El otro ‘Charlie Hebdo’
‘Le Canard Enchaîné’ es un emblemático semanario satírico que lleva un siglo fustigando a los políticos franceses. También está en el punto de mira de los extremistas. Entramos en su redacción para conocer cómo sus periodistas y dibujantes siguen adelante tras el asesinato de sus colegas del ‘Charlie Hebdo’.
Podría ser el patio de vecinos de cualquier edificio parisiense si no fuera por el inusual tráfico que registra su escalera. Por sus desgastados peldaños suben y bajan ilustres periodistas que dejaron atrás la edad de la jubilación hace lustros. Dibujantes conocidos por su mala baba trepan hasta el estudio de dibujo en lo alto de este inmueble de tres plantas situado en el corazón del viejo París. Se ve pasar a un par de secretarias aguerridas, que se acabarán revelando menos hurañas que al teléfono. También a algún joven recluta contratado para inyectar sangre nueva en estos pasillos vetustos. Y luego está Cléo, la verdadera guardiana del templo, que regenta la recepción de esta redacción desde 1975. “Durante estos años nos ha dado tiempo a ver de todo”, confesará al abrir la puerta de entrada y franquear el paso en dirección a un vestíbulo lleno de caricaturas pintadas al fresco sobre las paredes.
Lo que esta curtida recepcionista nunca habría creído que vería con sus propios ojos, según su confesión, es tener que trabajar con tres agentes policiales al otro lado de la puerta. “Intentamos no pensar mucho en ello. De todas formas, te pueden matar cualquier día en cualquier esquina”, suspira Cléo. Bienvenidos a Le Canard Enchaîné, el legendario periódico satírico que lleva un siglo fustigando a la clase política francesa. Desde hace un mes, el semanario se encuentra vigilado día y noche por dos furgones policiales. Tres agentes armados hasta los dientes dan la bienvenida al visitante en la entrada. La razón de semejante dispositivo de seguridad se resume en una nota de amenaza breve, pero contundente, llegada a la redacción la mañana posterior al atentado contra Charlie Hebdo que a principios de enero se cobró la vida de 12 periodistas y dibujantes. Rezaba lo siguiente: “Ha llegado vuestra hora. Os vamos a desmenuzar con un hacha”.
En un tiempo no muy lejano, juran que se habrían limitado a tirar la misiva a la basura y a echarse unas risas entre copas de burdeos a la hora del aperitivo. Pero este miércoles de invierno, cuando se cumplen tres semanas del ataque que ha dejado a Francia en un prolongado estado de conmoción, reconocen que aún no son capaces de reírse como solían. “No hay que caer en la trampa de la paranoia, pero tampoco podemos tomarnos las cosas a la ligera. Es posible que los locos que atacaron a Charlie cuenten con émulos todavía más chiflados”, reconoce el redactor jefe, Louis-Marie Horeau. Llegó al semanario en 1979, cuando era un joven y apuesto reportero especializado en asuntos judiciales. Hoy suma 67 años y se ha convertido en un señor redondo y afable, a cargo de una redacción formada por 50 personas que cada miércoles sacan adelante una publicación por la que los franceses tienen especial apego.
Sus caricaturas, según reza la leyenda, no son tan salvajes como las de Charlie Hebdo. Pero su subversión es más sibilina y seguramente mayor, igual que su prestigio entre la profesión. “La libertad de prensa solo se gasta si uno no se sirve de ella”, reza el eslogan del semanario. “Pese a las diferencias que nos separan con Charlie, compartimos el mismo combate contra el clericalismo”, añade Horeau. “La República debe protegernos de las religiones cuando estas pretenden intervenir en los asuntos públicos. La condición para vivir juntos es el laicismo”. Desde aquel funesto 7 de enero, el lugar está presidido por un retrato de Cabu, uno de los caricaturistas caídos en Charlie Hebdo, que llevaba varias décadas dibujando para ambas publicaciones. Sobre la mesa de Horeau siguen figurando hoy dos entradas para el teatro. Son para esta noche. Su acompañante no era otro que ese carismático dibujante al que los franceses creían inmortal. Al mencionar su nombre, se le colma el lagrimal. “Lo echamos terriblemente de menos. Era un hombre adorable. Me sigue sin entrar en la cabeza que alguien haya querido hacerle daño”, responde.
