La aventura de ser Antonio Banderas
La estrella de cine pasa su vida entre hoteles y rodajes. Estrena nueva película y a sus 54 años asegura que ha llegado el momento de parar y respirar: "Estoy ordenando la mesa".
Antonio Banderas abandona la Academia del Cine Español, esquiva el micrófono de un periodista incómodo, sube a la parte de atrás del coche y se enciende uno de sus American Spirit. El humo se escapa por la ventanilla. Vuela Madrid de fondo. Luce una barba homérica que le confiere un aire al Capitán Haddock. Mira fijamente al interlocutor. Las ojeras son considerables. Los ojos, oscuros e incandescentes. En apenas 30 segundos de conversación, se adentra en los desiertos de Túnez; cuando se baja del vehículo, 10 minutos después, en su relato acaba de contactar con su “amigo” el expresidente Felipe González para que asesore en una crisis internacional. Un buen resumen de Banderas. Un seductor con contactos en medio mundo y 93 películas a sus espaldas. Un vagabundo del cine. Y eso tiene un precio. “Viajo mucho, y solo; vivo en hoteles, mi casa son los sets de rodaje…”, ha dicho poco antes en la rueda de prensa organizada en la Academia para anunciar que este año se le concede el Goya de Honor. “Esta profesión es como las estrellas de Navidad”, ha añadido. “Brillan, pero detrás son de cartón”. Y ha esquivado con una sonrisa las insistentes preguntas de los plumillas sobre su divorcio de Melanie Griffith; cuando le han inquirido por el asunto, ha reconducido la cuestión con elegancia a Autómata, una película que ha producido y protagonizado, y en la que comparte escenas con la actriz con la que ha estado casado 18 años.
Viajo mucho , y solo; vivo en hoteles, mi casa son los ‘sets’ de rodaje”
Se estrena el 23 de enero. Pero nació en 2010. Y de Autómata ha comenzado a hablar en el coche. Reconstruir los pasos del único malagueño con sitio reservado en el paseo de las estrellas de Hollywood, a medida que se va fraguando este largometraje, es una manera de contar su agitada existencia en los últimos años. Su intenso día a día. Un viaje de Los Ángeles a Doha, pasando por el Magreb, Cannes y Bulgaria, en el que se codea con el ya citado González, con el actual presidente francés, con Stallone y De Niro, con la familia real de Qatar; negocia con judíos, árabes y chinos; le apuntan con fusiles; se ve envuelto en una revolución; es condecorado; y así se suceden momentos delirantes que podrían conformar “una perfecta obra de teatro”, prosigue Banderas. El actor recuerda a la locomotora de un mercancías. A toda velocidad, de una ciudad a otra, de un proyecto a otro. Para pasar un tiempo a su lado hay que tomar impulso, igualar su ritmo y saltar al tren en marcha al modo de los forajidos en las películas del Oeste. Es finales de octubre, y le sigue un paparazi a lomos de una moto. La vida de este señor de 54 años, ciudadano del mundo, afincado hoy en ninguna parte, no cabría en ningún guion de cine.
El 3 de enero de 2011 –volvamos a Túnez– se encontraba en los desiertos de Tozeur, rodando Oro negro a las órdenes de Jean Jacques Annaud, cuando se acordó del cineasta español Gabe Ibáñez. Le llamó. “Gabe”, le dijo, “tienes que venirte para acá. Hay unas localizaciones que son la polla para la película, con unos desiertos de sal… Muy espectacular. Me estoy imaginando a tus robots caminando por aquí”. En aquella región, George Lucas había encontrado el hogar de Luke Skywalker. Y prometía. Ibáñez y Banderas, en cualquier caso, aún no se habían conocido en persona. Les unía su amistad con Elena Anaya. Y un par de meses antes, durante la filmación de La piel que habito, de Pedro Almodóvar, la actriz, con quien Ibáñez había rodado Hierro, le había hecho llegar a Banderas el guion que aquel acababa de terminar, una obra futurista y apocalíptica llamada Autómata, para la que estaba buscando financiación. El malagueño lo leyó tras dejar atrás “el planeta Almodóvar”, cuya “gravedad es tan fuerte que resulta difícil salirse de su órbita”. Se enfrentó al libreto al sol de una tarde de otoño en la terraza de su casa de Málaga. Antes de alcanzar la página 30 ya había llamado a Ibáñez: “Si cuando llegue a la última hoja esto va como en la 28, voy a tener un problema terrible. Porque me voy a meter, y esto lo vamos a levantar”. Al acabarlo, volvió a teclear su número. Estaba dentro. Como protagonista. Y como productor. Trataría de encontrar los ocho millones de euros en que Ibáñez estimaba el coste. “Déjame que mueva el guion entre los interlocutores que yo tengo”, dijo.
