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Tribuna
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Contra el veneno

Cuando en un país son legales partidos cuyo objetivo es la destrucción de ese país o nación, está claro que el Estado está mal constituido. El nacionalismo aspira a crear una sociedad moldeable, sin discrepancias

EVA VÁZQUEZ

El siglo XX ha sido el más sanguinario de la humanidad”, dice el sociólogo Pitirim Sorokin. Las pruebas más obvias de esa marea de sangre son las dos guerras mundiales y toda su comitiva de millones de personas asesinadas en virtud de ideologías —el comunismo leninista-estalinista o maoísta, el nacional-socialismo, los más variados populismos, el fundamentalismo islámico—, que si algo demuestran es su capacidad para envenenar las conciencias hasta el extremo de que los condenados por tener opiniones diferentes de las del jefe político suscriban la sentencia que les lleva al cadalso, como se vio en los juicios de Moscú de 1938, iniciados por Stalin y su fiscal Vichinsky contra los que acompañaron a Lenin en la formación del Partido Comunista. Ante la acusación de “desviacionismo”, el ideólogo N. I. Bujarin confesó, antes de ser ejecutado: “Me arrodillo ante el país, ante el Partido, ante todo el pueblo. La monstruosidad de mis crímenes es inconmensurable”.

¿Cómo explicar que se llegue a aceptar la muerte porque así lo decide el representante de la “verdad orgánica”? Hannah Arendt da en el clavo cuando dice: “El propósito de la educación totalitaria nunca ha sido infundir convicciones, sino destruir la capacidad para formar alguna”. Cuando se pierde la capacidad de tener convicciones propias, las “verdades” enarboladas por los vicarios de la Ideología se hacen inconmovibles, con el corolario de que los creyentes de esa clase de verdades lleguen a justificar la sentencia que les lleva al patíbulo. El sociólogo argentino José Enrique Miguens acierta a explicar fenómenos como el ejemplificado por Bujarin, cuando dice: “Destruidas la experiencia y el contacto vital con la realidad, se nos puede hacer creer cualquier cosa”. Incluso que el Partido pase a ocupar “en las conciencias el lugar de la divinidad”, según quería el comunista Antonio Gramsci.

En este aspecto los nacionalismos nada tienen que envidiar al comunismo. Nada combaten más que la discrepancia. A lo que el político nacionalista aspira es a que la sociedad sea una masa moldeable. Con vistas a ese fin pone toda su inventiva en fabricar un gegentypus o contratipo que les sirve para encarrilar los odios. En esto todos los nacionalismos se parecen, como se ve en el caso del catalán. Si para el hitleriano el gegentypus era el “judío maléfico”, el nacionalista catalán endosa ese papel al “español”, un ser igualmente “maléfico” que se dedica a robar al pobre catalán. Lo grotesco de estas ideologías delirantes, con todo su juego de buenos y malos, superiores e inferiores, y otras dicotomías simplificadoras, no les quita un ápice de su capacidad para arrasar los valores morales y hacer imposible la buena conducción de la cosa pública, lo que por otro lado los políticos nacionalistas resuelven achacando al otro maléfico los males generados por ellos mismos, y difundiendo la pueril idea de que basta la receta del “sentimiento nacional” para resolver todos los problemas.

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En Alemania o Francia no podrían existir partidos como CiU, ERC, Esquerra, Bildu o PNV

En España hay sobrados ejemplos, sobre todo en estos últimos 40 años, de cómo el veneno del nacionalismo catalán y vasco, para sólo mencionar a los más relevantes, ha sido capaz de reducir las conciencias hasta el punto de que no pocos españoles, empezando por sus dirigentes, rehúyan llamarse españoles, guarden silencio cuando se les sustraen derechos fundamentales y renuncien al uso de topónimos utilizados durante siglos (Lérida, Gerona, La Coruña, etcétera) y de otras muchas palabras a fin de sacrificarlas en las aras del nacionalismo antiespañol.

