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Por fin, su lavadora podría durar eternamente

Qué mas quisiéramos que el coche o la tableta no claudicaran nunca. Pero estaban programados para lo contrario. Hasta ahora

Cuando en 1901 una bombilla incandescente fabricada por la Shelby Electric Company de Ohio fue instalada en el cuartel de bomberos de Livermore, en California (EE UU), nadie podía imaginar que esa luminaria iba a convertirse en toda una celebridad. ¿Quién iba a figurarse que hoy, después de 115 años y más de 1.000.000 de horas de iluminación, siguiera alumbrando sin pausa? Sin duda es la bombilla más famosa del mundo: su longevidad no tiene parangón. Sus filamentos de carbono siguen resistiendo el paso del tiempo y, a excepción de alguna vez que hubo que desconectarla para cambiarla de ubicación, ha funcionado sin parar durante más de un siglo. Y ahí sigue, controlada por una webcam para que el mundo entero pueda observarla. Pero… ¿cuál es el secreto de esa bombilla centenaria? Sencillamente, había sido concebida para perdurar: apenas se calienta, sus filamentos son más gruesos y la luz que emite es más tenue que la de sus sucesoras.

Antes, las cosas duraban más

Puede que a muchos de nosotros, hijos de una época en la que casi todo dura más bien poco, nos sorprenda descubrir que, antes, la vida de los productos era mucho más larga. Los diseñadores e ingenieros se dedicaban a fabricar los objetos de la mejor forma posible, priorizando la calidad con gran éxito. A principios del siglo XX se habían logrado grandes hitos: electrodomésticos que funcionaban un mínimo de 25 años, bombillas casi eternas, medias prácticamente indestructibles o un coche que podía durarnos toda la vida. Pero, en pocos años, esa tendencia se zanjó.

Paulatinamente, la mayoría de los objetos pasó a tener una vida mucho más efímera y, en muchos casos, un final marcado por la muerte súbita: había nacido la obsolescencia programada (OP), concebida para salvaguardar el ciclo de producción y consumo que sostiene la economía de la sociedad occidental. Ingenieros y diseñadores tuvieron que claudicar ante las leyes del mercado y su sapiencia, antes dirigida a la excelencia del producto, fue encauzada en pro de una fabricación de objetos frágiles y caducos.

50 millones de toneladas de aparatos electrónicos son desechados cada año en los países más ricos

A las medias de nailon, por ejemplo, se les retiró el aditivo que las protegía de los rayos UV, y así, con el contacto del sol, el tejido se debilita hasta romperse. A las bombillas se les retocó el filamento en aras de acortarles la vida. Y hoy, a muchas impresoras se les coloca un chip para que, pasado un determinado número de impresiones, se detenga. Qué decir de las baterías de móviles y de multitud de dispositivos electrónicos, en muchos de los cuales ni siquiera es posible hacer una restitución. Ordenadores, teléfonos, tabletas, coches, ropa, muebles…todo está concebido para caducar, para que nos veamos obligados a tirar ese producto y a comprar otro creando una dinámica infinita.

Cambiamos de móvil cada 20 meses

¿Sabía que, de media, los españoles cambiamos de smartphone cada 20 meses porque ese es su ciclo de vida? Por otro lado, en el último trimestre de 2015 las ventas de ordenadores personales cayeron un 10,6% más que en el mismo periodo del año anterior. ¿El motivo? La competencia con teléfonos inteligentes y tabletas…y también una vida más larga de los aparatos, según la consultora IDC. Es el bucle perverso que, como decía Mason Cooley, famoso por sus aforismos, conduce a la sociedad humana a sostenerse transformando la naturaleza en un montón de residuos.

El origen de la obsolescencia programada se explica muy bien en el documental de Cosima Dannoritzer, Comprar, tirar, comprar, en el que se apunta que la idea surgió tras unas reuniones secretas que se llevaron a cabo entre 1924 y 1939 por un supuesto cartel llamado Phoebus, mediante el cual las principales industrias de la bombilla, como Philips, Osram o General Electrics, pactaron limitar a mil horas la vida útil de su producto estrella. ¿Su objetivo? Forzar al consumidor a una reposición continua para sostener el círculo productivo y comercial.