No estamos tirándonos los ceniceros a la cabeza”, dice sobre Melanie Griffith
Luego pasó unos días, pocos, en Los Ángeles. Y voló a Túnez para ser dirigido por Annaud en lo que iba a ser, teóricamente, la primera superproducción de capital árabe, con un presupuesto superior a los 40 millones de euros, procedente del Doha Film Institute de Qatar. Petrodólares y celuloide. En eso había pensado Banderas para armar también la cinta de Ibáñez mientras se paseaba vestido con túnica, y barba hasta el pecho, metido en la piel de un emir de la península arábiga cuyas arenas esconden en su interior bolsas de aceite. En el desierto le había hablado de Autómata a Tarak Ben Ammar, productor de Oro negro, un tunecino afincado en París, asesor financiero de príncipes saudíes y sobrino de Habib Burguiba, padre de la independencia de Túnez, al que derrocó el hoy también derrocado Zine el Abidine Ben Ali. “Un tipo que todos conocen en el mundo del cine europeo”, según Banderas, “porque se mueve bien. ¿Sabes qué película produjo? ¿Te acuerdas de Piratas con Walter Matthau? Era una de Roman Polanski que no triunfó, pero más tarde se convirtió en obra de culto. Y produjo a los Monty Python en La vida de Brian, usando los decorados que habían quedado de una Pasión que había hecho sobre Jesucristo [el telefilme Nazareth]. ‘¿Como la vida de Cristo, pero se llama Brian?’. Y se metió en la producción. Un personaje”. Banderas había trabajado ya en una película suya, Femme Fatale (2002), de Brian De Palma.
Ben Ammar mostró interés en Autómata. Decidieron que, mientras terminaban Oro negro, Ibáñez podría comenzar a localizar para el nuevo proyecto. Cuando Banderas llamó al cineasta, este se sorprendió de la propuesta: en los telediarios comenzaba a hablarse de revueltas en Túnez. “Qué va”, respondió Banderas en el desierto. “Aquí no pasa nada. Esto es supertranquilo. Un país anestesiado. Tú vente para acá”. Un día después murió en el hospital un joven vendedor ambulante llamado Mohamed Buazizi, que se había quemado a lo bonzo. La mecha de la primavera árabe acababa de prender. Ibáñez envió un correo electrónico a Banderas con vínculos a noticias para que comprobara qué estaba pasando. Le respondió la representante del malagueño: “Qué raro, no se cargan las páginas”. “¿Censura?”, anotó Ibáñez en su diario. Aun así, decidió viajar al norte de África. El día que aterrizó en Túnez, Ben Ali dio un discurso histórico y anunció medidas de apertura. Aquella noche Banderas y el creador de Autómata se pusieron cara. Un día después se decretó el toque de queda.
Ibáñez recuerda estar localizando mientras veía cortinas de humo en el horizonte, saqueos, bancos quemados, protestas y luchas cuerpo a cuerpo con la policía. Tras pasar unas jornadas en el desierto, puso rumbo a Hammamet, a unos 60 kilómetros de la capital, donde tenía previsto reencontrarse con Banderas. Al día siguiente, Ben Ali abandonó Túnez y uno de los productores de Oro negro interrumpió el rodaje al grito de “¡Hay que salir de aquí! ¡Golpe de Estado!”. “¡Hostia!”, recuerda Banderas. “Allí, quitándonos las barbas y los turbantes… Nos metemos en un convoy y nos vamos con protección del ejército, que no sabíamos si nos estaba protegiendo o qué coño estaba pasando, y en dirección contraria por una autopista llegamos a Hammamet, que estaba en llamas: la gente en la calle, botes de humo, francotiradores… Y en esas llega el pobre Gabe. Le habían apedreado, venía sin cristales en el coche y con un ataque de nervios. “Pero ¿cómo me traes aquí?”, recuerda que le gritó. “¡Estamos en medio de una revolución!”.
