_
_
_
_

Deyan Sudjic: “Todavía estoy haciendo las paces con mi pasado”

El director del Museo del Diseño de Londres reflexiona sobre la configuración de los espacios que habitamos. “Siempre me he preguntado si los urbanistas podían hacer cambiar realmente las ciudades o si solo estaba en sus manos predecir lo que iba a pasar”. Nacido en Reino Unido, de padres que emigraron desde Yugoslavia, sostiene que su autobiografía le ha servido para relatar sus múltiples reinvenciones.

Anatxu Zabalbeascoa
Deyan Sudjic, director del Museo de Diseño de Londres, británico de origen yugoslavo.
Deyan Sudjic, director del Museo de Diseño de Londres, británico de origen yugoslavo.Jordi Socías

El director del Museo del Diseño de Londres es uno de los más sagaces analistas de los cambios que transforman el mundo. Fue crítico de arquitectura del diario británico The Observer, director de la revista Domus y comisario de la Bienal de Arquitectura de Venecia en 2002. Deyan Sudjic (Londres, 1952) es hijo de inmigrantes yugoslavos. Autor de ensayos como La arquitectura del poder (Ariel) o la biografía de Norman Foster, acaba de publicar un diccionario de la modernidad, B de Bauhaus (Turner). Una autobiografía que ha presentado en Madrid. En este libro subraya la diferencia entre las suertes de dos empresas míticas, Kodak –que apostó todo el beneficio al revelado y en 2012 anunció en Wall Street su reorganización– y Xerox, que supo reinventarse a tiempo para sobrevivir.

Arquitecto, crítico y director de museo. ¿También usted se ha reinventado para sobrevivir? Cuando estudiaba pensaba que el resto de mi vida trabajaría como arquitecto, pero cambiar de profesión te permite ver el mundo de otra manera.

¿Qué le ha hecho cambiar? Descubrir el placer de mirar. Tratar de comprender.

Bajo la apariencia de un diccionario, su libro B de Bauhaus es autobiográfico. ¿Por qué? Me llevó un tiempo conseguir la confianza para usar la palabra “yo” en un periódico. Pero escribí un artículo sobre mi regreso a Belgrado, de donde habían emigrado mis padres, que conectó con mucha gente.

Sus padres llegaron a tener seis nacionalidades y eso le ha hecho ver la identidad como algo provisional. ¿Qué hace que nos sintamos de un lugar? Las ciudades tienen identidades más acogedoras que las naciones. Uno tiene el plano de la ciudad en la que ha crecido en la cabeza y luego lo utiliza para comparar el mundo. En cualquier sitio trato de averiguar cuál es el equivalente al este, al norte o al sur de Londres.

Londres ha cambiado radicalmente desde que usted era un niño. Una ciudad no es una obra de arte, solo prospera si permite el cambio. El peligro surge cuando deja de ser capaz de reinventarse, como le sucedió a Detroit. Desde las ventanas del Museo del Diseño veo aparecer, año tras año, una erupción de rascacielos poco distinguidos. Hace 15 años, la idea de construir uno en medio de Londres hubiera sido ridícula.

Los cataríes están comprando su ciudad edificio a edificio. No tengo nada contra los cataríes, me preocupan más algunos rusos. Pero en Londres, y en otras ciudades, se están vendiendo los activos. Hay edificios en los que no vive nadie porque los han comprado como si fueran un lingote de oro en la caja fuerte del banco. Eso crea calles y barrios muertos, aumenta el precio de los pisos cercanos y, al final, termina por destrozar las cualidades que atrajeron la inversión inicial. Desde un punto de vista práctico no tiene sentido. Pero siempre me he preguntado si los urbanistas podían hacer cambiar realmente las ciudades o si solo estaba en sus manos predecir lo que iba a pasar. Es como adivinar que va a llover o hacer que llueva.

