Frankenstein se despide de ustedes
Los nuevos tomates que propone la biotecnología ya no son ni transgénicos: no llevan nada extraño en su genoma. ¿Cuál es el problema entonces?
Mutantes de precisión. Quizá sería la mejor denominación de los tomates que proponen crear los genetistas de plantas españoles. No es solo que la palabra “transgénico” suene fea a los oídos desinformados, que siguen siendo la mayoría de los oídos. No es solo que evoque un mundo de pesadilla donde un panel de autoridades científicas sacadas de 12 monos, de Terry Gilliam, impone a los ciudadanos la dieta óptima para servir al imperio. No es solo eso. Es que esos tomates no serían transgénicos, en ningún sentido razonable de esta palabra ensuciada por la propaganda. No tendrían nada que no tengan los tomates que comemos a diario, excepto un sabor exquisito y unas cuantas mutaciones como las que usan los agricultores desde hace 10.000 años. Lee en Materia los fascinantes detalles de esta idea, y la espectacular investigación genómica en que se basa.
Una de las funciones del periodismo científico es luchar contra la irracionalidad. El clásico absoluto de este género son las controversias, a veces de gran altura, entre evolucionistas y creacionistas, que son herederas de la trifulca que hace un siglo y medio mantuvieron Thomas Huxley, el bulldog de Darwin, y el obispo de Oxford Samuel Wilberforce. Pero la irracionalidad no es exclusiva de las religiones monoteístas, y sigue viva y coleando en nuestros días, desde los bajos fondos del ecologismo hasta los altos despachos ovales y de otras geometrías. La oposición a los transgénicos es una de estas religiones modernas, venga de Greenpeace o del obispo Wilberforce.
La actitud europea sobre los transgénicos ha sido una simple proyección burocrática de esa religión naturalista. Bruselas ha producido una regulación absurda donde se obliga a etiquetar un 1% de transgénicos en cualquier producto, pese a que ni el 100% causaría el menor problema de salud, y al tiempo consiente disfrazar las grasas trans, que sí son un demostrado problema de salud, bajo el epígrafe inocuo de “grasas vegetales parcialmente hidrogenadas”. Es una actitud irracional, miope y dañina para el avance de la ciencia.
Sería muy deseable que esta cuestión se aclarara de una vez, que la gente empezara a escuchar a sus mejores científicos en vez de a los chamanes, y que Greenpeace se disculpara públicamente por sus millonarias campañas de desinformación, a las que hay que reconocer un éxito arrasador. Hay países africanos con hambrunas que han rechazado donaciones de grano porque contenían transgénicos. Por cuestiones como esta, un centenar de premios Nobel han acusado a Greenpeace de crímenes contra la humanidad. Puede parecer exagerado, pero es justo el tipo de dialéctica que usa la otra parte.
Y ya ni la palabra tóxica nos queda. Las nuevas plantas creadas por la razón y la sensatez ya no son transgénicas. Es hora de cambiar el discurso, ¿no os parece, muchachos?
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