tarde suspendió la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). En el impasse, Petro logró mantener a los suyos en tensión, haciendo ruido en las calles. Protagonizó protestas multitudinarias y, como víctima de un proceso judicial injusto, afianzó su liderazgo entre la izquierda.

Hoy no existe inhabilitación, pero el relato del golpe blando funge como aglutinador de una izquierda acostumbrada a la lucha. Los simpatizantes de base se ven más identificados en un Petro perseguido que en un presidente conciliador que pacta mayorías con el poder conservador de siempre. El mandatario quiere volver a encontrarse con los suyos en la confrontación, en la defensa del que considera un Gobierno acorralado por el odio de la derecha.

“Todo ministro y ministra debe obedecer el mandato popular. Ministro o ministra que no haga caso, se va”; “hemos visto a una prensa que odia a su vicepresidenta por su color de piel”; “no me inviten a los cócteles sociales de los banqueros, yo no voy, invítenme a tomarme una cerveza allá en una esquina sentados en una acera, invítenme a un baile popular, a un viche del Pacífico, invítenme a bailar porros a las veredas de mi pueblo campesino de Córdoba, pero no me inviten a las bacanales del poder porque yo no soy de eso”, dijo desde el escenario a las miles de personas que lo acompañaron.

El presidente quiere retomar la iniciativa con golpes de efecto más que con política. Las negociaciones entre partidos, necesarias para avanzar legislativamente, ni arrancan ni se ven cercanas. Petro estará este viernes en La Habana (Cuba) en la clausura del tercer ciclo del diálogo de paz con el ELN. Desde allí, está previsto que anuncie el alto el fuego temporal con la última guerrilla activa de América Latina. Sería la primera gran noticia en semanas, una forma de cambiar el foco. El Gobierno del cambio que prometió transformar Colombia lleva diez meses cambiándose a sí mismo una y otra vez. Petro ya tiene el poder, pero aún busca su sitio.

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Sobre la firma

Inés Santaeulalia
Es la jefa de la oficina de EL PAÍS para Colombia, Venezuela y la región andina. Comenzó su carrera en el periódico en el año 2011 en México, desde donde formó parte del equipo que fundó EL PAÍS América. En Madrid ha trabajado para las secciones de Nacional, Internacional y como portadista de la web.

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