Sumapaz, la localidad rural de Bogotá que teme el resurgimiento de la guerrilla y la militarización
El asesinato de un campesino y el anuncio de la “refundación” del Frente 53 de las FARC han puesto el foco de las autoridades en la zona. La comunidad tiene miedo de volver a ser estigmatizada
Sumapaz, en el extremo sur de Bogotá, es distinta a las otras 19 localidades que tiene la capital colombiana. Totalmente rural, está ubicada en un enorme páramo de bajas temperaturas y mucha niebla. El paisaje está dominado por multitudes de frailejones, unas plantas gordas y peludas que captan y liberan agua. Sus pobladores son poco más de 3.000 campesinos, usualmente olvidados en una ciudad de casi ocho millones de habitantes. Muchos bogotanos no saben siquiera que la localidad es parte del distrito. Sin embargo, Sumapaz fue un punto estratégico para las extintas FARC durante las peores épocas del conflicto armado. Era indispensable en su sueño jamás cumplido de tomarse la capital.
Tras varios años de paz, la localidad ha regresado con fuerza a los titulares nacionales. Un campesino fue asesinado el pasado abril frente a su hijo, su nuera y su nieto. Días después, unos panfletos anunciaron la refundación del Frente 53 de las FARC. La zozobra y la incertidumbre cundieron en una comunidad que pensaba que la violencia era parte del pasado. Algunos habitantes están preocupados por las amenazas a líderes sociales y la posible presencia de las disidencias de Iván Márquez. Otros tienen miedo de que los refuerzos militares que ha ordenado el Gobierno nacional traigan de nuevo una larga historia de abusos y maltratos a manos del Estado.
Misael Baquero, un campesino de 64 años, comenta en su finca en la vereda Santo Domingo que el Sumapaz (la localidad bogotana y también las zonas circundantes, que conforman una región con ese mismo nombre) siempre ha sido estigmatizado como una zona guerrillera. El Estado ha visto una amenaza subversiva en las históricas luchas por la tierra, en el rol protagónico del Sindicato de Trabajadores Agrícolas de Sumapaz (Sintrapaz) y en la fuerza que han tenido el Partido Comunista y la Unión Patriótica.
No obstante, el campesino es enfático en separar la militancia de izquierdas de la guerrilla: insiste en la necesidad de diálogos pacíficos, sin que eso entre en contradicción con la camiseta que lleva puesta del líder revolucionario Ernesto Che Guevara. “Muchos postulados se pueden llevar a cabo sin violencia”, afirma mientras orienta a unos vecinos que le están ayudando a adecuar un galpón para criar curíes, unos roedores domesticados.
“Quien coge un asador de día, de noche coge los fusiles”
El Estado no siempre diferenció entre la militancia de izquierdas y la lucha armada; y la decisión del Partido Comunista de impulsar la llamada “combinación de todas las formas de lucha” en los años sesenta ayudó a ello. “Quien coge un asador de día, de noche coge los fusiles”, decían los militares, según un campesino.
En enero de 1992, los uniformados arrestaron a Baquero en su finca y lo acusaron de ser integrante de las FARC. “¡Salgan todos de la casa! Ejército Nacional”, gritaron los soldados a eso de las siete de la noche. Él y su familia salieron y esperaron afuera mientras los oficiales revisaban el lugar. Minutos después, le ordenaron a él que volviera a entrar. Le mostraron una bolsa azul, llena de dinamita, y un arma escondida debajo de las sábanas. “¿Con esto era que nos daba bala?”, le dijeron. Baquero, que asegura que no conocía a las FARC y que describe la situación como un montaje, terminó preso por casi siete años. “El campesino, estando en medio del conflicto, es el que lleva el bulto”, lamenta.