¿Cómo se mide el éxito de una ciudad? La más exitosa es la que tiene el mayor número de habitantes con la mayor opción de elección. En Inglaterra inventamos la revolución industrial, creamos ciudades industriales, y la élite decidió que quería vivir en el campo, en el paisaje más bien. Hay un mito sobre la autenticidad de la vida rural, pero yo siempre he visto el otro lado. Mis abuelos venían de un pequeño pueblo en la antigua Yugoslavia donde, si eras distinto a tu vecino, tenías problemas. No era el lugar para ser gay, por ejemplo. Una ciudad modelo te permite ser sincero cuando quieres serlo.

Sudjic se crio en Acton, un barrio periférico de clase media al oeste de Londres. De adolescente le incomodaba la visita de sus abuelas, que viajaban en tren desde Montenegro con un cerdo asado envuelto en papel de estraza. El pequeño de tres hermanos fue un niño introvertido. Le llevaban 11 años; habían nacido en Londres durante la II Guerra Mundial. Luego sus padres regresaron a Belgrado. “Y solo cuando mi padre perdió la fe en el comunismo volvieron a Londres, donde yo nací. Me crie solo. Al ir creciendo caes en que tus padres no hablan como los demás. En aquella época Londres no era una ciudad tan cosmopolita como hoy. Tener un nombre impronunciable me incomodaba”.

¿Cuánto le costó hacer las paces con su pasado? Todavía estoy en ello. Pero voy a Belgrado una vez al año.

Tardó 25 años en regresar a la ciudad de la que habían llegado sus padres. Y lo hizo cuando su periódico lo envió. La costa de Montenegro está destrozada, pero Belgrado fue un lugar interesante con arquitectura tradicional y un club de escritores. También está el restaurante al que solía ir Tito. Supongo que al viajar allí me fui dando cuenta de que, aunque suene perfectamente inglés y durante años rechacé la idea de ser de allí, debo mucho a mis padres por tomar la decisión de regresar a Reino Unido… Con el tiempo uno se interesa por saber de dónde llega. El único Nobel yugoslavo, Ivo Andrić, escribió El puente sobre el Drina, la biografía de un puente levantado en el siglo XVI por los turcos y destrozado en la última guerra mientras los psicópatas serbios mataban a los bosnios. Explica tanto del país de mis padres como de la historia de Europa. El imperio austro-húngaro y el otomano pueden parecer historia antigua, pero son pasado reciente que redibujó el mapa de Europa.

El Tribunal Internacional de Justicia de la ONU ha decidido que Serbia y Croacia no cometieron genocidio. Me consuela que muy pocas de esas personas ostenten ahora el poder, en ambos lados. Pero, por supuesto, debían haber sido juzgados.

El padre de Sudjic, Mishia, fue un periodista radiofónico, simpatizante del régimen de Tito, que cubrió los juicios de Núremberg. Y del que el arquitecto terminó heredando la profesión, además de una “discreta pero irritante tos para llamar la atención”. “Mi padre y mi madre eran miembros del partido de Tito, lo que no deja de ser extraño porque mi abuelo era coronel y ella decidió casarse con un comunista. Supongo que en España hubo casos similares. En 1938 hubo una revuelta en la Universidad de Belgrado. Destrozaban los laboratorios de química porque los habían pagado los alemanes. Mi madre participó en ese saqueo. Pero solo me lo contó un par de años antes de morir, cuando ya era una anciana de 80 años muy respetable y respetuosa”.

Deyan Sudjic recibió en 1979 el premio al joven periodista del año del International Building Press.
Deyan Sudjic recibió en 1979 el premio al joven periodista del año del International Building Press.

Usted forma parte del establishment no solo británico, sino también internacional. ¿Se ha sentido alguna vez inmigrante? No, nunca. En una ocasión, en Glasgow, me acusaron de ser un colono inglés [risas]. Pero nada más.