En Túnez le sorprendió la ‘primavera árabe’. Le han acabado condecorando
Con el espacio aéreo cerrado, estuvieron tres días en un hotel al borde del mar, vacío y rodeado de militares. El productor Ben Ammar permaneció con ellos. “Es dueño de un canal que opera en todo el Magreb y en Egipto”, explica Banderas. “Una televisión en una revolución es un arma. Se la querían apropiar el régimen anterior y los revolucionarios. Él estaba en medio. Y le digo: ‘Mira, vamos a hacer una cosa, voy a contactar con un hombre que te puede ayudar’. Y llamo a Felipe González”.
El coche se detiene entonces en una callejuela de Madrid. Banderas se baja y se adentra en un garaje. Sube a un ascensor, mientras sigue narrando, y en la historia aparece ahora el diplomático Bernardino León. Se abre la puerta del ascensor y se despliega una planta diáfana con jóvenes tecleando en ordenadores. Banderas atraviesa una puerta, y en una esquina de la sala hay un robot con peluca azul, cintura de avispa y pecho sugerente. “¡Cleo!”, grita el actor. Ella es la coprotagonista de Autómata, una marioneta. “Oye, ¿le han crecido las tetas?”, dice palpándole el busto. “Y tiene un culito…”.
Nos hallamos en la guarida de Ibáñez, donde se han cocinado el montaje y la posproducción de la película. Aparece el director. Se dan un abrazo. Y enseguida dice el actor: “Que te cuente aquí mi amigo la revolución”. Ibáñez arranca con un “Banderas, cabrón, me dijiste que no pasaba nada”. El momento más tenso lo vivieron de camino al aeropuerto, para huir finalmente, cuando “un colega así de grande” introdujo una ametralladora por la ventanilla. “Yo le dije en español: ‘¿Me vas a matar?’. Ja, ja, ja”, se ríe Banderas. “Yo lo reconocí”, apostilla Ibáñez. “Ese es el fusil del videojuego Call of Duty. Fue una reflexión absurda. He jugado con él muchas veces: un fusil de asalto austriaco”. El pensamiento de Banderas fue: “A ver si vamos a morir en este aeropuerto de mierda, con el presumido de Jean Jacques Annaud”.
Sobrevivieron. Y dice Ibáñez que de aquella hazaña se llevó “una lección vital”: “Conocer a la gente en situación de peligro es muy útil. Ves cómo reaccionan a los problemas. Y de qué van. Antonio reaccionó muy bien, y eso te da mucha seguridad. No tenía miedo. Estaba sereno. No tenía esa sensación de ‘soy una estrella, van a venir a por mí, tengo que largarme’. Todo lo contrario. ‘Tranquilos’, decía. ‘Llamo a este y al otro. Vamos a esperar”. El director conserva una foto con el actor, una de las últimas instantáneas de la odisea. Aparecen sentados juntos en el avión privado que al fin los saca de Túnez, de camino a París. Ibáñez con un rictus en la cara y las manos crispadas. A su lado, Banderas se encuentra recostado en el asiento. Un sombrero de cowboy le cubre el rostro. Está echando una apacible cabezada.
Ya en París, Ben Ammar se reunió en persona con Felipe González, que le ayudó a trazar una hoja de ruta para la transición política en Túnez. También en París, Banderas fue invitado a un debate en televisión sobre la primavera árabe, donde coincidió con François Hollande. (El actor acabó siendo condecorado en 2014 por el Gobierno tunecino, en agradecimiento a su apoyo). Ibáñez, por su parte, acabó aquel viaje volando de París a Madrid en un avión con el expresidente. Aterrizaron en un lugar raro, recuerda el cineasta. “Esto no es Barajas”, balbuceó. “Claro”, concedió González. “Es Torrejón”.