Los vecinos, además, recuerdan los asesinatos de Heriberto Delgado y de los hermanos Wilder y Javier Cubillos en 2005, cuando gobernaba Álvaro Uribe. Los jóvenes fueron señalados de guerrilleros, sin pruebas, y nunca más aparecieron con vida. Son falsos positivos, como se les llama a los homicidios de civiles que los militares presentaron como bajas en combate entre 2002 y 2008. Para Baquero y sus vecinos, los tres fueron víctimas de la necesidad estatal de mostrar “resultados” en la lucha contra los grupos armados. La mayor parte del país no sospechaba de las muertes de “terroristas” en una zona catalogada como “roja” por militares, políticos y medios de comunicación.
En San Juan, una base militar en la vía a Santo Domingo contrasta con un mural en el centro del caserío. “Nunca más parir para la guerra”, se lee en una obra que está acompañada por el número “6402″, la cifra de falsos positivos en todo el país que la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) estableció en 2021.
El temor es que ahora se repitan los abusos que se derivan de la estigmatización. “Uno no sabe si las disidencias están, pero el Ejército ya está ahí”, resalta un campesino que prefiere mantener el anonimato por seguridad.
La Alcaldía de Bogotá, por su lado, ha buscado mostrar una fuerte respuesta institucional al anuncio de las disidencias. La mandataria bogotana, Claudia López, visitó hace unos días la localidad y algunos municipios aledaños que también hacen parte del Páramo de Sumapaz. Junto a los gobernadores de Meta y Cundinamarca, reiteró varias veces que los sumapaceños “no están solos”. “El Estado no repetirá el error de abandonar a Sumapaz y dejarlo a merced de los violentos”; “Este territorio es de ustedes, no de nadie que venga a amedrentarlos, ni a extorsionarlos, ni a reclutar a sus hijos”. “No vamos a permitir que la hermosa Sumapaz vuelva al pasado”, fueron algunas de sus frases.
Las medidas, en coordinación con el Gobierno nacional, incluyen el despliegue de más de 12.000 miembros del Ejército y la llegada de la Policía. Los campesinos, que siempre rechazaron instalar un puesto policial, no están satisfechos. Ferney Delgado, de la junta directiva de Sintrapaz, argumenta que “es una respuesta parcial”. “No resolverá las necesidades que ha reivindicado el campesino. La principal protección sería resolver las causas del conflicto”, afirma tras buscar a su hijo en el colegio de San Juan. La Alcaldía asegura que también invertirá en la construcción de caminos, la adecuación de acueductos y la entrega de tabletas en escuelas.
El Ejército ha respondido por escrito a las consultas de este periódico sobre su relación con la comunidad. La fuerza afirma que sus soldados son conocidos como “Los Guardianes del Páramo” y que brindan protección tanto a la población como al medio ambiente. Además, destaca la organización de jornadas de educación ambiental para los habitantes con el fin de “contrarrestar la ganadería y la agricultura extensiva”.
“Una insurgencia muy del lado del pueblo hasta los noventa”
Yudy Villalba tiene 35 años y rememora que, cuando era niña, algunos vecinos se unían con orgullo a las FARC. Los padres y los abuelos contaban que la guerrilla había sido durante décadas “una insurgencia muy del lado del pueblo”, encargada de asistir a una población abandonada por el Estado. Sin embargo, todo cambió en los años noventa. Su recuerdo es que una fuerte militarización llevó a que la guerrilla se radicalizara y arremetiera contra la población local. Hablar con un soldado que pedía comida en una casa se volvió un peligro.
“Se fraccionó el territorio aún más con la masacre de dos ediles liberales en 2009 por parte de las FARC”, agrega Villalba en un café de Teusaquillo, la céntrica localidad en donde trabaja durante la semana. Es la presidenta del Consejo Local de Mujeres, rol desde el que asegura haber aprendido a escuchar otras visiones del conflicto. “Los liberales les decían a los comunistas que por qué la guerrilla mató a los ediles liberales y no a los otros”, señala. La desconfianza aumentó entre las cuencas del río Blanco y el río Sumapaz, históricamente ligadas a la militancia liberal y comunista, respectivamente.