Sentarse a hablar con él no ha sido fácil. “El señor Horeau está ocupado. Los lunes no está para nadie. Y los martes, menos”, respondieron sus implacables secretarias a nuestra primera llamada. Cuando por fin respondió, tampoco dio saltos de alegría. “Mejor que lo dejemos para el año que viene”, propuso. Terminó por acceder, aunque con condiciones. La principal: respetar el gusto casi patológico por la discreción del que hace gala esta redacción. Fotografiar sus reuniones y su espacio de trabajo es casi misión imposible. “No nos gustan los periodistas que se prestan al espectáculo”, justifica Horeau. El resto de la redacción no será mucho más locuaz. “Es un semanario al que no le gusta comunicar nada. A los periodistas nos resulta delicado expresarnos en los medios, incluso a título personal”, dice uno de sus miembros. “Además, está bastante trastornado por lo sucedido. La prensa nos ha solicitado mucho estas últimas semanas”.
Le Canard Enchaîné está situado en plena Rue Saint-Honoré, una calle que parece resumir por sí sola la historia de la capital francesa en los últimos siglos. En las inmediaciones de la redacción, pegada al Palais Royal, tuvieron lugar las primeras reuniones de los enciclopedistas allá por 1750. Décadas después circularon por ese mismo eje las carretas que conducían a los condenados a la guillotina, instalada por los sans culottes en la vecina plaza de la Concordia. En el número 216, Alexandre Dumas tuvo durante años su despacho personal, donde trabajó junto al duque de Orleans, futuro rey Luis Felipe y último monarca francés. Y a la vuelta de la esquina se halla la iglesia de Saint-Roch, donde Francia se ha despedido de numerosas personalidades, de Diderot a Yves Saint Laurent. Es como si la propia geolocalización del semanario le inscribiera en los anales de la historia.
Tres agentes armados hasta los dientes dan la bienvenida a la entrada de la redacción de ‘Le Canard Enchaîné’
En 1915, el matrimonio formado por Maurice y Jeanne Maréchal tuvo la improbable idea de fundar este periódico izquierdista, antimilitarista y anticlerical. Su voluntad consistía en esquivar la omnipresente censura y ofrecer una mirada cáustica sobre el mundo que les rodeaba, en el año más sangriento de la I Guerra Mundial. “Le Canard Enchaîné ha decidido romper deliberadamente con todas las tradiciones periodísticas establecidas hoy día”, rezaba su primer editorial. “Se compromete a no publicar bajo ningún pretexto un artículo estratégico, diplomático o económico de ningún tipo. Solo publicará, tras una minuciosa verificación, noticias rigurosamente inexactas”. Maurice Maréchal, joven periodista procedente de los círculos parisienses de la extrema izquierda, decía contar con un férreo principio existencial. “Cuando descubro algo escandaloso, mi primera reacción es indignarme. La segunda es reírme de ello”, dejó escrito.
El periódico sigue guiándose hoy por esa misma máxima. Hace un siglo que la gaceta mantiene una cita inalterable con sus lectores, sazonada con viñetas firmadas por su nómina de dibujantes y con jugosos confidenciales, condensados en su célebre página 2, la más leída en los ministerios, que dan fe de las pequeñas miserias de la política francesa. Este miércoles describen cuánto cuesta al contribuyente mantener a los ex presidentes franceses que siguen vivos, Valéry Giscard d’Estaing, Jacques Chirac y Nicolas Sarkozy: nada menos que 6,2 millones de euros anuales. Algo más arriba cuentan cómo el primer ministro Manuel Valls hizo llorar a una de sus secretarias de Estado en una reciente reunión intergubernamental. Aunque en realidad son sus célebres exclusivas las que han logrado alterar el rumbo del país. ¿Se acuerdan del fraude electoral orquestado por Jacques Chirac en el Ayuntamiento de París? Lo descubrieron ellos. ¿La implicación del ministro Maurice Papon en la deportación de judíos, revelada a pocos días de la histórica victoria de la izquierda en 1981? También ellos. ¿Las torturas ejercidas por Jean-Marie Le Pen durante la guerra de Argelia, que les costó varios procesos judiciales? De nuevo ellos.
