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EL PULSO
Columna
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Español de gavilanes

El repentino furor por el español en Croacia, Letonia o Ucrania es mérito exclusivo de las telenovelas latinoamericanas, que arrasan en los horarios de máxima audiencia

La telenovela 'Pasión de gavilanes' fue un auténtico huracán hispano en Croacia.
La telenovela 'Pasión de gavilanes' fue un auténtico huracán hispano en Croacia.

¿Por qué se estudia el español en países como Ucrania, Eslovenia o Macedonia? ¿Quizá porque los libros de Cervantes, Borges o García Márquez todavía levantan pasiones por Armenia, Lituania o Bosnia-Herzegovina? ¿Acaso los rusos, moldavos o húngaros requiebran al personal con versos de Bécquer, Neruda o Sabines cuando están enamorados? Pues no, la literatura en español ya no es lo que era si se trata de atraer alumnos hacia los departamentos de estudios hispánicos de las universidades checas, polacas o letonas. ¿Será que armenios, estonios y azerbaiyanos han llegado a nuestro idioma gracias al ceviche, la enchilada, el salmorejo u otras delicadezas de las sofisticadas gastronomías hispánicas? Tampoco. ¿Y si el vistoso fútbol de España, Uruguay o Argentina ha popularizado voces como “garra”, “bicicleta” o “tiqui-taca” en Serbia, Grecia o Eslovaquia? Nanay, porque la “chilena” es skarice en serbio, psalidaki en griego y nožničky en eslovaco, que en los tres casos se traduce como “tijera”. No. El repentino furor por el español en aquellos remotos parajes de Europa es mérito exclusivo de las telenovelas latinoamericanas, que arrasan en los horarios de máxima audiencia a pesar de estar subtituladas. En realidad, si los culebrones no conservaran sus originales versiones colombianas, argentinas, venezolanas y mexicanas, sin duda habría menos alumnas de español.

He escrito “alumnas” con todas las consecuencias, porque en la Universidad de Zagreb descubrí que por cada 60 muchachas tan sólo había un alumno varón en un departamento de casi 300 estudiantes. “¿Por qué te interesó el español?”, le pregunté a Dominik Rajacic, que bendito parecía entre todas las mujeres: “Porque mi mamá y yo vimos Rubí, Acorralada y Mariana de noche”, me respondió rotundo. Algo parecido le sucedió a Ana Krce Ivančić, de Dubrovnik, cuya fascinación por el español nació mientras disfrutaba los capítulos de Esmeralda, Rebelde y, sobre todo, Pasión de gavilanes, el auténtico huracán hispano que removió los cimientos de Croacia y convirtió a sus habitantes en eslavos de nuestras obsesiones. Gordana Matic, profesora titular de la Universidad de Zagreb y una de las animadoras del Festival of the European Short Story de Zagreb, reconoce que el hispanismo croata se mantiene gracias al hechizo de las telenovelas, pues “nuestras alumnas llegan abducidas por Gata salvaje o Sos mi vida, y en nuestra Facultad descubren a Leopoldo Marechal, Juan José Arreola o Augusto Monterroso”. Gordana Matic también me admite que se raspó todos los episodios de Kassandra, el culebrón más seguido por todo el planeta (128 países) y que durante la guerra de los Balcanes propiciaba treguas tácitas e informales porque nadie quería perderse las malandanzas de aquella indomable gitana enamorada de un pituco relamido.

Los hispanistas de principios del siglo XX llegaron a nuestra lengua a través de Cervantes, Quevedo, Lope, Juan de la Cruz y los autores del Siglo de Oro; mientras que Borges, García Márquez, Cortázar, Vargas Llosa y los escritores del boom fueron quienes remozaron la hueste del hispanismo durante el último tercio del siglo XX. ¿Quién nos habría dicho que los hispanistas del siglo XXI descubrirían la pólvora de nuestro idioma por medio de Topacio, Cristal y Betty la fea? La verdad es que en Croacia ni siquiera hace falta saber castellano para caer embrujado en las redes del español, pues Katarina Crnčić –asistente de coordinación del Zagreb Film Festival– me explicó en inglés que todos los croatas emplean palabras en nuestra lengua porque aprenden a usarlas en los contextos precisos gracias a los culebrones. Como no me lo pude creer, le pedí que me pusiera un ejemplo, y entonces Katarina me miró gavilanamente mientras me espetó con un vago acento paisa: “¡Déjame!”.

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