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Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Por amor a Morse

El código telegráfico por excelencia cumple 175 años y sigue enamorando

Javier Sampedro
Un grabado del inventor Samuel Finley Breese Morse
Un grabado del inventor Samuel Finley Breese MorseGetty

Lee en Materia un elogio al código Morse, que cumple en estos días 175 años. El autor del artículo, el ingeniero eléctrico, aviador y radioaficionado Eddie King, de la Universidad de Carolina del Sur, cuenta una bonita historia del Morse y defiende su utilidad presente y futura en la aviación, la navegación y la radioafición, y ello pese a la tozudez de los datos que él mismo cita: tras el naufragio del Titanic, un convenio internacional obligó a los barcos a llevar un telegrafista atento a las señales de socorro (SOS, que se dice en Morse ··· --- ···), pero la Guardia Costera de Estados Unidos suspendió esas escuchas en 1995, como la mayoría de los países. Los radioaficionados tenían que dominar el Morse para obtener la autorización, pero esa obligación se suprimió en 2007 por la Comisión Federal de Comunicaciones norteamericana y luego por la mayoría de los países.

La motivación profunda de King para vindicar el código Morse es seguramente el amor. “El código tiene algo de artístico, un ritmo y una fluidez musical en el sonido”, dice King. “Enviarlo y recibirlo puede proporcionar una sensación relajante y meditativa mientras la persona se concentra en el flujo de caracteres, palabras y frases”. King no escribe con la razón. Escribe por amor a Morse.

Quizá la simplicidad no está en el origen, sino que evoluciona a partir de la irregularidad. Como nuestros verbos auxiliares

¿Se puede amar a un código? Mi genetista japonés favorito, Susumo Ohno, muerto en enero del 2000, viajaba en los años ochenta dando seminarios con un reproductor de casetes muy de la época. Lo que se llamaba un loro. Proyectaba, por ejemplo, la secuencia del gen de la piruvato quinasa (gatacca…) y ponía el audio de su traducción musical. Por supuesto, no hay una forma única de convertir en música un texto genético. Siendo estrictos, no hay ninguna. Pero Ohno usaba un diccionario honrado, uno que no imponía su estructura sobre la secuencia de ADN, sino que la absorbía de ella. El objetivo de Ohno era mostrarnos que el gen no hacía ruido, sino que generaba música. La música consiste enteramente en repeticiones de un tema con variaciones, y esa era justo la teoría de Ohno sobre la evolución: que los genes también consisten en repeticiones con variaciones. Por eso los genes cantan. Sé de varias experiencias, algunas en Madrid, que han explorado esta conexión entre la genética y la música, y también con los colores y sus armonías cromáticas. Sí. Se puede amar a un código.

Bajando el tono poético, hay otra conexión anecdótica entre el código Morse y el código genético. El Morse empezó siendo un lenguaje sin elegancia matemática. Ya sabemos que SOS se dice ··· --- ···, lo que parece apuntar a que cada letra se compone de tres signos, como por ejemplo S (···) y O (---), pero el código original de Samuel Morse no funcionaba así. Por ejemplo, E (·) y Z (··· ·). Morse había favorecido a las letras más usuales del inglés, como la E, y había arrojado al pantano de la excepcionalidad a las más infrecuentes, como la Z. Las modificaciones posteriores que internacionalizaron el Morse tendieron a un código de tripletes. Como el código genético. Quizá la simplicidad no está en el origen, sino que evoluciona a partir de la irregularidad. Como nuestros verbos auxiliares.

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