Le Canard Enchaîné despacha cerca de 400.000 ejemplares de cada número, más que Le Monde o Le Figaro y unas 13 veces por encima de lo que solía vender Charlie Hebdo antes del atentado. Desde principios de enero, la cabecera supera incluso el millón de copias por número publicado según sus cálculos. Le Canard Enchaîné se erige hoy como último superviviente de la estirpe de los sátiros franceses. Existen otros títulos, pero nunca del mismo calado. ¿Cómo se explica el éxito de este periódico de maqueta anticuada y tipografía antediluviana, impreso solamente a dos tintas –negro y rojo, no por casualidad–, sin página web digna de ese nombre y donde la fotografía está proscrita? Para más inri, tampoco cuentan con publicidad. “Es el precio de nuestra libertad. Así no tenemos miedo a decir maldades sobre grandes industriales. No pueden anular sus enormes contratos de publicidad, básicamente porque no existen”, resume Horeau. Pese a saltarse todas y cada una de las reglas imperantes para la supervivencia de la prensa en papel, el semanario sigue generando beneficios millonarios año tras año, por mucho que avance el siglo XXI.
En la segunda planta aparece un hombre ataviado con traje de franela y una afilada ironía. Jean-Michel Thénard desembarcó en el semanario tras abandonar un empleo “de lo más confortable” en la jerarquía de Libération, el diario que fundó Jean-Paul Sartre, otro hito de la irreverencia izquierdosa en el periodismo francés. Llegó aquí hace ocho años, pero sigue sintiéndose “un becario”, rodeado de periodistas que podrían tener la edad de su padre. Thénard acaba de salir de la reunión de los miércoles, con la que arranca oficialmente su semana laboral. En ella se distribuyen los temas que figurarán en el número siguiente. Los redactores dispondrán de dos días para investigar en el asunto asignado. Después pasarán todo el lunes escribiendo sus artículos, “a veces hasta las diez o las doce de la noche”, según una redactora, “a veces entre copas de vino y una tabla de quesos”. La jornada del martes la dedican a encontrar títulos ingeniosos y a perfilar esos retorcidos juegos de palabras que son marca de la casa. Hacia las tres de la tarde del martes, el periódico sale a imprenta. Un par de horas más tarde, un enjambre de mensajeros se acumula frente a la redacción. Su objetivo es distribuir los 600 primeros ejemplares a un puñado de clientes premium, que tendrán el privilegio de poder hojear sus páginas antes de que llegue a los quioscos a la mañana siguiente. “Solo los órganos gubernamentales y las redacciones de otros medios tienen derecho a este abono especial”, confían desde distribución.
Mientras tanto, los miembros de la redacción se reúnen en el almuerzo posterior al cierre, una tradición inmemorial que suele alargarse hasta que cae el sol. Thénard dice que es un rito importante: “Permite que el grupo se mantenga unido. Somos una pequeña estructura y es importante mantener la convivencia. No podemos permitirnos el lujo de la enemistad. No todo el mundo se adora, pero existe un vínculo entre nosotros”. Cuando la tragedia golpeó a Charlie Hebdo, Thénard se encontraba recuperando puntos de su permiso de conducir. Regresó corriendo a la redacción, para descubrir que Cabu había fallecido. “Este es un semanario muy republicano, que fue fundado en oposición al clericalismo que intentó imponerse durante el siglo XIX, contra aquellos censores que aspiraban a contar una única versión de la historia e impedir que cada uno pueda configurar su propia visión del mundo”.
Se ha reprochado a la cabecera su exagerada senectud, así como su escasa diversidad y su ausencia sistemática de mujeres y jóvenes. “El modelo del Canard está en crisis. No han sabido asegurar el recambio generacional y sus exclusivas han perdido en agilidad y contundencia. A menudo, sus investigaciones resultan decepcionantes”, apunta Karl Laske, gran firma de la investigación francesa y actual redactor de Mediapart, diario electrónico que lleva años robándole buena parte de su lectorado natural, además de coautor de Le Vrai Canard, donde incluso denunciaba su proximidad con el clan Sarkozy. “Durante muchos años fuimos un club de hombres viejos, pero ese tiempo ha quedado atrás. Hemos entendido que teníamos que renovarnos”, jura Horeau. Del medio centenar de personal de su redacción, 13 son mujeres, 7 de ellas periodistas.
