Las palabras irresponsables
En el mundo quebrado de la política colombiana, con Twitter como territorio predilecto de las tonterías, la palabra se ha degradado y se puede usar sin rendir cuentas a nadie
No hay que desperdiciar una buena ocasión de quedarse callado, dice una canción que me gusta. Pero nuestros lamentables líderes colombianos no parecen haber oído a Jorge Drexler, por lo menos a juzgar por las desmesuras, las tonterías, las sandeces y los improperios que han proferido, con admirable constancia, en los últimos meses. No sé cuánto tiempo llevamos advirtiendo con impotencia el deterioro lamentable de nuestras conversaciones políticas, pero basta echar una mirada a los titulares recientes para entender que todo es susceptible siempre de empeorar. Y es normal, o por lo menos predecible: cuando el debate entre los poderosos es tan pobre, tan pueril, tan desinformado y tan frívolo, es muy difícil esperar que entre los ciudadanos se hable o se discuta de manera distinta.
Eso es lo que hemos visto con melancolía –y a veces con vergüenza ajena– en el mundo quebrado de nuestra política. Petro se declara jefe directo del fiscal general, lo cual es una demostración extraordinaria de ignorancia o de incultura democrática; el fiscal le contesta con declaraciones incendiarias y malintencionadas que en un país menos emponzoñado, o simplemente más cívico, deberían haber acabado con su renuncia; la Corte Suprema tiene que intervenir para enseñarle Derecho constitucional al presidente de la república, y el presidente acaba retractándose como se retractan los políticos colombianos: a medias. No es la primera vez que Petro debe hacer algo parecido (ya le había pasado como candidato), ni será seguramente la última; ni es el primero en verse obligado a retractarse, ni será el último. La razón no es, como pensaríamos en nuestros días más optimistas, que los políticos colombianos se hayan olvidado de la sana costumbre de pensar antes de hablar, o de hablar de lo que saben; la razón es que no se trata ni se ha tratado nunca de hablarle al país, ni mucho menos al contradictor de turno, sino a sus bases más radicales.
Acaso eso pueda explicar que aquellos desmanes retóricos no ocurran solamente en declaraciones orales, donde se es más proclive a la irreflexión y al descuido. El territorio predilecto de las tonterías de nuestros políticos es el medio escrito de Twitter, y a mí, que no tengo redes sociales, siempre me ha parecido fascinante que nadie parezca tomarse el tiempo de leer lo que ha escrito antes de infligirnos a los demás sus 280 caracteres. Claro: no se trata de comunicar, sino de alebrestar. Y es por eso por lo que Twitter, como vehículo de las opiniones de los poderosos o como medio de comunicación con sus fieles, ha provocado entre nosotros una nueva relación con la responsabilidad que deberían tener por decir lo que dicen. En otras palabras: los políticos han aprendido tras una larga experiencia que la obligación de retractarse (tras un error de buena fe o tras una calumnia descarada, da lo mismo) no tiene consecuencias apreciables. Políticamente es más rentable causar el efecto que se quiere, porque después, cuando haya que reconocer el error o la mala fe, ya la atención de la gente estará en otra parte, o se contará de todas formas con su complicidad sectaria.
Esto ya forma parte de nuestra costumbre. El Twitter de nuestros líderes es el espacio donde todos se tienen que retractar de lo que acaban de decir, y a veces en situaciones más graves que la ignorancia de la Constitución. No sé cuántas veces lo vimos en el caso de Uribe, por ejemplo, que convirtió la mentira y la calumnia en una estrategia política, y se pasó más tiempo del que debería ser normal respondiendo ante la justicia. Recordarán ustedes que acusó a un periodista crítico de vínculos con el narcotráfico y a otro periodista de violador de niños, sólo para que los jueces lo obligaran después a reconocer que ni lo uno ni lo otro era cierto. Pero de la calumnia, como decía Francis Bacon ya hace varios siglos, algo queda siempre: el primero de los periodistas tuvo que salir del país y el segundo recibió incontables agresiones desde esa cloaca que son las redes sociales, con graves riesgos de seguridad para su familia. Lo que recuerdo de ese episodio despreciable es la ridícula justificación que dieron los escuderos del difamador: él había querido decir “violador de los derechos de los niños”, dijeron patéticamente, pero se le quedaron por fuera unas palabras.
En un ambiente donde la palabra se ha degradado tanto, o donde se puede usar sin rendir cuentas ante nadie, los ciudadanos van perdiendo poco a poco la resistencia a los excesos, más o menos como el cuerpo que toma demasiados antibióticos pierde la capacidad de defenderse de las bacterias. Y así ocurren episodios como el del coronel retirado John Marulanda, que habló en la radio de “defenestrar a un tipo que fue guerrillero”. Una declaración semejante debería ser inaceptable para cualquier demócrata de verdad, pero hace rato que la verdadera democracia está de capa caída. Nuevamente hubo de todo: intentos un poco bobos de justificar la palabra amparándose en la libertad de expresión, o alegatos que decían que “defenestrar” en política es simplemente “retirar del cargo”. Y uno podría recordar inútilmente que este uso de la palabra viene de un episodio muy preciso: el día de 1618 en que un grupo de aristócratas de Praga tiraron por la ventana (en latín, fenestra) a los representantes del Emperador. Los retiraron del cargo, sí, pero no por la vía más democrática; y el atajo –no sobra recordar– dio lugar a la Guerra de Treinta Años.
En toda sociedad la conversación ciudadana tiene la forma de una pirámide, por más que algunos crean en la conveniente ficción de que la comunicación ahora es horizontal, o que es más democrática. La verdad es que las palabras de los de arriba siguen goteando hacia abajo, moldeando las opiniones de los ciudadanos, dando forma a sus propias conversaciones e influyendo fuertemente en sus acciones. Eso lo saben los que hablan, desde luego, y su objetivo evidente suele ser dividir y enfrentar a los ciudadanos, porque han descubierto que es tremendamente fácil hacerlo y sus réditos políticos son inmediatos: basta darle a la gente un enemigo, real o fabricado, y luego las fuerzas de nuestro descontento harán lo suyo.
Cuando los de arriba hablan con total impunidad sin que los ciudadanos los condenemos, aunque estemos de su lado; cuando no les exigimos a los que hablan responder por sus palabras o perdonamos sus excesos retóricos o miramos a otro lado; cuando felicitamos esos excesos o los jalonamos porque secretamente nos gusta que alguien más poderoso haga daño a los que odiamos, lentamente vamos envenenando nuestra convivencia, y luego tendremos menos derecho a sorprendernos cuando las emociones envenenadas se conviertan en actos violentos. ¿Y quién va a responder por ellos?
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