Autómata, sin embargo, quedó en el aire. Con la revolución, se complicó el rodaje de Oro negro y se acabó armando una película menor que no hizo un duro en taquilla. A Tarak Ben Ammar le cortaron “el grifo” desde Qatar. “Entonces yo me voy a hablar con la jequesa Mozah…”, comienza Banderas. El siguiente capítulo requiere una introducción para comprender la amistad del actor con la realeza árabe. De ella hablará en un segundo encuentro, esta vez en Barcelona, hace un mes. Ha viajado allí para doblar los diálogos de Autómata al español. Acaba de llegar de Los Ángeles, donde ha pasado unos días “en casa”. La sombra de Griffith y el divorcio sobrevuelan sus palabras. “No estamos tirándonos los ceniceros a la cabeza”, aclara. “Está siendo civilizado. Estamos bien, simplemente cambiando de estatus”. La sombra vuelve a asomar cuando menciona un proyecto en el que está a punto de embarcarse, 33 días, dirigido por Carlos Saura, y en el que interpretará a Picasso durante la creación del Guernica. Se ve cercano a su compatriota malagueño, asegura: tiene casi su edad cuando pintó el mural y, como él durante esos 33 días, se encuentra en una época convulsa, entre varias mujeres. Ya antes de acudir a Barcelona nos habían avisado: “Estará con su chica”. Y allí, en la penumbra de una sala de doblaje, una treintañera rubia y resplandeciente se eleva desde la butaca y extiende la mano: “Encantada, soy Niki”.
Pero hablábamos de Qatar. Tal y como reconstruye Banderas en una pausa del doblaje, fumando y con Nicole Kimpel –ese es su nombre– a su lado, conoció a la jequesa Mozah en 2008. Se encontraba en Abu Dabi, buscando dinero para un proyecto llamado Boabdil que nunca llegó a buen puerto. Por aquel mercado merodeaba Spike Lee. Y también Bernardino León. El diplomático le comentó que la jequesa quería conocerlo. Volaron a Doha. Y en el encuentro, ella pareció entusiasmada con Boabdil. Meses después, estando el actor en Roma, recibió una llamada. La jequesa quería otra cita en Capri. Un helicóptero recogió a Banderas y aterrizó en la isla, donde lo esperaba un barquito que lo condujo hasta un yate “como el Titanic”. Allí los recibió Mozah; su esposo, el emir Hamad bin Jalifa al Thani, y una legión de chavales. “Eran sus nietos. Y venga a hacerse fotos y selfies”. Hablaron de Boabdil, cenaron manjares y lo devolvieron en helicóptero a Roma. Pero con las manos vacías.
El siguiente encuentro tuvo lugar en una fiesta “de no creérsela” a la que asistió con Gabe Ibáñez, en los salones de un lugar que “parecía construido por Julio César”: el palacio de verano de la familia real qatarí, en medio del desierto. “Todos los empleados del servicio eran europeos”. Entre invitados como Robert De Niro, esa noche la jequesa les concertó una entrevista con su hija Mayasa, directora del Doha Film Institute, que les recibió al día siguiente. Le hablaron de Autómata, una película que Ibáñez suele definir como de “ciencia-ficción seria”. “¿Qué es la ciencia-ficción?”, replicó Mayasa. Citaron entonces referentes como Blade Runner. “¿Qué es Blade Runner?”. Abandonaron Qatar atónitos y sin nada en los bolsillos.
“¡Fuck!”, grita ahora Banderas en el estudio. Se ha trabado. “Una más…”, dice, e intenta encajar de nuevo las frases siguiendo sus labios en la pantalla: “Bob, me he planteado apartarme de las calles una temporada, alejarme de toda esta basura. Dicen que las cosas están mejor en la costa. Estoy quemado, no aguanto más”. Sonríe. Con las gafas de ver de cerca en la punta de la nariz, el actor mira a Kimpel. “¿Estás contenta?”. “No aguanto más”, bromea ella con las palabras que ha cogido al vuelo. Poco después, Banderas aclara que domina cinco idiomas. Es holandesa. Y ella añade que trabaja como asesora financiera; se curtió en Merrill Lynch, y ahora vuela sola. Banderas la besa con naturalidad por los pasillos, la abraza por encima del hombro, le susurra al oído. Se conocieron en el último Festival de Cannes. Aunque la relación, subraya el intérprete, empezó “mucho más tarde”. De comer pide él por ella: bocadillo de jamón con pan tumaca. Y en un receso Banderas hará notar la ironía: “Ahora empezamos a doblar una escena con Mel”. Cuando regresa al estudio, viene con el móvil en la mano. Le acaba de llamar su expareja, como si hubiera presentido el instante. En la pantalla, de hecho, se encuentra Griffith caracterizada como la doctora Dupré. Apunta a Banderas con una recortada y cara de pocos amigos. Kimpel presta atención desde la butaca.