¿El siglo XX ha sido el de las grandes migraciones? Todos lo son. La diferencia es que ahora son reversibles. Cuando mis abuelos emigraron a América puede que regresaran cada 10 años. Eso ha cambiado. La transición ahora es menor. No permea tanto a las personas, no las transforma completamente.

Para ilustrar la importancia del diseño en la transformación de la vida recuerda que el tetrabrik hizo que los japoneses comenzaran a beber leche hace poco, en los años setenta. El paso de lo analógico a lo digital está transformando nuestros rituales cotidianos. ¿Qué vamos a ver cambiar? Si fuera estudiante de Medicina, estaría nervioso. La digitalización y la robótica van a llegar allí. Tras la música, la edición, el diseño… les ha llegado el turno. Mi cardiólogo cambió de profesión. Se convirtió en dermatólogo. Cuando le pregunté por qué, me contestó que la medicina en su antiguo campo se había convertido en algo tan mecánico que el contacto con el paciente estaba desapareciendo.

Los libros son de los pocos objetos con los que mantenemos una relación afectiva. ¿Cómo ve su futuro? Las ventas de estanterías se están hundiendo, no es una buena señal. Mi hija de 25 años se queja de haber nacido demasiado tarde o demasiado pronto. No es nativa digital y considera que nosotros somos unos privilegiados porque, por lo menos, conocimos bien el mundo analógico.

¿Tiene libro electrónico? Compré un Kindle. Pero solo lo he usado dos veces. No dejan de aparecer y desaparecer objetos en esta era. Nuestra cultura es perecedera, pero si no necesitamos escribir, llegará un momento en que no necesitemos leer. Así es que la tecnología nos podría devolver a una cultura prealfabetizada. No sé si pasará, pero es interesante considerar que podría suceder.

¿Le da miedo el mundo digital? Me parece extremadamente narcisista contar lo que uno anda haciendo. Ciento cuarenta caracteres es la extensión de los mensajes que la gente escribe en los baños públicos. Twitter puede ser además un paredón de linchamiento. No lo considero necesario. Igual me ha pillado mayor.

En otro de sus libros, El lenguaje de las cosas, describe cómo la industria de la moda ha exportado su acelerado modo de producción a otros campos, como la edición o el diseño, creando temporadas y colecciones de rápido consumo. El mundo es insaciable. La digitalización nos lleva a cambiar de móvil porque aparecen otros más pequeños y más inteligentes. Esos aparatos han acabado con la película fotográfica, con las cámaras, con las tiendas donde comprabas las cámaras, con las fábricas donde se producían, con el sistema de distribución, y no solo eso, también están terminando con las librerías, las imprentas… Sin embargo, en esa progresiva desmaterialización tal vez exista un consumo libre de culpa.

¿Envejecer le ha hecho más o menos libre? Lo pregunto porque parece decir lo que piensa y, sin embargo, seguro que tuvo cuidado cuando aceptó escribir la biografía de Norman Foster. Cuando solo era periodista podía ser más maleducado por escrito de lo que puedo ser dirigiendo un museo. Pero eso no tiene que ver con la libertad. Tiene que ver con la manera de comunicarse.

Sí se atreve a criticar por escrito al Comité Olímpico –“un grupo de ancianos con ética cuestionable que viaja por el mundo en lujo de seis estrellas”–, al que acusa de privatizar la palabra “olimpiada”. Son un Estado paralelo. Supongo que queda más lejos de mi casa y eso facilita hablar de ellos. Los periodistas se sienten presionados a ejercer un tipo de crítica con licencia para ser cruel. A mí me incomoda que alguien pueda disfrutar por el hecho de haber hundido a otra persona.

Deyan Sudjic

Londres, 1952. Hijo de padres yugoslavos, pasó su infancia en Acton, en el West London, y no fue hasta los tres años de edad cuando empezó a hablar con fluidez en inglés, con un acento aprendido, según él mismo asegura, de la BBC, además del serbocroata que hablaban sus padres en casa. Desde 2006 es el director del Museo del Diseño de Londres, pero antes fue crítico de arquitectura del diario británico The Observer, y también fundador de la revista Blueprint, decano de la Facultad de Arte, Diseño y Arquitectura de la Universidad de Kingston, exdirector de la revista Domus y uno de los jurados de diseño del Centro Acuático de Londres 2012, proyectado y construido por la arquitecta Zaha Hadid.

