En el cuartel general de The Black Keys
El dúo estadounidense edita su octavo álbum Se han convertido en la banda de rock clásico más famosa del momento Les visitamos en sus dominios de Nashville
Asegura Patrick Carney, batería de The Black Keys, que el momento en que realmente se dio cuenta de lo grande que era su grupo fue en su concierto en Madrid de noviembre de 2012. “Empezamos la gira en enero. En diciembre habíamos publicado nuestro anterior disco, El camino. Y estaba funcionando genial, pero no habíamos vuelto a Madrid desde 2004. Y entonces no vinieron a vernos más que 30 personas. Pero a este vinieron 15.000 y fue como, joder, qué bien, menudo cambio”.
Deja de hablar un segundo para darle un trago a su café. Es alto, delgado y tiene una de esas expresiones de coña que hacen reír solo con mirarle. Ha llegado con puntualidad, son las dos de la tarde, aunque, por el gesto de su cara –y las manchas de pasta de dientes en las comisuras de la boca– uno apostaría a que se acaba de levantar de la cama.
En principio la cita era en su casa de Nashville, Tennessee, la ciudad donde también vive su compañero de grupo, Dan Auerbach, y donde tienen su oficina. Pero en el último momento ha decidido trasladarla a una cafetería ecológica cerca de su domicilio, en una zona residencial al sur de la ciudad. “Hace un día estupendo, ¿no crees? Me cuesta salir de casa. Esta noche me quedaré a ver Juego de tronos, y mañana dicen que va a hacer frío. No me pienso mover de allí. ¿A que te habían contado que estoy todo el día de fiesta? Pues no”.
Hemos llegado hasta aquí sin hacer ninguna concesión, asegura patrick Carney, el batería del grupo
The Black Keys son naturales de Akron, Ohio, pero Patrick se mudó aquí hace dos años desde Nueva York. “En Akron no hay nada, pero el año que pasé en Nueva York fue un poco demasiado. Esto está bien. ¿Has estado en el estudio de Dan?”. Nashville se anuncia orgullosamente como “Music City USA”, y da la impresión de que está consagrada a mayor gloria del country & western y géneros adyacentes. Aquí hay salas míticas como el Ryman Auditorium; está el Country Hall of Fame, y los museos de Johnny Cash y Willie Nelson. Broadway Avenue, el corazón del downtown, es un lugar repleto de bares donde suena country en directo a cualquier hora. Incluido este anodino lunes de mediados de abril a las 13.00.
Quizás por eso se ha convertido en uno de los centros de creación musical más importantes de EE UU, y en su área metropolitana hay unos 350 estudios de grabación. Muchos músicos de rock han establecido su sede aquí. Entre ellos Jack White, de The White Stripes, que ha construido su discográfica a unos centenares de metros de donde Dan Auerbach, la otra mitad de Black Keys, tiene el suyo.
“Hace tres años, compré una casa y este edificio”, decía horas antes Auerbach, sentado en la mesa de comedor de su estudio. Es rubio y no muy alto. Pero tiene maneras de vaquero. Una sensación que se refuerza porque ha cogido uno de esos mecheros de cocina con gatillo para encender una piedra de incienso que atufa la sala y no deja de jugar con él como si fuera un revólver. “La idea era asentarme aquí. Siempre me ha gustado la ciudad, de joven veníamos a ver conciertos. No quiero vivir ni en Nueva York ni en Los Ángeles. Esto está bien situado para llegar a todas partes, y es una ciudad centrada en la música. Es muy alucinante. Si se me acaba la cinta para grabar llamo por teléfono y me la traen en 10 minutos, de puerta a puerta. Vengo de Ohio, allí eso tarda tres días”.
Desde fuera el estudio es solo una pared gris oscura, casi negra, con una puerta del mismo color en medio de una avenida insulsa. No hay timbre, solo una cámara. Por dentro es un parque de atracciones para músicos. La primera sala es como una mezcla de cabaña de cazador y habitación de un Peter Pan con pasta y gusto dentro de los estándares rockeros. La mayor parte de la pared izquierda la cubre un gran armario lleno de objetos: cascos, fotografías, un tocadiscos carísimo y la colección de discos de Auerbach. A ojo de buen cubero hay unos 2.000 vinilos colocados en orden alfabético. También hay una cocina americana, donde está la mesa en la que se celebra la entrevista y un enorme sofá. “Ahí se sentaba Lana del Rey a escribir letras, puedes acercarte y olerlo si quieres”, dice con sorna. Auerbach ha sido el productor del segundo disco de la cantante, uno de los grandes iconos sexuales del pop actual.