“No nos gustan los periodistas que se prestan al espectáculo”, dice el redactor jefe de ‘Le Canard Enchaîné’
“Estamos lejos de ser mayoría. Pero ¿sabe cuántas redactoras había hace solo 10 años? Ninguna”, relativiza una secretaria. La última en llegar ha sido Alicia Bourabaâ, de 25 años. “Es una pequeña estructura de tipo familiar, llena de grandes plumas, pero marcada por el buen ambiente y por una libertad que no existe en ningún otro medio”, asegura la redactora. “Procedo de un ámbito social donde no se leía la prensa. Mis padres no son periodistas ni personas de letras. No tenían ni medios ni contactos para abrirme las puertas de un gran diario. Así que trabajar en el Canard…”. No termina la frase, pero no hace falta. Su orgullo resulta transparente.
En la tercera planta, Claude Angeli arrastra su alargada silueta por una redacción que conoce como el patio de su casa. “Cometimos el error de creer que las mujeres no tenían sentido del humor. No cabe duda de que nos equivocamos”, concede al respecto. Este periodista de raza, que ha ejercido su profesión con estajanovismo confeso, lleva más de cuatro décadas en el lugar. Es decir, más de la mitad de su vida. En julio cumplirá 84 años y se jubiló hace solo dos, pero sigue escribiendo cada semana una columna de política internacional y acudiendo a la redacción casi a diario. Durante las tres décadas en que capitaneó el equipo, el Canard dejó de ser una gaceta satírica para convertirse en referente del periodismo de investigación. Constituyó una poderosa red de informadores anónimos –altos funcionarios con información privilegiada, ciudadanos anónimos con conciencia cívica, ministros decididos a traicionar a su familia política– que les alertaban ante los excesos del poder. “Entendí que no solo podía haber chistes. También necesitábamos información”, dice Angeli. “Hablar de periodismo de investigación siempre me ha parecido una redundancia. Nuestro trabajo siempre debería consistir en ir a buscar la verdad”.
Existió una época en que su concepción del oficio le convirtió en un peligro público. La prueba se halla al otro lado de la puerta del despacho del director, presidido por un gigantesco agujero en la pared. Fue socavado en 1973 por un equipo de supuestos fontaneros. En realidad, se trataba de los servicios de espionaje, enviados por el ministro de Interior de la época, Raymond Marcellin, que decidió colocar micrófonos para descubrir el origen de sus informadas exclusivas. Hoy siguen conservando intacto ese agujero como recordatorio de aquel Watergate de pacotilla, junto a una placa que lleva grabada una sardónica inscripción: “Donación de Marcellin, ministro de Interior”. “Nos acusaron de practicar el terrorismo periodístico y de esconder a agentes soviéticos”, dice este antiguo militante comunista, a quien la jerarquía expulsó en 1964 por sus libertades respecto al dogma. “En realidad, la amenaza eran ellos”. Medio siglo más tarde, Angeli sigue dando donde más duele sin temer las consecuencias. Incluso en estos tiempos de amenazas explícitas. “Llevo dos años cargando contra los yihadistas y demostrando que están financiados por Qatar y Arabia Saudí. Pero no vuelvo a mi casa con miedo”, afirma Angeli. “¿Qué quiere que haga? No tengo otra alternativa que contarlo. En eso consiste mi trabajo”.
Ryszard Kapuscinski decía que los cínicos no sirven para este oficio. Puede que este grupo de curtidos reporteros demuestre todo lo contrario. “La experiencia nos enseña que hacemos bien en no confiar en la bondad ajena, aunque sepamos que en el fondo debe de existir en algún lugar”, ironiza Horeau. Acto seguido desciende por última vez esa concurrida escalera, saludando a los agentes que velan por que no le quiten la vida y desapareciendo con la prensa del día bajo el brazo, mientras retoma el camino que lleva 35 años recorriendo sin cesar. Justo antes, le habrá dado tiempo de recordar uno de los momentos más duros en la historia del periódico: el suicidio del primer ministro Pierre Bérégovoy en 1993, tras un escándalo suscitado por una de sus revelaciones que destapó un probable caso de tráfico de influencias protagonizado por un político que se decía incorruptible. “Fue un auténtico drama humano”, asegura Horeau. “Pero nuestra primera reacción fue preguntarnos si habíamos hecho bien nuestro trabajo. Y periodísticamente hay que decir que el trabajo había sido impecable”.
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