Vivir el alzhéimer entre cuatro paredes
En el 94% de los casos, la familia es la responsable del cuidado de la persona que sufre la enfermedad
Antonina Hernández, de 82 años, tiene Alzhéimer desde 2009. La cuida su hijo, Juan Pedro García, de 41. Él dejó a su pareja y su casa para volver al piso donde vive su madre desde hace más de 40 años, en el madrileño barrio de Numancia. La peina, le ayuda a vestirse, le da de comer y la tranquiliza cuando no se acuerda de donde está. “Es como tener a una niña de tres años”, dice.
No existe un censo oficial sobre el número de personas con esa enfermedad en España, pero Imserso y Ceafa (Confederación Española de Asociaciones de Familiares de Personas con Alzhéimer y otras Demencias) estiman que hay 1.128.000 enfermos, cuya condición repercute en la vida de más de 3,5 millones de personas. Eso porque en el 94% de los casos, la familia es la responsable del cuidado de la persona que sufre esa enfermedad.
García pertenece a una minoría de hombres cuidadores —el 24% frente al 76% de mujeres—. Él se ha hecho cargo de su madre porque ninguna de sus tres hermanas podía hacerlo. “Mi madre tiene muchísimas alucinaciones, habla con la televisión…”. Los puntos suspensivos de García evidencian la dificultad de vivir el Alzhéimer entre cuatro paredes, pero, en por lo menos un aspecto, él se considera “privilegiado”: mientras que el 12% de los cuidadores se ve obligado a dejar el trabajo, él ha podido seguir ejerciendo de entrenador profesional. Tiene un contrato de tres horas a la semana, repartidas en dos días. “Es un contrato pobre, pero me ayuda a mantener mi vida laboral”, dice. Cuando él está trabajando, Antonina se queda en un centro de día. “Me gustaría poder llevarla más días, pero los centros son bastante caros y no recibimos muchas ayudas”, lamenta. El gasto familiar se incrementa en más de 30.000 euros al año con un enfermo de Alzhéimer.
La situación económica de los cuidadores empeoró con los recortes en la Ley de Dependencia, en 2011¸ que les permitía cotizar en la Seguridad Social. Por eso la Fundación Diario de un Cuidador, creada por Pablo Barredo en 2015, pretende impulsar un “Plan Nacional del Alzhéimer y otras Demencias”, para asesorar, formar y reinsertar a los cuidadores en el mercado laboral. “Todos los que no pueden volver a su rutina se convierten en un lastre para el Gobierno”, afirma Barredo, quien se ha reunido con algunos líderes políticos para debatir el tema. Él creó la fundación a raíz de un blog donde compartía la experiencia de cuidar a su madre durante cinco años, hasta que ella falleció.
Ceafa, que celebra el “Año del Cuidador”, presenta propuestas similares al plan de la Fundación de Barredo: pide la promoción de sistemas similares a las bajas por maternidad y el establecimiento de programas de conciliación laboral para los cuidadores. Es importante, por ejemplo, reconocer en el momento del diagnóstico que el enfermo sufre un 33% de discapacidad. Eso permitiría que la familia accediera a beneficios sociales específicos, como ayudas financieras y facilidades fiscales”, defiende Chele Cantabrana, presidenta de Ceafa, quien también cuidó a su padre y a su madre a la vez.
Problemas físicos y emocionales
La mitad de los cuidadores tienen una predisposición a padecer alteraciones físicas, psicológicas y sociales, según un estudio de Ceafa y de la Fundación Sanitas. Los problemas más frecuentes son trastornos del sueño y alimentarios, dolores musculares y de espalda. Si bien esos disturbios son fácilmente tratables, el estrés emocional es el que deja más secuelas en los cuidadores: el 60% sufre depresión. “El cuidador está solo, se siente aislado y se descuida de su vida personal. Si recibe formación y ayuda psicológica, aprende a enfrentar la enfermedad y ve que la solución no es aislarse, sino todo lo contrario”, explica Javier Gómez Pavón, especialista en geriatría de la Fundación Vianorte-Laguna.
Gloria Domínguez, de 60 años, que cuida a su madre hace una década, asiste a charlas de formación para saber cómo atender a la progenitora y a la vez prevenir el cansancio físico y mental. También le enseñan cómo lidiar con los cambios de humor de la enferma. “Tuvo una época muy agresiva y me dolió, porque no entendía como era capaz de hacerme daño”, cuenta Domínguez. Su madre tiene 87 años y está en un estado avanzado del Alzhéimer y se han invertido los papeles entre madre e hija. Si Domínguez no le da de comer, ella no come. “Antes de que perdiera el habla, empezó a llamarme ‘mamá’. Eso es lo más duro. Ver como deja de ser mi madre”, afirma Domínguez, con la voz entrecortada. Pero ella celebra los pequeños gestos de cada día: “Ahora ella está muy dulce, me da muchos besos. Y tengo suerte que todavía sabe sonreír”, cuenta.
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