Autómata renació en la cola de un baño, en una fiesta en Hollywood. Era octubre de 2012. El 65º cumpleaños de Avi Lerner, productor israelí con quien Banderas había rodado un par de veces. Por ahí danzaban Sylvester Stallone y Jason Statham. A las puertas del aseo, un ejecutivo de Millennium, la compañía de Lerner, preguntó a Banderas: “¿Qué hay de tus robots?”.
Esa noche se desatascó un acuerdo alcanzado en Cannes meses antes, pero que parecía desvanecerse. En la costa francesa, Avi Lerner se había sentado a una mesa con Ben Ammar. “Dos personajes parecidos, pero opuestos”, según Ibáñez. “Dos civilizaciones. Pero, digamos, ambos amantes del dinero”. Allí estaban Ibáñez y Banderas. Lerner preguntó: “Antonio, ¿confías en este hombre?”. El actor asintió. “Pues si tú te fías, yo me fío. Tienes siete millones para la película. No me voy a meter creativamente. Pero tienes que rodarla en Bulgaria [más tarde pidió un papel para una exconejita de Playboy]”. Y le extendió un móvil al director. Al otro lado, el jefe de unos estudios en Sofía, donde se había filmado Los mercenarios, una franquicia de acción que dirige y protagoniza Stallone con viejas glorias del músculo, de Steven Seagal a Bruce Willis. En la tercera entrega, estrenada el pasado verano, aparece Banderas. Quid pro quo. Gran parte del atrezo de Autómata son restos de Los mercenarios. Helicópteros, camiones… La película, en el fondo, está hecha de retales. Los desiertos se filmaron en canteras búlgaras; pero los fondos salen de las fotos que Gabe tomó en Túnez. Se rodó en seis semanas. Echando horas extras. Con libertad absoluta. A Millennium y a los distribuidores chinos que adelantaron una parte les bastaba con saber que había robots y salía Banderas.
Dice el actor y productor que nunca se ha sentido tan tranquilo en un estreno como en el de Autómata en el Festival de San Sebastián. La película recibió allí un palo considerable. El crítico de EL PAÍS Carlos Boyero dijo: “Es un disparate. No se salva nada”. Luego se pasó en el festival de Austin (Texas). Y Harry Knowles, reputado crítico de cine fantástico, escribió: “Amo esta película”. En palabras de Ibáñez, “es una peli muy polarizada”. Lenta, filosófica, atípica. Eso fue lo que enganchó a Banderas, que vio en ella una “reacción a esos dos mundos que el cine maneja”. El arte frente a la industria. “Y yo de esto último he hecho mucho. Los americanos producen muy bien coca-cola, cortan los picos a las cosas, para que salga muy dulce y sea muy bebible. Pero me apetecía un vino fuerte, distinto, con un sabor amargo”. Autómata cuenta la historia de unos robots que comienzan a automodificarse con la intención de escapar del hombre y abrir paso a una civilización nueva. La suya. Banderas es el agente de seguros que intenta desvelar el misterio. En su búsqueda, llega al laboratorio de Melanie Griffith, que en este instante llena la pantalla de la sala de doblaje. Dice Banderas al micrófono: “Es una violación del segundo protocolo”. Y ella replica: “Vaya, está empezando a asustarme”. Después, el actor pide auxilio: “Va a ser la última, ya me patinan las neuronas”.
“El cansancio”, suele decir, “es mi estado natural”. Al día siguiente, si todo va bien, estará de camino a Málaga. De la costa. Y luego, “Dios dirá”. Ha oscurecido en el exterior del estudio. Quizá Nueva York, o unos días de esquí en Aspen. “No he decidido dónde voy a vivir. Hay muchas opciones. Tengo que contar también con Niki [lo escucha atenta a su lado] y tomar una decisión. Anoche lo hablábamos. Estoy… limpiando la mesa. Ordenando mi vida. Tratando de mantener una buena relación con mi mundo anterior. Llevo dos años de trabajo continuo. Y mi vida personal ha pegado ese tumbo. Es el momento de pararme y respirar”. Del American Spirit entre sus dedos queda ya solo la colilla. Banderas la apaga, se introduce con Kimpel e Ibáñez en una limusina. Y el vehículo desaparece en la noche barcelonesa.
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