No hace falta hundirlos ni ser mal educado. Pero se supone que las biografías y los periódicos están para contar la realidad. ¿Se siente usted tan libre cuando le encarga una biografía Norman Foster como cuando describe a Rem Koolhaas como “Savonarola en un traje de Prada”? Al ir viviendo desarrollas relaciones personales que, sin duda, transforman la dinámica de la crítica. Puedes intentar no tener amigos, claro.

O puedes elegir no escribir sobre tus amigos. Rem Koolhaas le resulta un personaje incómodo. En su nuevo libro asegura que “acepta encargos del poder que critica asegurando que hace subversión desde dentro. Así, se ha convertido en parte de lo que denuncia con tanta pasión”. Y sin embargo sigue siendo el gran referente arquitectónico. ¿Por qué? Porque tiene un cerebro impresionante. Y carisma. Cuando se atraviesa un periodo histórico de incertidumbres, el que parece tener certezas es el escuchado. Una oficina como la suya florece porque atrae a una nueva generación convencida de que ellos saben cómo será el futuro. Esa juventud lleva nueva energía al estudio. Así, el sistema se retroalimenta como un círculo vicioso.

¿Dónde arrancaron los arquitectos ­estrella? En los setenta, la fe en la arquitectura se desmoronó. La utopía prometida por la modernidad había producido tugurios. Eso hundió la confianza de y en los arquitectos. De figuras heroicas pasaron a ser cabezas de turco. Esa situación no podía durar eternamente y la generación siguiente levantó la autoestima. Convertirse en personaje para darse a conocer es un recurso clásico. Lord Byron se hizo grabar un ridículo retrato de sí mismo con un disfraz turco en la primera edición de sus poemas. Creó un mito alrededor suyo. Piense en Napoleón… Es una técnica. La autoridad llega de poner un rostro. Supongo que los arquitectos descubrieron esa técnica.

¿Cuál es su gusto arquitectónico? Soy muy conservador.

Pero le pidió a Jan Kaplický de Future Systems que diseñara su piso con hinchables y acero inoxidable. Entonces (en 1988) pensaba que tenía cierta responsabilidad con lo que defendía.

¿Por qué la arquitectura fascista estaba tan cerca de la comunista? Los regímenes autoritarios intimidan con el mismo repertorio de trucos: cosas grandiosas que parecen reflejar autoridad. Lo que ocurrió fue que los rusos construyeron mucho más porque Stalin permaneció en el poder más que Hitler, y al final la gente hace suya esa arquitectura. Incluso en Varsovia, los polacos defienden su Palacio de Justicia, un regalo de Stalin.

¿Qué supo ver venir cuando ejercía de crítico en The Observer? Analicé temprano y con escepticismo el fenómeno Bilbao, los edificios espectáculo. Lo que hizo triunfar a los arquitectos estrella es que su fama ayudaba a elegir a gente sin conocimiento ni criterio.

¿Qué no supo ver? Recuerdo que escribí que Canary Wharf (un barrio de negocios al Este de Londres) nunca se construiría.

El director del Pompidou, Alfred Pacquement, declaró que un museo no es una fábrica de Coca-Cola. Pero poco después su propio centro comenzó a tener sucursales. ¿Es la franquicia el futuro de los grandes museos? No funcionan muy bien. El futuro está en la cooperación. La vieja idea de construir la colección mayor y mejor ya no tiene sentido. Sí lo tiene compartir. Es más civilizado.

