Tomás González: “Es posible, hasta muy entrada la muerte, mantener el sentido del humor”
El novelista colombiano publicó recientemente un libro de ensayos que repasa las experiencias y emociones que inspiraron su obra literaria. Recibe a EL PAÍS en su refugio: un pequeño bote donde vive felizmente aislado de las noticias y las ferias literarias.
En el mundo de Tomás González, uno de los mejores escritores colombianos, el mar está en el principio y en el fin. El título de su primera novela ya señalaba al agua como punto de arranque (Primero estaba el mar, 1983) y el de la última su punto de llegada (El fin del Océano Pacífico, 2020). “El mar es la metáfora del infinito y es el infinito también”, dice González (Medellín, 72 años) a El PAÍS en su casa, una estructura de madera construida al borde de una enorme represa y ubicada a una hora de Medellín. Canoso y flaco, responde preguntas con la cadencia de las olas del mar: frases cortas que enturbian el pensamiento, seguidas por largos silencios que lo calman. “La navegación es una forma de meditación”, dice con respecto a un pequeño bote blanco que utiliza casi a diario. “¿Les parece si les doy una vuelta en el bote y hacemos la entrevista en la represa?”, pregunta. Las ideas de Tomás González flotan mejor sobre el agua.
González arranca el motor y habla más cómodo mientras conduce su casa-bote, lugar donde ya instaló una cama, una cocina y un pequeño comedor. Cuenta que vive aislado de las noticias en esta zona rural llamada El Peñol, que su pareja y él decidieron desde hace un tiempo vivir en casas separadas, que solo le acompaña a diario su perra Mara, y que evita a toda costa ir a las grandes ferias literarias en Bogotá o Frankfurt (“son como fábricas”, añade riendo). Lo suyo es navegar y su jardín: desde hace varios años viene sembrando allí café, mandarinas, guanábanas, zapote o aguacate. Su pequeña selva frente a su pequeño mar.
“La naturaleza está en todo lo que he escrito hasta ahora”, escribe en Asombro, su nuevo libro de ensayos publicado recientemente por Planeta que revela las claves de lo que ha motivado los 15 libros que ha publicado desde 1983. Ha escrito sobre la guerra colombiana en los años cincuenta (Abraham entre bandidos), la eutanasia (La Luz difícil), la fragilidad de la memoria (Para antes del olvido) o el amor y el desamor (El lejano amor de los extraños). La suya no es la literatura del realismo mágico de Gabriel García Márquez, ni la novela histórica de Juan Gabriel Vásquez. La suya es una obra más meditativa y más íntima sobre la existencia. “Me interesa, como a todo el mundo, la Historia con mayúscula, y sé bien que nos movemos en ella, pero también sé que por grandes que sean los hechos, solo se viven en el corazón propio”, escribe. “La intimidad en primer plano, y la Historia en el trasfondo”.
Pero en cada libro la naturaleza –el mar, la selva o la niebla– son la clave de lo que turbia a sus personajes. “Un territorio nos define y nos amarra”, escribe. “Cuando la persona cambia de territorio se hacen menos visibles unos rasgos de su personalidad y aparecen otros”. El agua de esta represa es ahora el territorio que define a Tomás González, el lugar donde habla sobre su carrera, su vejez, las próximas elecciones en Colombia, y la posibilidad de enfrentarse a la muerte.
Pregunta. Su nuevo libro se titula Asombro pero escribe en este que, a su edad, le cuesta asombrarse.
Respuesta. Sí, se va perdiendo la capacidad. Cuando uno es adolescente es solo asombro, tiene uno los ojos muy abiertos. Después uno se acostumbra y cree que entiende, que entiende el mundo, que ya sabe cómo es. Lamentablemente se pierde esa capacidad infantil de relacionarse directamente con lo desconocido, que uno cree que conoce porque maneja ciertas lógicas y se hace la ilusión, y se pierde la capacidad fuerte del asombro de la niñez. Pero el asombro se puede recuperar. Aquí la he recuperado yo, en esta casa-bote.
P. ¿Y qué le asombra ahora?
R. La misma existencia. Este asunto, el decir ‘¿Qué es esto?’ Es la misma pregunta que se hacía uno de chiquito, aunque muy difícil de formular. Yo creo que la primera formulación es ‘¿Qué es esto que me tocó? ¿Por qué estoy aquí?’ Cuando uno es niño la pregunta viene muy natural. Uno no sabe por qué está ahí, por qué nació, ni sabe por qué se va a morir. Y eso parece que volviera con los años a plantearse, y recuperar un poco esa capacidad de asombro.
