La infancia desamparada
'Memoria por correspondencia' recoge las 23 cartas que la pintora colombiana Emma Reyes escribió a su amigo Germán Arciniegas
En 1969 la pintora colombiana Emma Reyes (1919-2003) empezó a escribir a su amigo Germán Arciniegas un montón de cartas en las que contaba su infancia. Habla de la vida cotidiana en un miserable barrio de Bogotá y enseguida consigue el prodigio de levantar acta de ese momento en que no era sino una frágil criatura sin rumbo alguno. Tenía por la mañana la obligación de llevar al muladar la bacinilla que por la noche se había llenado con los orines y excrementos de los que compartían su minúsculo hogar.
Monja a la fuga
La primera de las 23 cartas de ‘Memoria por correspondencia’ de Emma Reyes (Libros del Asteroide) está fechada en París en 1969, y la última, en Burdeos en 1997. Estas recogen sus primeras vivencias en la Colombia de los años veinte y su estancia en el convento de María Auxiliadora hasta que decidió fugarse. Fue entonces cuando Reyes empezó una intensa vida llena de aventuras hasta que se sumergió en la pintura.
La habilidad de Emma Reyes es la de dejarse llevar por sus recuerdos y reconstruir lo que sucede en la infancia, cuando las cosas se van posando en quien nada sabe ni sobre el bien ni sobre el mal, pero tampoco sobre lo normal y lo extraordinario. La pobreza, la ausencia de padre y madre, y la única compañía de su hermana, la señora María y ese chico, el Piojo: es lo que hay, ni mejor ni peor. Todo es asombroso, todo ocurre por primera vez, y van surgiendo los descubrimientos, del mundo y de los afectos.
Lo más asombroso de esas cartas es la naturalidad con la que Emma Reyes va dando cuenta de una terrible trayectoria de abandono y desamparo. No hay ninguna acritud, ni rencor, ni resentimiento. En el convento aprende lo que es la humillación y la piedad, la abyección y el amor, los abusos más ignominiosos, la soledad y la dureza y la destreza en el trabajo (es una gran bordadora). Emma Reyes, que fue analfabeta hasta muy mayor, tiene una prosa que deslumbra: cuando cuenta, cuando describe, cuando penetra en la médula de su lejana infancia. Dice, cuando una avalancha de niñas irrumpe en el patio del convento al que acaban de llegar, que había “manos que no se sabía de qué brazo colgaban”. Así es su historia, descolgada de la corriente, desamparada.
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