Pésimo final
La querella contra Mas da alas al victimismo soberanista y deja tocadas a las instituciones
El pulso entre fiscales de Cataluña y la cúpula del ministerio público se salda, por el momento, con una victoria del jefe de todos ellos, Eduardo Torres-Dulce, que logra imponer su autoridad sin ofrecer la sensación de haberse rendido a las presiones del Gobierno, dado su control sobre los tiempos. Lo indiscutible es que se ha producido una crisis con muy pocos precedentes en el seno del ministerio público y que las instituciones, que no están sobradas de prestigio como para permitirse más sacudidas, han sufrido estos días un impacto muy negativo.
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Ya advertimos en su día contra la inconveniencia de volver a usar el Tribunal Constitucional para frenar un sucedáneo de referéndum que bien podría haber sido tratado más políticamente en el marco del ejercicio de la libertad de expresión, como llegó a sugerir el propio Gobierno. El error ha desembocado ahora en esta querella que conduce la crisis catalana a un callejón aún más estrecho.
Lo sucedido evidencia también la distancia con que se ven las cosas en Cataluña y en el resto de España, incluso en una cuestión aparentemente técnica, como es apreciar si existen indicios de delito en la actuación de las autoridades catalanas. Donde algunos fiscales de Cataluña observan dificultades para acusar al presidente de la Generalitat —así como a la vicepresidenta, Joana Ortega, y a la consejera de Educación, Irene Rigau—, otros fiscales, en número mucho mayor, encuentran razones para respaldar la querella. Es casi imposible disociar esas diferencias de las presiones o enérgicas sugerencias de las respectivas autoridades políticas.
Llevar el choque al terreno jurídico no anula toda posibilidad de diálogo político, pero lo reduce al mínimo. Le viene bien a Artur Mas para presentarse como el perjudicado y construir la peana política sobre la que erigirse en campeón del soberanismo. Tan claro es esto que ERC no tardó un minuto en describir la querella como una agresión a “un pueblo entero”, tratando de restar protagonismo personal al president.
A su vez, el Partido Popular se ve tentado de sacar partido de esta situación uniendo la defensa de la Constitución con la soberanía del conjunto de los españoles, para forzar así el cierre de filas en torno al tema de la unidad y la integridad nacional.
Esa estrategia polarizadora conlleva daños colaterales para el PSOE, que plantea una reforma constitucional destinada no solo a resolver el problema catalán, pero influida por la necesidad de encauzar las reivindicaciones de aquellos catalanes que, sin ser independentistas, tampoco aceptan el statu quo. La renuencia del PP a abordarlo aumenta el peligro del radicalismo preelectoral, azuzado por una querella que puede actuar como catalizador de malestares.
Prever el recorrido judicial de la iniciativa resulta difícil. Lo significativo es que prospera la idea de convertirla en la respuesta al 9-N, que el presidente del Gobierno había asegurado que no iba a celebrarse. Se ignoran las razones en las que Rajoy basaba esa convicción, pero el caso es que hubo votaciones, aunque no fueron legales. El presidente de la Generalitat asumió altivamente la responsabilidad de haberlo organizado y, por así decir, el éxito de haber engañado al Estado. Y el Gobierno ha preferido la torpeza de empapelarle antes que pasar por la humillación de una consulta celebrada sin las mínimas garantías legales, pero con suficiente repercusión como para medir la existencia de una fuerte minoría independentista y del aprovechamiento político de todo lo que suena a utilización de los instrumentos del Estado.
En definitiva, un desastre. Lo que hace un año se limitaba al enfrentamiento entre la Generalitat de Cataluña y el Gobierno estatal implica ya al Tribunal Constitucional y al ministerio público. El diálogo político sigue siendo igual de necesario, pero los obstáculos han crecido.
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