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El Pintor Sonrisa

El escritor Martín Casariego continúa con estas páginas reservadas a la ficción

Hospital oncológico infantil de Minsk (Bielorrusia), fotografiado en 1999.
Hospital oncológico infantil de Minsk (Bielorrusia), fotografiado en 1999.Paul Fusco (Magnum)

Su madre le había enseñado una foto de unos glóbulos rojos y unos blancos. En su sangre había demasiados glóbulos blancos y pocos rojos.

Aún tardaría en ir a visitarle. Tenía náuseas y no se acostumbraba a la luz amarillenta de la habitación. Seguía deprimiéndole, como ese olor raro que lo inundaba todo. Tres días a la semana acudía su profesora, que le enseñaba, jugaba o hablaba, según cómo se sintiera de cansado. Hoy no tocaba. Las enfermeras y las limpiadoras eran simpáticas, pero cuando terminaban lo que tenían que hacer –la habitación, traerle la comida, las medicinas, cambiar el suero, ponerle el termómetro–, se iban. Nunca se quedaban a jugar. Llevaba allí dos meses. Tenía ganas de llorar, si pensaba. Tenía que intentar no pensar.

En la habitación vecina, la 402, había ingresado un niño nuevo. Por lo que oyó, acababan de trasladarle de otro hospital. Le había visto fugazmente. Estaba muy pálido y ojeroso, y calvo, como él. Le saludó al pasar en camilla delante de la puerta, pero el nuevo no correspondió al saludo.

Dos horas después de la comida apareció en la habitación, andando un poco despistado (casi se choca con la silla), un señor que vestía una bata blanca como los médicos. Pero la bata tenía dibujos de colores y un corazón rojo. El estetoscopio que llevaba colgado del cuello era naranja y enorme. Además, llevaba un sombrero verde, una peluca rizada de color amarillo y, en la nariz, una pelota roja.

Cada día, el niño esperaba impaciente la visita de aquel señor un poco loco

–Buenos días, que nos traigan alegrías.

El niño le miró sin responder. El señor, con aire muy grave pese a su aspecto disparatado, le auscultó con el falso estetoscopio, haciéndole cosquillas. Con el aparato producía de vez en cuando un sonido semejante al de una bocina. Concluida la exploración, retrocedió dos pasos e hizo una reverencia.

–Enhorabuena, no pongas cara de pena. Te vas a poner bueno, yo siempre acierto de lleno. Créeme, pronto tendrás muchos champiñones rojos más.

El niño le miró, desconfiado. ¿Qué sabía él? Parecía un médico malísimo. En realidad, ni eso. Era claramente un payaso. Ningún médico llamaba champiñones a los glóbulos rojos, aunque guardaran cierto parecido.

–¿Qué nombre tus padres te pusieron el día en que te vieron?

Tras dudar si contestar o permanecer callado, el niño dijo su nombre.

–Me gusta mucho tu nombre, es de hombre. ¿Sabes quién soy, te avisaron de que iba a venir hoy?

El niño le observó muy serio durante unos segundos, y dijo al fin:

–Eres un payaso.

–No, y si me vuelves a llamar payaso, no te hago ni caso.

El niño frunció el ceño, casi enfadado. De pronto, recordó.

–¡Ah, eres un Doctor Sonrisa!

Un niño de nueve años originario de Azerbaiyán, ingresado en el hospital oncológico infantil de Minsk (Bielorrusia).
Un niño de nueve años originario de Azerbaiyán, ingresado en el hospital oncológico infantil de Minsk (Bielorrusia).Paul Fusco (Magnum)

Le habían dicho que iba a venir un médico muy especial, pero había entendido que sería la semana próxima.

–Tampoco, te has equivocado aunque por poco.

El niño le miró con más atención, intrigado.

–Entonces, ¿quién eres?

La conversación le estaba dejando agotado. Había empezado a jadear.

–Un antiguo Doctor Sonrisa, pero ya nada me da risa. Ahora soy un pintor, y estoy sufriendo por amor.

Pero al decir eso, de uno de los grandes bolsillos de su bata sacó una flauta, y no un pincel. Empezó a tocarla y a mover la cabeza y los hombros al son de la alegre música, que contrastaba con su cara triste y sus hombros caídos. Y así siguió un rato aquel payaso, hablando con rimas, diciendo disparates, tocando la flauta, chocándose con la mesa o con la cama. Por fin, se inclinó sobre él y le miró con afecto, antes de decir:

–Tengo que ver a mi pequeño, pero vendré tan a menudo que te parecerá un sueño.

El niño no quería que ese señor patoso que estaba un poco loco se fuera. Se le ocurrió algo para retenerle unos minutos más.

–Todavía no puedes irte… –tomó aire antes de proseguir–. Porque eres pintor y no has pintado nada.

–Sí, sí he pintado algo, y no ha sido un galgo.

El niño le miró, expectante, ilusionado. ¿Había pintado algo sin que él se hubiera dado cuenta? ¿Cómo había podido hacerlo, si no le había perdido de vista ni un segundo desde que había cruzado la puerta de la habitación?