El basurero tecnológico de Agbogbloshie, en Accra, es e lugar más contaminado del mundo, por encima de Chernobil

¿De qué iban a vivir, si no? Obvia decir que la idea se propagó como la pólvora, de eso vive el capitalismo. Todos los sectores vieron en esa caducidad planificada la vía para asegurarse una producción non stop, que nos ha llevado a un siglo XXI cuyos mayores problemas derivan de ese consumo desmedido y a un sistema productivo que ha generado, además de una desigualdad creciente y una salvaje sobreexplotación del medio natural, una montaña de residuos que hemos mandado en masa a los países en desarrollo, como si tal cosa, algo que está prohibido, ciertamente, por varios tratados internacionales. Por eso no los llamamos por su nombre, desperdicios, sino que los camuflamos de productos informáticos de segunda mano…, de los cuales la mayoría (aplastante) no funciona en absoluto. Greenpeace asegura que entre "el 25% y el 75% de los bienes de segunda mano importados en África no pueden ser reutilizados”.

Según el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), unos 50 millones de toneladas de aparatos electrónicos son desechados cada año en los países más ricos y el 80% de ellos va a parar a países en vías de desarrollo donde ni siquiera existe una regulación clara al respecto. Ghana (África) es uno de estos puntos calientes, en concreto, el basurero tecnológico de Agbogbloshie en su capital, Accra, altamente tóxico. Es el lugar más contaminado del mundo, por encima de nombres tan estremecedores como Chernóbil, según un informe de las organizaciones Green Cross Switzerland y Blacksmith Institute, titulado El peor de los mundos 2013: Las diez mayores amenazas tóxicas.

Una corriente se alza en contra

Pero hoy son muchas las voces que se levantan contra este sinsentido. La ministra de Ecología francesa, Ségolène Royal, aprobó hace poco más de un año la Ley de Transición Energética. Este decreto multa hasta con 300.000 euros y 24 meses de cárcel a las empresas que diseñen y fabriquen sus objetos para durar un tiempo limitado.

Requisitos para la certificación

Hasta el momento, 14 empresas ya cuentan con el sello ISSOP. Entre ellas, Happy Feet, que vende un aparato para ejercitar las piernas sentados; Zumex, fabricantes de exprimidores de fruta; Light&Life, de bombillas sin obsolescencia; Ecoproyectores Casio; ATP Iluminación exterior… Los requisitos para conseguirlo son:

1. Priorizar la compra de productos y la contratación de servicios respetuosos con el medioambiente, fabricados sin obsolescencia programada. Fabricar de esta manera y utilizando preferiblemente producto local y de comercio justo.

2. Contribuir a la mejora energética y a la disminución de emisiones.

3. Gestionar bien los residuos.

4. Promover la cultura del consumo social y ambientalmente responsable.

5. Apostar por esta responsabilidad ambiental.

6. Facilitar el acceso a la formación ambiental y de integración social.

7. Evitar hacer uso de una publicidad engañosa o ambiental y socialmente irresponsable.

8. Promover la igualdad e integración.

9. Facilitar la conciliación familiar.

10. Promover y difundir los compromisos de gestión sostenible y responsable. Incluir en sus contratos con terceros cláusulas que impidan la corrupción.

La Fundación Feniss, que responde a las iniciales Fundación Energía e Innovación Sostenible sin Obsolescencia Programada, ha instado a los partidos políticos a que incluyan en sus programas una medida que castigue esta práctica. “Estamos convencidos de que con ayuda del conjunto de los ciudadanos, conseguiremos promover una ley que elimine de forma definitiva esta práctica, como paso previo hacia una sociedad más sostenible, justa y solidaria. Por el momento, algunos partidos se comprometieron a impulsar una ley que luchará por eliminarla a partir del 27 de Junio”, cuenta su presidente, Benito Muros. “Nuestra principal finalidad es acabar con un modelo de producción que agota los recursos naturales y aumenta las emisiones de dióxido de carbono”, añade.

