La verdad que se oculta en los cementerios de Colombia
La Unidad de búsqueda de personas dadas por desaparecidas exhumó 15 cuerpos en Puerto López (Meta). Logró conocer la identidad de dos de ellos, que deberá certificar Medicina Legal
El antropólogo está sentado al lado de los huesos que acaba de encontrar. Anota en una libreta con una letra diminuta. Parece escribiendo un poema doloroso al lado del cadáver. Está metido en una fosa que excavó durante horas, doblado al lado del cuerpo. Cada detalle que apunta es la ruta que podría ayudar a esos restos a encontrar a su familia, a que esa persona repose finalmente junto a los suyos. Excava, escribe y dicta.
Está en el cementerio de Puerto López, un municipio del Meta, en el centro de Colombia, que vivió una de las guerras más cruentas entre grupos paramilitares. El camposanto, como ha ocurrido en muchos lugares de Colombia, se convirtió en el mejor lugar para esconder a los desaparecidos. Ocultar muertos entre muertos fue la estrategia perfecta.
Es la primera vez que se busca a desaparecidos ahí. En el acuerdo de paz entre las Farc y el Estado se creó la Unidad de Búsqueda para Personas Dadas por Desaparecidas que tiene como misión encontrar a 120.000 desaparecidos por el conflicto armado en todo el país. Un trabajo que parece inabarcable para el cual tienen 20 años. Solo en este cementerio, a mediados de diciembre, exhumaron 15 cuerpos y de dos consiguieron saber la identidad aunque esta deberá ser certificada por el Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses.
Hasta allá y, después de desplazarse 800 kilómetros, llegó una familia de Chocó para recuperar a su hijo, vinculado a uno de los frentes paramilitares que se disputaba la región. Después de años de silencio y miedo, decidieron buscarlo y acudieron a la Unidad de Búsqueda en Quibdó. Ésta se comunicó con la del Meta. Cruzaron información. Y, aunque falta una confirmación total con el Instituto de Medicina Legal, la familia logró encontrar los restos del muchacho, un hombre afro que fue desplazado a pelear muy lejos de su tierra natal.
Su caso les demostró a los funcionarios forenses que, por las dinámicas del conflicto armado, la búsqueda debe hacerse de forma cruzada y no necesariamente en el lugar donde vivían o trabajaban las personas. La información que tienen hasta ahora también les indica que deben seguir una línea que analice la racialización de la guerra y establecer un eje que busque a muchachas que fueron trabajadoras sexuales contratadas por esos grupos armados. A ellas, explica una investigadora, casi nadie las busca por el estigma.
En esa región de Colombia se enfrentaron dos bloques: los llamados urabeños, de Carlos Castaño, y los ‘buitragueños’ al mando de Héctor Buitrago, conocido como Martín Llanos. Los primeros eran jóvenes de zonas afro del norte del país, como Chocó y Urabá, que fueron trasladados hasta el Meta; los segundos incluían a muchos menores reclutados que el comandante paramilitar usaba como escudos. En el Meta todavía mencionan un día en que llegaron a Puerto López con 30 muchachos muertos en combates. La Comisión de la Verdad documentó que entre 2003 y 2010 se incrementaron las desapariciones en todo el país, debido al rearme paramilitar posterior al proceso de desmovilización de ese grupo.
Hasta el cementerio, donde el antropólogo anotaba detalles metido en la fosa, llegó otra familia de Paz de Ariporo, en el vecino departamento de Casanare, para buscar a su hijo. Y otra familia más escuchó por radio de la intervención forense y se programó para ir al camposanto. Llegaron otras 20 familias buscadoras, la mayoría de mujeres que guardan la esperanza de encontrar a sus hijos, hijas o hermanos. Mujeres bravas, con historias de dolor que revisitan cada instante de su vida y que no bajan la guardia.
Las buscadoras
Mery Portela es una mujer decidida que sabe dónde está el cuerpo de su hija. Lo tiene claro porque estuvo a pocos metros de ella cuando un jefe paramilitar le impidió llegar al cuerpo de Norma Alexandra Quesada, La crespa, asesinada por el grupo para el que trabajaba. La señora recuerda que estaba preparando tamales una tarde de sábado de 2003 cuando le avisaron de la muerte de su niña y que, al día siguiente, sin miedo ya, se dirigió al lugar y enfrentó al comandante. Se le arrodilló primero y luego, ante la indiferencia del hombre, se levantó y le zampó dos puños que pudieron dejarla muerta a ella también. “El viejo ese solo decía: quítenmela de aquí. Yo le exigí que me devolviera a mi niña, que ya la habían picado, que me la entregara”, cuenta.
La crespa quedó bajo un árbol grande entre Villanueva y Tauramena, Casanare. Años después, una persona que intentó recuperar el cuerpo también fue asesinada. Mery espera que esta vez el impulso de la búsqueda de desaparecidos que se ha despertado en el país le ayude a tenerla cerca. “Yo le pido a dios que me dé la licencia antes de llevarme de darle sepultura a mi hija, así sea la sola harinita. Si hay necesidad de ir allá, yo voy”, dice.
