Por qué es importante la historia
En el 50º aniversario de la Guerra de los Seis Días, hay que recordar que entonces no existía un Estado palestino, que el conflicto no fue provocado por Israel y que la construcción de asentamientos no es el principal obstáculo para la paz
Cada vez que se menciona la historia de Oriente Próximo, se ven gestos de escepticismo. Pero sin conocer el pasado, es imposible comprender en qué situación nos encontramos hoy, y esa situación es tremendamente importante para la región y para el mundo.
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Este mes hace 50 años que estalló la Guerra de los Seis Días. Si bien algunas guerras se pierden en el olvido en cuanto terminan, esta sigue teniendo hoy la misma relevancia que en 1967. Muchos de sus problemas fundamentales siguen sin resolverse.
Los políticos, los diplomáticos y los periodistas continúan lidiando con las consecuencias de aquella guerra, pero pocas veces tienen en cuenta su contexto, o quizá incluso lo desconocen; sin él, varias cosas fundamentales quizá no tienen sentido. Para empezar, en junio de 1967, no existía ni había existido jamás ningún Estado palestino. Su creación, propuesta por la ONU en 1947, topó con el rechazo del mundo árabe porque significaba el establecimiento simultáneo de un Estado judío.
En segundo lugar, Cisjordania y Jerusalén Este estaban en poder de Jordania. Este país, en clara violación de los acuerdos, impedía a los judíos el acceso a sus lugares sagrados en la parte oriental de la ciudad y había profanado y destruido muchos de ellos. La Franja de Gaza estaba en manos de Egipto, que empleaba la fuerza militar para controlar a sus habitantes.
Al hablar del conflicto entre árabes e israelíes no podemos tratar el pasado como si fuera irrelevante
Y los Altos del Golán, desde los que se bombardeaba con frecuencia a las comunidades israelíes situadas más abajo, pertenecían a Siria.
Tercero: los países árabes podrían haber creado un Estado palestino en Cisjordania, Jerusalén Este y la Franja de Gaza en cualquier momento. Pero no lo hicieron, porque despreciaban a los palestinos.
Cuarto: las fronteras de 1967, cuando estalló la guerra, no eran unas fronteras oficiales, sino nada más que una línea de armisticio fijada en 1949, la llamada Línea Verde, delineada después de que cinco ejércitos árabes atacaran Israel en 1948 para destruir el Estado judío recién nacido y no lograran su propósito. Los países árabes, incluso derrotados, siguieron negándose a reconocer el derecho de Israel a existir.
¿Puede avanzar la historia? Sí. Lo prueban los tratados de paz de 1979 de 1994
Quinto: la Organización para la Liberación de Palestina, que participó en la guerra, nació tres años antes, en 1964, con el objetivo de destruir Israel. En 1964, recordemos, no había más “asentamientos” que el propio Israel.
Sexto: durante las semanas previas a la Guerra de los Seis Días, los dirigentes egipcios y sirios declararon repetidamente que se avecinaba un enfrentamiento armado y que su propósito era borrar a Israel del mapa. Sin ambigüedades.
Además, Israel, en esos mismos días, envió un mensaje a Jordania, a través de la ONU y Estados Unidos, para instarle a permanecer al margen de cualquier posible conflicto. El rey Husein hizo caso omiso de la petición y se alió con Siria y Egipto. Sus tropas fueron derrotadas por las israelíes y perdió el control de Cisjordania y Jerusalén Este.
Séptimo: el presidente egipcio, Gamal Abdel Nasser, exigió que se fueran las fuerzas de paz de la ONU que estaban presentes en la región desde la década anterior para evitar una guerra. La ONU, vergonzosamente, accedió. Como consecuencia, desapareció el último parachoques entre los ejércitos árabes y las fuerzas israelíes en un país con una superficie que era la quinta parte de la de Egipto y con solo 14 kilómetros en su parte más estrecha.
Octavo: Egipto bloqueó las vías marítimas de Israel en el Mar Rojo, su único acceso por mar a las rutas comerciales con Asia y África. De acuerdo con el derecho internacional, un bloqueo es un acto de guerra, y así es como Jerusalén interpretó la medida de Egipto.
Noveno: en vísperas de la guerra de junio, Francia, que había sido el principal proveedor de armamento de Israel, anunció la prohibición de la venta de armas. Eso significó que Israel podría estar en grave peligro si hubiera una guerra prolongada y necesitase reaprovisionarse de armas.
Y, por último, después de ganar aquella guerra en defensa propia, Israel confiaba en que los territorios recién adquiridos sirvieran de base para un acuerdo de paz a cambio de territorios. Tanteó las posibilidades. La respuesta oficial llegó el 1 de septiembre de 1967, cuando la Cumbre Árabe declaró en Jartum: “Ni, paz, ni reconocimiento, ni negociaciones” con Israel.
Hubo más noes después. En 2003, The New Yorker citó al embajador saudí en Estados Unidos: “Me rompió el corazón que [el presidente de la OLP] Arafat no aceptara la oferta [del acuerdo de dos Estados propuesto por Israel en 2001, con apoyo de Estados Unidos]. Desde 1948, cada vez que hemos tenido algo encima de la mesa, hemos dicho no. Y después decimos sí. Pero, cuando decimos sí, ya no está sobre la mesa. Y entonces tenemos que conformarnos con menos. ¿No ha llegado el momento de decir sí?”
Hoy hay muchos que quieren reescribir la historia.
Quieren hacer creer al mundo que existió un Estado palestino. No es verdad.
Quieren hacer creer al mundo que había unas fronteras oficiales entre ese Estado e Israel. No es verdad.
Quieren hacer creer al mundo que la guerra de 1967 fue un acto beligerante provocado por Israel. No. Fue un acto en defensa propia ante las amenazas de destruir el Estado judío, el bloqueo marítimo del Estrecho de Tirán, la brusca retirada de las fuerzas de paz de la ONU y el despliegue de las tropas egipcias y sirias. Todas las guerras tienen consecuencias. Pero aquellos agresores no han asumido nunca la responsabilidad de la que iniciaron.
Quieren hacer creer al mundo que la construcción de asentamientos israelíes desde 1967 es el principal impedimento para la paz. La Guerra de los Seis Días prueba que el problema fundamental es, y ha sido siempre, si los palestinos y el mundo árabe en general pueden aceptar el derecho de los judíos a tener un Estado propio.
Y quieren hacer creer al mundo que los países árabes no tenían nada contra el pueblo judío, solo contra el Estado de Israel, pese a que arrasaron los lugares sagrados judíos.
Por eso, al hablar del conflicto entre árabes e israelíes, no podemos tratar el pasado como si no fuera más que un motivo de irritación o, peor aún, algo irrelevante.
¿Puede avanzar la historia? Por supuesto. Lo prueban los tratados de paz firmados por Israel con Egipto, en 1979, y Jordania, en 1994. Pero las lecciones de la Guerra de los Seis Días muestran que es un camino difícil y tortuoso.
David Harris es presidente del American Jewish Committee
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
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