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Los primeros 100 días
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El muro mental de Trump

El proyecto de la alambrada inaugura la edad del oscurantismo y del aislamiento

La valla de la ciuadad de Tijuana en la frontera entre México y Estados unidos.
La valla de la ciuadad de Tijuana en la frontera entre México y Estados unidos. Alejandro Zepeda (EFE)
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No hace falta ser un experto en grafología para identificar la extraña firma de Trump con una suerte de alambrada en cuyo abrupto recorrido se aprecia incluso el contraste de unas torres de vigilancia. Trump firma con un muro. Y lo prolonga ahora a una dimensión material, pero también conceptual y psicológica.

Quiere decirse que la megalomanía del proyecto tanto se expone a la categoría de las obras irrealizables como queda subordinada al mensaje protector y discriminatorio que implica dividir la sociedad no ya entre americanos y extranjeros, sino entre buenos y malos, de forma que el estadounidense genuino debe recelar del inmigrante, acaso confortado por la seguridad que le proporciona la placa de sheriff de Trump.

El presidente americano inocula un veneno en la sociedad, la xenofobia, para luego proponerse como medida terapéutica. El muro no es hacia fuera, es hacia dentro. Y supone un ejercicio de aislacionismo mental y hasta emocional cuyos límites no contradicen otras ambiciones prosaicas. Empezando por la económica, toda vez que la política de Trump convierte la abstracción del mexicano delincuente en el pretexto para corregir el desequilibrio de la balanza comercial con el vecino y trasladar a los mercados el mensaje dogmático del proteccionismo.

El muro es la alegoría del aislamiento, más allá de la intoxicación social que implica la demonización de los inmigrantes ilegales como embrión de la delincuencia, y el oprobio de los mexicanos en cuanto amenaza a la seguridad y el trabajo. No iba a molestarse Trump en matizar entre sus compatriotas que son más los mexicanos que se marchan de EE. UU. de cuantos ingresan. Ni iba a detallar que 700.000 de los "invasores" son jóvenes de México y de Centroamérica a quienes Obama dispensó una moratoria en sus trámites de regularización.

Trump no ha puesto la primera piedra del muro. Corresponde el honor a Bill Clinton en 1994, como concierne a George Bush hijo uno de sus mayores impulsos de ingeniería (2006). Existe, pues, un millar de kilómetros de alambrada que Trump quiere prolongar como si fuera posible resolver los problemas orográficos y las fronteras naturales: el desierto, el río Grande, incluso el derecho de la propiedad privada que prevalece entre los terratenientes de Texas. No es concebible alambrar sus tierras. Ni parece viable que el Estado americano disponga de suficientes recursos para ubicar agentes y controles en una distancia equivalente a la que separa España de Bielorrusia.

El muro es faraónico e inconcebible en su dimensión material, pero viable y catastrófico en sus connotaciones psicológicas y en el desquiciamiento de una sociedad aprensiva. Trump incide en la política de las emociones y de las simplificaciones. Persevera en la construcción de enemigos y en la facultad para erradicarlos. No ha inaugurado un muro imposible. Ha inaugurado la era del oscurantismo con su firma de alambre de espino.

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