Algo está mal hecho en un Estado cuando no salvaguarda derechos fundamentales. ¿No sería una aberración que se aceptase como legal un partido que pretendiese quitar a los ciudadanos derechos fundamentales sólo por ser de las razas amarilla y negra? ¿Cómo se puede aceptar entonces que el Estado admita partidos que se proponen quitar al conjunto de los ciudadanos su derecho de soberanía sobre el territorio cuando ninguna parte de ese Estado ha tenido el menor atisbo de situación colonial? Un Estado así constituido no puede ser un verdadero Estado de derecho ni una verdadera democracia. Cuando en un país o nación son legales partidos cuyo objetivo es la destrucción de ese país o nación, está claro que el Estado está mal constituido.

Que las naciones democráticas más representativas del entorno español han adoptado medidas drásticas para proteger su supervivencia frente a la acción de partidos contrarios a la misma se ve con sólo examinar el ordenamiento legal de Alemania y Francia. En virtud del artículo 9 de la Ley Fundamental de la República Federal de Alemania, “quedan prohibidas las asociaciones que se dirigen contra el orden constitucional”; en virtud del 18 se desposeerá de sus derechos fundamentales a todo aquél que combata “el orden constitucional liberal y democrático”. Y por si el sentido de esos artículos no quedase claro, el 21 establece que “son inconstitucionales los partidos que, según sus fines o según el comportamiento de sus adherentes, tiendan a trastornar o a poner en peligro la existencia de la República Federal de Alemania”. Más claro, imposible.

Algunas democracias han adoptado medidas drásticas para defender su supervivencia

En esa línea van otros muchos artículos, de los que sólo voy a transcribir el 5, según el cual “la libertad de la enseñanza no dispensa de la fidelidad a la Constitución”, y el 7, que establece que “el conjunto de la enseñanza escolar está bajo el control del Estado”. En este punto converge la Constitución italiana: “La República fija las reglas generales relativas a la instrucción y crea escuelas estatales de todos los órdenes y grados” (Artículo 33). Nada puede ser más contrario a estas sensatas líneas de pensamiento político que el ordenamiento educativo español, con la consecuencia catastrófica de haber creado 17 sistemas de enseñanza pública y con ellos la base a otras tantas nacionalidades, que no son sino la pantalla protectora de las oligarquías regionales.

La Constitución francesa es todavía más tajante respecto a la unidad y soberanía nacional. El artículo 3 establece que “ninguna parte del pueblo ni ningún individuo pueden atribuirse el ejercicio de la soberanía”, y el 4, que “los partidos y agrupaciones políticas deben respetar los principios de la soberanía nacional”. Un referéndum como el proyectado por los partidos nacionalistas catalanes, con el presidente de la Generalitat a la cabeza, para la secesión de Cataluña es algo inconcebible en Francia o en Alemania. Su ordenamiento constitucional lo hace inviable. Tampoco le vendría mal a España la prudente medida que adopta la Constitución italiana, cuando, al tratar del presidente de la República, le otorga el poder de disolver por decreto los consejos regionales (equivalentes de los gobiernos autónomos) “cuando han llevado a cabo actos contrarios a la Constitución” (Artículo 126).

Los artículos antes citados dejan bien claro que ni en Alemania ni en Francia podrían existir partidos como el PNV, Bildu, CiU, ERC, ni ningún otro que promoviese la secesión de una parte del territorio o la utilización de la enseñanza y medios de comunicación públicos para atacar derechos fundamentales del conjunto de los ciudadanos, como el de la soberanía nacional o el del uso de la lengua oficial del Estado. Lo más sorprendente es que España haya podido mantener su integridad nacional con una Constitución que, de haber estado en vigor en Alemania, Francia o Italia, habría llevado a esos países al desmoronamiento. Piénsese que Francia tiene, además de su País Vasco y su Cataluña, regiones que, como Córcega, Bretaña, Normandía, Alsacia, Lorena, Borgoña, Saboya, etcétera, son terreno históricamente abonado para la eclosión de partidos nacionalistas regionales secesionistas. Y no hablemos de Alemania e Italia, naciones compuestas de numerosos Estados que han sido independientes y soberanos durante siglos, circunstancia que nada tiene que ver con Cataluña y las Vascongadas, regiones que nunca fueron Estados independientes y soberanos, sino parte, en un caso del reino de Aragón y, en el otro, del reino de Castilla, los cuales siempre se consideraron parte de España.

Ignacio Gómez de Liaño es filósofo y escritor

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