¿Cuál es el papel de los museos como autentificadores, decidiendo qué es importante y qué no? Usted cuenta lo que le costó a Giorgio Armani exponer en el Guggenheim de Nueva York: 15 millones de dólares. ¿Quién entra en los museos? ¿El que más paga? Es un asunto pertinente. Nuestro museo funciona con muy poca financiación pública. Vivimos de vender entradas, objetos y cafés. O de permitir que la gente alquile el local para casarse, si eso es lo que quieren hacer. Preparamos una exposición sobre Camper que se inaugurará en verano. Han sabido apostar por diseñadores jóvenes. Y los zapatos son una manera directa de hablar al público sobre diseño. ¿Es publicidad para Camper? Si solo fuera eso, estaríamos despreciando el futuro de nuestro museo.

¿Qué le llevó a prestar atención a las ciudades? En los noventa, mi editor me pidió que escribiera un libro sobre la gentrificación: la expulsión de los habitantes del centro urbano para encarecer sus pisos y revenderlos. Me interesé sobre lo que sucedía. La forma tradicional de la ciudad con un mercado, una universidad y un periódico que acababa en el campo estaba cambiando. Los contenedores estaban matando a los muelles porque los barcos tan grandes no pueden llegar hasta los puertos, que se han quedado pequeños. Por aquel entonces, en Londres, las redacciones de los periódicos estaban abandonando Fleet Street para trasladarse al extrarradio. Quise entender qué quería decir todo aquello.

La ciudad más exitosa tiene más habitantes con mayor opción de elección”

¿Qué ayuda a entender las ciudades? Es necesario ser curioso y caminar. Aunque [el crítico] Reyner Banham dijo una vez que había aprendido a conducir para poder leer Los Ángeles en versión original.

¿Es el momento del urbanismo de base, de aprender de lo espontáneo, lo informal y no planificado? Los dos son necesarios. Los tugurios de Bombay son más sostenibles que muchas de nuestras ciudades. ¿Cómo se adecentan para hacerlos más humanos? Una de las intervenciones consiste en aumentar los baños públicos para conseguir un nivel de dignidad que no existe. Puede que con intervenciones pequeñas puedan hacerse más civilizados. El plano de las calles de Tokio es tan denso que si estuviera en India se convertiría en tugurio. No es solo el urbanismo lo que decide una ciudad.

¿Los tugurios son hoy más reales que las ciudades globalizadas? No comparto el pesimismo de Mike Davis. “Tugurio” era una palabra que nos asustaba, pero esconden muchas realidades. Algunos son amenazas para la vida, otros tienen el brillo de la gente que está tomando el mando de su vida y mejorándola. De eso podríamos aprender.

Mucha de la investigación y la tecnología necesaria para idear el jet, Internet o frenar la malaria ha dependido de la inversión en desarrollo militar durante las guerras. Sin embargo, salvo en el que usted dirige, las colecciones de los museos de antropología o de diseño no tienen armas de fuego. ¿Hasta qué punto la hipocresía decide lo que se expone como buen diseño? Los museos de artes decorativas suelen tener espadas, que incomodan menos. El buen diseño se ha asociado siempre a un diseño moral, y eso no tiene sentido. Lo que hace buenos o malos los objetos es el uso que les dan las personas. La moralidad de los objetos está en otro lado: en si son fáciles de reparar, en si aguantarán muchos usos…

¿Por qué los diseñadores más cruciales, los que idean coches, aviones u ordenadores, no son conocidos? No todo el mundo necesita escribir un manifiesto. Hay quien prefiere concentrarse en solucionar problemas que en brillar socialmente.

¿Qué necesita un objeto para permanecer? Desarrollamos relaciones con nuestros objetos. Nos sugieren y recuerdan cosas. Nos cuentan historias sobre quién los hizo.

El mundo digital está cambiando eso. ¿Qué nos hablará en el futuro de las personas que hicieron las cosas? El mundo digital convierte a la gente en inmortal. Cada cosa que dices en público queda registrada y podría durar para siempre.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_