En esa zona hubo quienes entraron a grupos armados por decisión propia, pero también reclutamiento forzado. Óscar Alejandro Murillo García, el hijo de la señora Haydé García, está desaparecido desde hace 19 años. El muchacho, cuenta la mujer entre lágrimas y dolor en carne viva, se fue a trabajar a una finca como jornalero y una persona lo vendió al grupo paramilitar por 200.000 pesos. Como Mery, se enfrentó a los armados pero con otra estrategia. “Les ofrecí que me cambiaran por él. Que me lo devolvieran y yo me iba a cocinarles a lo que ellos necesitaran. Les decía él solo tiene 16 años que él viva, devuélvanmelo, yo me quedo aquí al menos para darle un abrazo”. La respuesta fue un golpe con un fusil que la dejó tirada en el piso y un silencio que perdura.
El muchacho había alcanzado a enviar una carta pidiendo ayuda, diciendo que lo tenían los buitragueños. La mujer emprendió camino a rescatarlo, fue a la finca donde lo habían contratado y le exigió al hombre que la llevara hasta el campamento paramilitar. “Salió un tipo. Yo se lo dibujé, le dije alto, flaquito, crespito, tiene los pies grandes, rodillón, un lunar acá. Salió otro y dijo es blanquito. Ahí supe que ellos lo tenían”.
Haydé carga dos cruces, dice, porque también busca a su hermano William, del que no se sabe nada hace casi treinta años. “Yo espero que al menos me digan ‘mire este pedacito era de su hijo o de su hermano’. Sería muy duro, pero al mismo tiempo nuestro corazón descansaría, porque ahora es como si estuvieran secuestrados. No se sabe quién los tiene, dónde están, si comieron, si no comieron”.
Las búsquedas de tantos años suele ser desalentadora para estas familias. En el camino muchas terminan pasando de víctimas a líderes comunitarios. Pride, como quiere ser reconocido, es una persona en transición y la hermana de Óscar Alejandro. “Empecé con mi mamá buscando a mi hermano. Llevamos 19 años buscándolo y no me rindo. Ahora trabajo por buscar a las personas LGBTI desaparecidas durante el conflicto. Entendí que somos muy vulnerables y es más complicado encontrarlas”, cuenta en el cementerio de Puerto López, a unos metros de donde siguen las excavaciones.
Metidos en las fosas, los forenses siguen recuperando cuerpos y detalles. En el rompecabezas que es la desaparición, cada pieza cuenta. Es la semana de las velitas, cuando en Colombia se encienden las luces como anticipo de la Navidad, y en esta intervención han encontrado algunas luces. En medio de los cuerpos encontraron unos pequeños tarros verdes con tapa. Dentro de ellos, la información y número de las necropsias, una ruta que les facilita el trabajo de identificación a los forenses. Se trata de la decisión de un funcionario de Medicina Legal, que pide no ser nombrado y que en las épocas más álgidas del conflicto decidió dejar el frasco con información de los muertos pensando que algún día pudiera ayudar a identificarlos. En cada región, los sepultureros o forenses de los pueblos se ingeniaron estrategias como esas, pero este hombre además dibujó mapas del cementerio que ahora sirvieron de ruta para los forenses de la Unidad de Búsqueda.
Organizaciones sociales del Meta también han entregado información valiosa para encontrar a los desaparecidos. Desde hace una década, los integrantes del colectivo Orlando Fals Borda desarrollan una estrategia llamada búsqueda inversa que empezó cuando esa organización evidenció que en el municipio de La Macarena había un cementerio al que llegaban helicópteros que arrojaban cuerpos. “El sepulturero lo único que atinaba era a abrir un hueco, echar tierra y ponerles NN, como se conocía antes a los cuerpos no identificados”, recuerda Adriana Pestana, sicóloga del colectivo. Era la punta del iceberg de la desaparición en cementerios. Años después, la Fiscalía hizo un censo y determinó que habría 26.000 desaparecidos en los cementerios. En solo en cinco del Meta habría 2.300 personas no identificadas. El colectivo insistió, luchó y las autoridades establecieron la identidad de al menos 830 ciudadanos.
Pero la información se quedaba en una burbuja burocrática y las familias no se enteraban de que su desaparecido estaba identificado y ubicado. Al colectivo se le ocurrió entonces recopilar las fotos de esas personas y ponerlas en un afiche lleno de rostros y nombres con el que viaja por todo el país. En su campaña, llamada Contemos la Verdad, son las víctimas, los desaparecidos, los que buscan a sus familiares. Hay gente que los ha contactado y ha logrado que les entreguen los restos de sus desaparecidos. Como el antropólogo, como Mery, Haydé, Pride o la familia del Chocó, en Colombia hasta las víctimas son buscadoras.
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