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COCINA

La patria del ‘Gruyère’

Suiza atesora la marca protegida de una de las variedades de queso más célebres del planeta

Pablo León
Nave del afinador donde se deja curar el queso durante varios meses.
Nave del afinador donde se deja curar el queso durante varios meses.Álvaro García

Unos 28 millones de francos suizos (25 millones de euros) se esconden en un polígono industrial a las afueras de la ciudad de Bulle, en el cantón de Friburgo. A la estancia se accede tras acreditarse, cubrirse con una vestimenta especial y pasar un control de seguridad. Hace frío en su interior, un espacio diáfano con altas estanterías divididas en hileras. No se ve por ningún lado el brillo del dinero o los fajos de billetes. Solo huele a queso. “En estos estantes hay millones de euros”, insiste el anfitrión, Gérald Roux; ese es el valor de las casi 80.000 ruedas de gruyère que atesora la cámara. “Cada una pesa en torno a los 35 kilos y el kilo se cotiza a unos 15 euros”, cuenta Roux, maestro afinador, responsable del proceso de curación de la denominación de origen (AOP en sus siglas en francés: appellation d’origine protégée). Con 450 variedades, Suiza produce 185.300 toneladas de queso al año. La mayor parte (63%) se usa para consumo interno, mientras que el 37% se exporta principalmente a Europa. A pesar de esas enormes cifras, el proceso para elaborar este producto sigue vinculado a la tradición y, como no podía ser de otra manera, a las vacas suizas.

"El auténtico gruyère no tiene orificios", matizan los lugareños del pueblo que da nombre al queso

Hasta el año 2010, París y Ginebra se disputaban la propiedad intelectual –y la denominación de origen– del queso gruyère. Finalmente fue Suiza el país que se quedó con la marca protegida. “El auténtico gruyère no posee orificios”, matizan continuamente a los pies de los Alpes, en Gruyère, el pueblo que da nombre a la variedad y que se encuentra en el mismo cantón que Bulle. “La historia del gruyère es antigua, lo que hace casi imposible conocer sus orígenes”, cuentan fuentes de la denominación de origen. Una leyenda dice que el emperador romano Antonino Pío murió por un empacho de este alimento. Corría el año 161. Y aunque los primeros registros sobre este queso datan del año 1115, esta zona ya era conocida en tiempos de los césares por sus vacas, su leche y el variado sabor de sus quesos.

Otra variante de queso suizo, redondo, intenso y de un sabor muy particular, es el tête de moine, que comenzó a producirse en 1192 en el pueblo de Bellelay, en el cantón de Berna. “Unos monjes que llegaron de Francia se instalaron aquí y comenzaron a controlar la explotación”, dice Olivier Isler, director del organismo regulador de este queso. No en vano su nombre, tête de moine, significa cabeza de monje: cuentan que los clérigos metían el diente al manjar y, para que nadie lo notara, en lugar de cortar un pedazo –que evidenciaría el hurto–, raspaban la cara superior de las piezas, de tal manera que el queso se acababa pareciendo a la tonsura de los monjes. “En esa época, este queso se utilizaba no solo como alimento, sino también como regalo o fuente de ingresos”, explica el director. Ahora, solo 270 granjas producen la leche que se puede llevar a nueve queserías de la región. Y se rebana con una girolle, una especie de rascador inventado en 1982 y que va cortando finas lonchas en forma de rosa.

El tête de moine, como el gruyère, requiere un proceso de curación (afinado) de entre 5 y 12 meses y debe afinarse como mínimo durante dos meses y medio sobre una madera de abeto rojo de California. Solo dos establecimientos realizan esta labor. “Está todo muy controlado”, cuenta Isler. Desde los noventa, la producción de este exclusivo manjar se ha duplicado: genera una actividad económica de unos 55 millones de euros y se exporta una de cada dos piezas que se elaboran en esta pequeña región.

Son las seis de la mañana y ­Vincent Gapany, vestido de blanco y rodeado de enormes cubetas con leche caliente, recibe a los ganaderos de la zona. En su fromagerie (quesería) comienza todo el proceso de producción del queso suizo. Él está especializado en gruyère. Los vaqueros pueden vender una cantidad limitada de leche que es etiquetada y analizada. “Debe cumplir patrones de excelencia muy rigurosos”, explica Gapany.Cada día elabora entre 12 y 15 ruedas de gruyère que luego vende al afinador, responsable del proceso de curación. Dependiendo de la variedad, el queso se pasa, de media, entre 3 y 12 meses en una cámara refrigerada y se lava con agua con sal. “De ahí que no tengan lactosa. A los dos meses de afinado ya está toda digerida”, aclara Gapany. “Como el resto de variedades curadas de Suiza”. Una noticia genial para los alérgicos al azúcar que contiene la leche.

“Nosotros compramos el queso y lo cuidamos durante el tiempo que lo tenemos a nuestro cargo. Si hay alguna alteración y se estropea una remesa, la pérdida es enorme. Como cuando se arruina la cosecha”, explica el afinador Gerald Roux. Ahora mismo tiene a su cargo esas 80.000 ruedas de gruyère valoradas en más de 25 millones de euros. “El cuarto mes se realiza una cata”, cuenta Roux. Vienen queseros, un representante de la denominación de origen y un afinador. Introducen una sonda alargada y punzante y extraen una muestra para controlar su calidad. “Miden cuatro valores: apertura, consistencia, gusto e imagen exterior”, explica el maestro. “Y puntúan; el máximo son 5 puntos por posición”, añade. A los cinco meses ya se puede vender como gruyère joven (a unos 12 euros el kilo). Si aguanta más, se puede obtener uno viejo (18 euros el kilo). “Pero no te puedes pasar”, avisa el afinador: “Se trata de un producto vivo. Natural, pero caduco. No puedes adelantarte o retrasarte. Si no, pierdes dinero”. Y en Suiza no es de buen gusto que esto ocurra. El queso que no seduce al paladar, tampoco.

El origen del queso

Los seres humanos llevan miles de años haciendo queso. Algunos historiadores datan su origen entre los años 8000 –fecha en la que se empiezan a domesticar las ovejas– y 3000 antes de Cristo. Al parecer, todo fue un accidente. Un comerciante decidió transportar leche de una comunidad ganadera a otra que carecía del preciado líquido. A falta de cubos, decidió usar un envase hecho con tripas de vaca. Al llegar a su destino, la leche no era tan líquida como antes; las enzimas (concretamente la rennina) y bacterias presentes en los restos del estómago del animal habían comenzado a digerir la leche. “Esto es debido al cuajo [reservorio de enzimas cuya función es separar la caseína de su fase líquida: agua, proteínas del lactosuero y carbohidratos], presente en el estómago de la vaca. También se produce por las altas temperaturas a las que pudo someterse la leche durante el viaje”, cuenta Olivier Isler, director del organismo Interprofession Tête de Moine.

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Sobre la firma

Pablo León
Periodista de EL PAÍS desde 2009. Actualmente en Internacional. Durante seis años fue redactor de Madrid, cubriendo política municipal. Antes estuvo en secciones como Reportajes, El País Semanal, El Viajero o Tentaciones. Es licenciado en Ciencias Ambientales y Máster de Periodismo UAM-EL PAÍS. Vive en Madrid y es experto en movilidad sostenible.

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