Mientras navega, González empieza a señalar desde su bote lo que le asombra allí: le alegran los árboles nativos que se han empezado a sembrar en unas esquinas de la reserva; le disgusta la tala de árboles en otras zonas que son propiedad privada. “He tenido la idea de escribir sobre esta represa, pero la tengo muy difusa todavía”, cuenta sobre el lugar. “La idea es pensar en el tejido humano que hasta hace muy poco había 40 metros abajo: capillas donde se casaban, notarías, fincas, relaciones de unos vecinos con otros, odios. Todo lo que es un tejido humano, todo eso lo inundaron. Si uno pudiera dar como la idea de la fluidez total de lo que es la existencia, y con esta fluidez evidente del agua, más la fluidez de la historia humana, todo en un mismo punto. ¿Pero cómo se hace eso? Yo solo tengo esa primera idea, que es poética”.
P. Su libro de ensayos también menciona varias veces su primera novela, Primero estaba el mar, publicada en 1983, cuando usted estaba en sus treintas. ¿Cómo ve ahora a ese que empezó a escribir novelas?
R. Como si fuera un hermano menor. La verdad es que hace mucho no la leo, y es casi como si fuera otra persona la que la escribió. Eso fue hace casi 40 años, es imposible que yo sea el mismo, y ese es otro asombro. ¿Qué es lo que se mantiene como yo? Todo ha cambiado, cada célula de mi organismo ha sido reemplazada por otra. Del organismo original creo que no queda nada. Y sin embargo uno sigue identificándose como yo, como Tomás González. ¿Dónde está el ‘yo’? ¿Qué es lo que hace que sea el mismo? Tiene que ser la memoria, pero la memoria no es nada tampoco, la memoria es muy frágil, no es fiable. Entonces, ¿dónde está el yo del yo?
González escribe en uno de los ensayos de Asombro que esa primera novela fue inspirada en el asesinato de su hermano, en 1977, un evento más difícil de retratar desde lo fáctico que desde lo emocional. “Nunca voy a saber si capturé bien la muerte de mi hermano”, escribe. “Los hechos se hacen insondables muy pronto después de ocurridos, se desbaratan, se contaminan al ser investigados y se vuelven cada vez más porosos o equívocos. Las novelas resisten un poco más, a veces, pero tampoco demasiado. Y así y todo son, a mi modo de ver, la mejor vía que tenemos, no de entender, cosa imposible, sino de sentir el pasado”.
P. Escribe en Asombro que usted busca en sus obras casi resolver acertijos, que intenta retratar opuestos como “el horror y la belleza, la vida y la muerte, el caos y la forma, el paraíso y el infierno”.
R. No es tanto un acertijo, sino más bien un trasfondo filosófico. En todas los opuestos aparecen entrelazados, es una búsqueda estética, filosófica, y una descripción de cómo conocemos el mundo, así se mueve. Esto es algo que viene mucho de la antigua filosofía oriental, me gusta mucho la poesía oriental. Yo empecé a leer poetas taoístas y me dije que quería mirar más esto, y ahí llegué al zen, y empecé a practicarlo. Intenté que esa manera de mirar al mundo formara parte del trasfondo filosófico que describo en las novelas. Pero antes de eso tenía esas mismas preocupaciones. Si ves el principio de Primero estaba el mar, hay una frase de [el grupo indígena] Kogui, que fácilmente podría ser un texto taoísta o zen. Dice: “Primero estaba el mar. Todo estaba oscuro. No había ni luna, ni gente, ni animales, ni plantas. El mar estaba en todas partes. El mar era la madre. La madre no era gente, ni nada, ni cosa alguna. Ella era el espíritu de lo que iba a venir y ella era pensamiento y memoria”. Es muy hermoso ese primer verso, como que no se acaba, uno no puede ver los límites.
P. ¿Hace cuánto medita?
R. Desde los años noventa, fue la primera vez que fui a un sitio de meditación. Luego me fui a vivir [al pueblo colombiano] Cachipay precisamente porque ahí quedaba una fundación de budismo zen, y yo quería estar cerca del sitio, y el paisaje también me gustó mucho. La razón de peso para estar allí era la cercanía del monasterio y del centro zen. Mientras funcionaba, yo iba dos veces al día a meditar y volvía a la casa, o a veces iba tres veces. El sitio se enproblemó después. Es que se juntan tres seres humanos y siempre va a haber un problema, incluso en el zen. La navegación es ahora una forma de meditación.
