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NAVEGAR AL DESVÍO
Columna
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La psicología política de los colores

Manuel Rivas

No hay todavía ningún decreto que prohíba el amarillo, pero sí episodios grotescos en los que ese color es perseguido. Mañana puede ser el añil o el siena.

LOS PROBLEMAS con la libertad de expresión se suelen asociar con las palabras. Muchos nos criamos en un medio ambiente de miedo y cautela marcado por una consigna murmurada: “¡Eso no se puede decir!”. Han pasado décadas y vivimos un cierto retorno a lo que “no se puede decir”. Sabemos lo que suele ocurrir con las segundas partes, y que expresó el joven Carlos Marx en su mejor obra, El 18 de brumario de Luis Bonaparte, cuando era, sin saberlo, un crack del nuevo periodismo: “La historia se repite dos veces, la primera como tragedia, la segunda como farsa”.

En nuestro tiempo y en nuestro país, la sensación de desvarío anacrónico no solo viene dada por ese ruido herrumbroso de cerrojos en el castillo kafkiano, con una irritación jerárquica ante coplas raperas, chistes tuiteros o blasfemias artísticas, esos desahogos populares y orilleros del carnaval de la historia, sino que se manifiesta como una extrema obsolescencia de los sentidos políticos cuando el malhumor del poder le lleva a obcecarse con un color.

Lo podríamos denominar “el síndrome del amarillo catalán”. No hay todavía ningún decreto que prohíba el amarillo, pero sí episodios grotescos en los que ese color es perseguido: la prohibición de la luz amarilla en las fuentes ornamentales de Cataluña, la prohibición de lazos y globos en ciertos escenarios, y el límite de la incautación policial de camisetas y bufandas a la entrada de la final de la Copa del Rey de fútbol. Se dirá que no se persigue un color, sino su uso o exhibición como signo de una protesta política. ¡Un color que reta al Estado! Pero justamente esa respuesta, en lugar de “explicar” la actuación, la hace más perturbadora e inquietante. Pues lo que viene a decir es que la libertad de expresión excluye a los colores. Hoy es el amarillo. Pero mañana puede ser el añil o el siena. En ese castillo kafkiano, que hoy debe ser el Interior del ministro Zoido, deberían aprestarse a crear un Departamento de Psicología de los Colores.

Cuando un Estado se empeña en perseguir un color, la consecuencia es el ridículo y una carcajada internacional

Hablamos de esta historia, por casualidad, con Stefano Mancuso, autor de Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal, uno de los grandes expertos mundiales en la vida de las plantas y, por tanto, de los colores. No daba crédito. Pero añadió algo muy interesante: “Es el síntoma de un sistema de extrema obsolescencia”. Hay que renovar la democracia, potenciando la colaboración en red frente a la competencia jerárquica: “Las personas competentes no compiten, solo compiten los incompetentes”.

Más que acaparar la competencia, los poderes del Estado, con el “síndrome del amarillo”, han traspasado una línea democrática para llegar a la jactancia, ese mal del poder.

Cuando un Estado, o el Ministerio de Interior, que es el instrumento más visible para imponer la autoridad del Estado, o la fuerza a sus órdenes, se empeñan en perseguir un color, la consecuencia es el ridículo y una carcajada internacional. Un Estado contemporáneo puede resistir muchas cosas serias, pero una carcajada generalizada, ser materia de la globalización del chiste, lo coloca en una situación híbrida de ridículo intelectual y la jactancia del poder.

La acción de la jactancia aparece regulada en la ley 46 de la parte tercera del libro Las siete partidas de Alfonso X, conocido como el Sabio. Los diccionarios recogen dos acepciones de “jactancia”: 1. Cualidad del que presume o se alaba a sí mismo; y 2. Acción presuntuosa y arrogante.

Cuando la jactancia la ejerce un poderoso, es una especie de pavoneo del poder. En términos de pre­cisión, un alarde excesivo, una sobreactuación derivada de lo que también se denomina la “embriaguez del poder”.

Esos excesos en la historia suelen tener un efecto contraproducente para quien utiliza el poder con jactancia. Uno de los episodios más determinantes en el movimiento pacifista que encabezó Gandhi en India fue la llamada “marcha de la sal”. Gandhi estuvo, al principio, poco apoyado en su protesta consistente en manifestarse con un puñado de sal en la mano. Pero al poco tiempo fueron multitudes, miles y miles de personas, que se manifestaban con la única enseña de un puñado de sal. No ofrecían resistencia cuando se les detenía. Pero las autoridades estaban instaladas en la jactancia y atravesaron la delgada línea del absurdo. Cuando alguien decidió reflexionar, se encontraron con un problema judicial irresoluble: tenían 100.000 personas detenidas por llevar un puñado de sal.

Por favor, dejen en paz el amarillo. 

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