Martín Casariego

Nacido en Madrid en 1962, se licenció en Historia del Arte por la Universidad Complutense. Su primera novela, Qué te voy a contar, se editó en 1989. Desde entonces ha publicado otras nueve, además de relatos, guiones y literatura infantil. Su último libro es El juego sigue sin mí (Siruela, 2015).

–¿Qué has pintado?

–Una sonrisa clara en tu hermosa cara.

Y entonces el niño se dio cuenta de que, efectivamente, llevaba un rato sonriendo.

Al día siguiente volvió a visitarle. Tenía unas manos de dedos largos y finos, una pequeña cicatriz en la barbilla y unas cejas gruesas y oscuras. Sin ni siquiera saludarle, le dijo nada más entrar:

–¿Ha venido una enfermera muy marrana y con cara de rana?

El niño, sorprendido por el insulto, negó con la cabeza.

–¿Y una enfermera fea y gorda, que no contesta porque está medio sorda?

–Sí, se llama Rita.

Era verdad. Rita estaba bastante gorda, y aunque era muy simpática, no se podía decir que fuese guapa. También era cierto que a menudo no le oía. Pero a lo mejor esto último se debía a que él estaba débil y hablaba muy bajito. Hasta para hablar con algo de fuerza hay que estar fuerte. Eso lo había descubierto en el hospital. Antes ni se le había pasado por la cabeza. Había descubierto muchas cosas, en el hospital.

–Pues me he enamorado de ella, me gusta mucho aunque no sea bella.

Él jamás se enamoraría de Rita. Él se había enamorado de la más guapa de la clase. Pero en el hospital había perdido toda esperanza de que fuera su novia, al menos, durante ese curso. El pintor sacó de su bata un globo alargado, lo hinchó y empezó a manipularlo.

–Me ha gustado tanto esa enfermera que voy a regalarle un plátano y una pera. No te enamores jamás, se sufre mucho más.

Y le entregó al niño el globo, con el que había hecho una figura que recordaba a la de un perro.

–Esto no parece… ni un plátano ni una pera.

El Pintor Sonrisa observaba el globo enarcando las cejas, moviéndolo para observarlo desde diferentes ángulos, lleno de dudas.

–No importa, aunque no parezca una pera le gustará igual a mi enfermera –y tras decir eso, miró hacia el techo, suspiró muy fuerte y se restregó los ojos, como si acabara de despertarse, o como si quisiera secarse unas lágrimas–. El amor paterno te puede llevar al cielo o al infierno.

A continuación, mirando todavía hacia arriba, hacia una luna imaginaria, empezó a aullar, muy bajito. El niño casi se asustó. Temía que se echara a llorar. Pero no lo hizo, afortunadamente. En lugar de eso, dijo:

–Un día te presentaré al niño de al lado, es muy majo aunque muy callado.

Y se fue como si tuviera mucha prisa, olvidando el estetoscopio, volviendo a por él, tropezando con la silla.

Cada día, el niño esperaba impaciente la visita de aquel señor un poco loco, que hacía figuras con globos mientras aseguraba que la enfermera gorda y fea le había robado el corazón, y que estaba sufriendo un montón. Siempre se presentaba cuando no había nadie, pero una tarde su madre adelantó la visita y sorprendió al payaso en la habitación. Éste se escabulló apresuradamente, como avergonzado. Ya solos madre e hijo, ella le hizo unas cuantas preguntas, y aunque aparentaba tranquilidad, el niño la notaba tensa. A partir de aquel incidente terminaron las visitas del pintor. Sí se produjo la del Doctor Sonrisa que le habían anunciado. No le gustó porque, aunque se parecía, no se quitaba de la cabeza a su amigo payaso. Y las comparaciones son odiosas.

Le echaba tanto de menos que incluso llegó a llorar una noche. Una mañana se vio capaz de asomarse por su propio pie a la habitación del nuevo. Estaba dormido, y un hombre, sentado de espaldas, le cogía la mano.

El amor paterno te puede llevar al cielo o al infierno

Días después sintió una actividad inusual, y oyó que sacaban una camilla de la 402. Intuyó, de una manera vaga y segura a la vez, la presencia de la muerte. Se acababa de incorporar para intentar ver algo cuando entró un señor en su habitación. Se puso a su lado y le miró en silencio, frágil, vulnerable. El niño tardó unos segundos en reconocer al Pintor Sonrisa, vestido de paisano, y entonces se dio cuenta de que era el hombre al que había visto de espaldas, cogiendo de la mano al niño vecino. Sus ojos marrones brillaban con una luz muy viva e inconfundible. Se alegró de verle, aunque le encontró realmente feo, y más viejo que nunca.

–Antes de irme, he venido a despedirme –dijo, con una voz tan baja y tan ronca, y con una expresión tan triste, que al niño casi le dio miedo–. Si cierras la mano muy fuerte…, ¡tú vencerás a la sierpe!

El Pintor Sonrisa le besó en la frente y le acarició durante unos segundos el puño cerrado. Luego se fue.

Cuando el niño abrió su mano, que había mantenido todo el rato fuertemente cerrada, comprobó que guardaba en ella cuatro champiñones de gomaespuma rojos que nunca antes había visto.

elpaissemanal@elpais.es

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