P. La muerte también es un tema que ronda varias de sus novelas.
R. Me genera el mismo asombro que hablábamos, el asombro de estar y ver ‘¿qué diablos es esto [de la vida]?’, y aparte de eso uno se muere. Es asombroso que dejemos de estar. Tanto estar como no estar son acontecimientos tan grandes que uno los sufre pero no los va a entender nunca. Cada persona se enfrenta a esos hechos de manera distinta, cada persona tiene una historia única en la manera de enfrentarse a la muerte y en la manera de ver la vida. En la creación de personajes, en cierto modo, consiste en ver cómo ese personaje en particular entiende su propia muerte y entiende qué es la vida. ¿Dónde nace el ‘yo’ del personaje? Nace ahí, en su manera de enfrentarse a la vida y enfrentarse a la muerte, es lo que lo hace único, como las huellas digitales. Y no hay manera de que no lo haga, uno no es libre de no tener ese asombro por la muerte, no reaccionar de cierta forma cuando llega, eso está en el cableado, no se puede cambiar.
Fíjate en las diferencias en los personajes de La Historia de Horacio (2000) a Ignacio [personaje principal de El fin del Océano Pacífico, 2020]. Horacio se muere con angustia y con una insatisfacción muy profunda, casi como indignación por morirse. En cambio Ignacio se muere como vivió, mamando gallo. Es posible, hasta muy entrada la muerte, mantener el sentido del humor. Eso diferencia a un personaje de otro. Morimos como vivimos.
P. Habla en el libro de su exesposa Dora, que falleció después de varios años de esclerosis múltiple, pero cuya relación con la muerte cambió cuando sabe que en Colombia la eutanasia es legal. ¿Cómo fue eso?
R. Fíjate que Dora siempre pensó que iba a ser capaz de recurrir a la eutanasia y, a la hora de la verdad, no pudo. No fue que le diera miedo, yo creo, sino que era mucho su apego por la vida. Ella disfrutó mucho cuando estaba sana y me imagino que seguía disfrutando a su manera, tanto para no querer morirse, a pesar de la enfermedad. Se quejaba mucho, peleaba mucho, pero creo que seguía disfrutando bastante de lo que vivía a pesar de estar recluida, inmóvil. Esa es una enfermedad muy cruel, hace que la persona se vaya paralizando poco a poco, como enterrada viva, cada vez se podía mover menos, leer menos, no veía bien. Y a pesar de eso, no quiso.
P. Hubo recientemente casos legales que revivieron el debate sobre la eutanasia en Colombia por la posibilidad de practicarla ahora sin estar en un estado terminal.
R. Yo creo que uno debería morirse cuando quiera. Si uno se cansó de vivir y quiere acabar, debería haber una manera de acabar la vida, poder planearlo uno mismo, que uno mismo la organice. Porque no tiene sentido esperar que Dios ‘le pegue el batacaso, pues’, cuando puede uno mismo organizar la salida de una manera digna. Pienso en eso, y me da mucha curiosidad cómo yo voy a reaccionar cuando la vea encima, este personaje que soy yo. Pero sí creo que eso debería ser una decisión y no tendría uno que estar enfermo sino que simplemente no quiere seguir viviendo, porque esto cansa. Si uno tiene 80 años, y está sano y está cansado, la única manera de descansar es planeando su final. Es mucho menos lúgubre: si uno lo hace, lo organiza y se despide bien de todo el mundo, deja todo como en orden. Es mucho menos lúgubre, menos que el ganado que meten al matadero y espera a que le caiga un golpe en la nuca.
P. Digno de un escritor que usted quiera escribir su propio final.
R. [Se ríe y asiente con la cabeza]. Sí, puede ser.
Son casi las cuatro de la tarde y González dice que es hora de volver a casa. Mientras navega de vuelta habla brevemente sobre las elecciones presidenciales, que se celebrarán en mayo, tema del que también se mantiene aislado. “Fico [Gutiérrez] es el uribista, ¿cierto?”, pregunta mientras mira al horizonte (respuesta: sí, aunque no lo quiere decir oficialmente). “Bueno, eso ya es algo, que no quiera decirlo”, añade. Del uribismo, que lleva varios años gobernando, González solo dice que ha sido “un horror”, y añade que votó en la consulta partidista de izquierda en marzo por la líder ambientalista afrocolombiana Francia Márquez, ahora fórmula vicepresidencial de Gustavo Petro. Pero de este último, el más opcionado para ganar las elecciones, dice que le preocupa “su talante autoritario”.
“Pero no debería hablar mucho de las elecciones, porque no sé mucho”, aclara. Difícil mantenerse enganchado a todas las noticias del día a día cuando primero –y al final, y en el medio– estaba el mar.
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