Ahora, el desconcierto puede generar más división. Nadie sabe si el anuncio de la disidencia está ligado al asesinato de Carlos Julio Yiyo Tautiva el pasado 11 de abril. Villalba, cercana a la familia, cuenta que los atacantes se identificaron como parte de las disidencias de Gentil Duarte. Sin embargo, este grupo no reconoció el crimen y no es el que ha anunciado el “regreso” del Frente 53. Tanto Villalba como Baquero dudan de que los disidentes se beneficien con el homicidio y la posterior militarización. “Si es la guerrilla, que quiere posicionarse en el territorio, ¿de qué le sirve matar a un campesino?”.
Los líderes sociales reconocen que algunas personas ya piden “más seguridad” y que la cuenca liberal no quiere reducir la presencia militar. Asimismo, conjeturan que el miedo y el desplazamiento forzado debilitarán la capacidad de las organizaciones de hacer frente a la llegada de hidroeléctricas y de otros proyectos contra los que han luchado durante años. Para Villalba, hay intereses que buscan promover el conflicto, en detrimento del campesinado: “Todo esto empaña nuestras buenas intenciones; es regresarnos a una guerra que no nos pertenece”.
“Un vecino no es una persona más”
Jary García, Santiago Porras y Tatiana Baquero crecieron en tiempos de paz. Tienen 18 años y son parte de la Juventud Sumapaceña, una organización que promovió el sindicato para generar nuevos liderazgos. Tras salir de clases en una sede de la Universidad Nacional en la vereda Nazareth, los tres cuentan que sienten la responsabilidad de mantener el legado de sus padres y abuelos. Citan nombres, conceptos e historias que han heredado y demandan que los sumapaceños sean reconocidos como víctimas colectivas del conflicto armado. Para ellos, el sentimiento de comunidad es esencial para entender el impacto de muertes como la de Carlos Julio Tautiva. “Un vecino no es una persona más, sino un compañero, un hermano, un colega”, enfatiza García.
Los tres afirman que no se sienten comprendidos por los jóvenes de la ciudad. Tatiana Baquero, sobrina de Misael, explica que algunos bogotanos miran con recelo los vínculos con instancias colectivas como el sindicato y que a veces otros jóvenes se han referido a ella como “la guerrillera”. Asimismo, los tres están preocupados por la pérdida de líderes más experimentados en el territorio: muchos de los más viejos se han ido por problemas de salud, oportunidades laborales o miedo ante las amenazas. No obstante, mantienen una dosis de optimismo. “Es una época de retos, hay motivo para asustarnos, pero también para unirnos más como comunidad y tomar fuerza colectiva”.
El orgullo por Juan de la Cruz Varela
Misael Baquero se emociona cuando habla de Juan de la Cruz Varela, uno de los principales líderes campesinos de Colombia en el siglo XX. Cuenta que al dirigente sumapaceño le “tocó pedir militancia” en el Partido Comunista cuando las élites del Partido Conservador y el Partido Liberal iniciaron la represión contra el campesinado. Era alguien firme y aguerrido: “General, yo no tengo armas suyas, ¿cuándo nos han dado ustedes armas? No voy a dar lo que no es suyo”, le dijo una vez al dictador Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957). Después, entregó las armas tras llegar a un acuerdo y cumplió con su promesa de no retomarlas. “Murió de viejo”, recuerda Baquero.
El campesino describe a Varela como alguien cercano, “chiquito” en corpulencia física. “Iba con su ruanita vieja, su saquito de dril, su sombrero, como cualquier campesino”, reconstruye. Las anécdotas se relatan una tras otra, entre risas, como si Baquero las hubiera vivido. “Escribía muy bien, iba a todos lados con una libreta”, narra. “Cuentan que no sabía siquiera limpiar un revolver, pero sabía dirigir. No se dejó matar”.
El orgullo por Varela y la militancia de izquierdas, pese al estigma, se hereda de generación en generación. Tatiana Baquero, Santiago Porras y Jary García lo conocen por los relatos de sus familias y por el colegio en el que estudiaban, que tiene su nombre. “A mí me lo enseñaron como un héroe, como la voz de los campesinos”, señala Baquero. “Fue una voz de lucha y aliento”, concluye Porras.
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