Pero no es este el único aspecto que se descuida; el capital humano también peligra. Según Greenpeace, los niños de China que viven en las áreas de reciclaje de este tipo de residuos, tienen niveles de plomo en sangre considerablemente superiores a la media. Además, en la mayoría de países en vías de desarrollo, muchas familias viven en la más absoluta pobreza, a pesar de realizar jornadas laborales interminables, asegura el dossier Flawed Fabrics, realizado por la organización ecologista SOMO.

En realidad, todos somos perdedores en una industria basada en la obsolescencia. Los consumidores, porque estamos obligados a seguir corriendo en esta peligrosa rueda de hámster que sustenta un sobreconsumo y un despilfarro sin fin; y las compañías, porque aunque quisieran hacerlo bien no tienen incentivos suficientes para ofrecer productos mejores, competitivos y más duraderos.

Por ello, algunas firmas apoyan un cambio de modelo económico y social basado en la sostenibilidad. Catorce de ellas, hasta el momento, se han hecho con un certificado que así lo garantiza. “Hemos puesto en marcha el sello ISSOP (Innovación Sostenible Sin Obsolescencia Programada). Se trata de una certificación que distingue a aquellas compañías que no incluyen la obsolescencia programada en la fabricación de sus productos y que venden bienes que pueden ser reparables por un coste menor del que supone hacerse con uno nuevo”.

Hay más organizaciones que trabajan para ayudar a la empresa privada en la trancisión hacia la racionalización del consumo. La Fundación Ellen Mac Arthur trabaja codo con codo con importantes firmas de ámbito global con el fin de adoptar estrategias que les permitan transitar hacia un ciclo productivo circular: una economía que reduzca al máximo tanto el uso de materias primas como la generación de residuos. Muchas ya se han subido al carro. Falta mucho por hacer, está claro, pero algo se mueve en el horizonte y todo indica que esta tendencia social será difícil de parar. Todo un mundo en transición que avanza lenta, pero inexorablemente.

Casi 70 años de denuncias

En la película El hombre del traje blanco, de Alexander MacKendrick, el protagonista, Alec Guinness, es un científico que tras mucho experimentar inventa un tejido tan revolucionario que ni se rompe ni se mancha: es eterno. Pero su alegría dura poco. De repente, se convierte en el enemigo número uno, tanto de los empresarios textiles, que lo denominan "el imbécil que ha inventado un tejido indestructible", como de los trabajadores de la fábrica. Y es que donde el científico ve un progreso para la humanidad, los demás perciben una gran amenaza: la ruina de las empresas y la pérdida de puestos de trabajo. La película, que ya tiene 65 años, se ambienta en una sociedad –la estadounidense– donde el consumo ya se aposentaba como el motor de un sistema capitalista basado en un crecimiento ilimitado. La obsolescencia programada se instauró como un modo de salvar ese ciclo productivo salvaje.

En la obra La muerte de un viajante, de Arthur Miller, de 1949, para muchos un ataque al american way of life y a un progreso exento de principios éticos, también se refleja este tema. En una escena el protagonista exclama: "Me gustaría que algo fuera mío antes de que se rompiera, es una lucha continua contra el vertedero. Acabo de pagar el coche y está en las últimas, la nevera gasta correas como una loca. !Está calculado! !Terminas de pagar algo y ya no sirve".

El primer libro de denuncia al respecto data de 1960. Se titula The waste makers (Los fabricantes de residuos) y es el primer análisis académico sobre la obsolescencia programada. Su autor, Vance Packard, ya había publicado otro sobre los efectos de la publicidad: The hidden persuaders (Los persuasores ocultos). La queja viene de lejos.

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