Al fondo hay dos grandes motos Harley de los años cuarenta. En la pared, cuatro filas de chalecos vaqueros también antiguos con emblemas de clubes de moteros. “Esos los colecciono yo. Las motos son de un amigo”. Más allá está la sala de grabación. Después, el cuarto de control, que da directamente al patio trasero donde aparca sus coches, dos viejísimos Chevrolets. Sobre la azotea ha construido una terraza que sirve de chill out. “Paso mucho tiempo aquí”, dice. Es un tipo serio. Tajante, aunque amable, y parece tenso con cualquier cuestión sobre su vida privada. Posiblemente porque en el último año, y eso es la referencia clara de que ya no es solo un músico de rock sino una celebridad, su agrio divorcio, que le costó cinco millones dólares (3,6 millones de euros) y en el que obtuvo la custodia temporal de su hija, fue aireado por la prensa amarilla.
Han pasado más de diez años de su primer bolo en Madrid y ahora son el grupo de rock, digamos clásico, más grande del mundo. Su séptimo disco, El camino, vendió cerca de dos millones de copias. Tienen 35 años, llevan como grupo 15, como estrellas alrededor de 4 y el 13 de mayo publican el octavo, Turn blue (Warner), que se prevé que entrará directamente en el número uno de la lista de los más vendidos en Estados Unidos.
Pero no han olvidado aquel concierto en España por una razón muy sencilla: según cuenta Patrick, esa noche de octubre fue la peor de las tres semanas que duró su gira europea en 2004, el que es para ellos el momento más bajo de toda su carrera. “Nos habían garantizado un mínimo de 100 euros por el concierto y habíamos conducido unas ocho horas, pero fue tan poca gente que no nos pagaron. Nuestro tour manager acostumbraba a coger todo lo que había en el camerino para ahorrar: pan, mantequilla… Aquella noche solo había 12 botellines de cerveza. Y se las llevó a la furgoneta, nos quedaban siete horas de carretera. El promotor y el dueño de la sala salieron gritándonos que les habíamos jodido. Se quejaban de que eran botellas retornables. ¿Cuánto costarían? ¿Cinco dólares? Yo nunca llego a las manos, pero me hubiera encantado pegar a aquellos tíos. Menudos gritos… El tour fue tan desastroso que pensé que sería el último. Perdimos dinero, nos pusimos enfermos al menos un par de veces, nos enfadamos… Y cuando llegué a casa mi novia me había dejado”.
Pero en aquel desastre estuvo al parecer el inicio de lo que son ahora. Volvieron a Estados Unidos con una deuda de 3.000 dólares que había que saldar y eso les impidió disolverse como grupo, que era su intención inicial.
'Que te jodan’ es mi frase favorita en esta vida. Así explica el vocalista de The Black Keys el título de su nuevo trabajo
“Hubo que tomar decisiones. Despedimos a nuestro mánager y cambiamos de discográfica. Hasta entonces habíamos grabado en mi sótano y empezamos a pensar en hacerlo de una forma más profesional. Permitimos que alguna de nuestras canciones entraran en anuncios, que era algo a lo que nos habíamos negado y nos dimos de plazo hasta cumplir los 30 para ver cómo iban las cosas”, dice Carney.
Fueron bien, extremadamente bien, de hecho. Mucho mejor de lo que nadie hubiera llegado a pensar jamás. En parte porque ablandaron su sonido gracias a la intervención del productor Brian Burton, alias Danger Mouse, que es virtualmente el tercer miembro del grupo. “El problema, supongo, es que al ser de Akron y hacer una música que no era la que estaba de moda, nunca pertenecimos a una escena ni nos sentimos vinculados a nada. Y como consecuencia, no nos fiábamos de nadie. Brian nos llamó como fan y terminó convirtiéndose en amigo”, dice Auerbach.
El camino les consagró. No solo a nivel de ventas, también les introdujo de cabeza en el establishment. En 2013 se llevaron cuatro premios Grammy, a sumar a los tres que ya tenían anteriormente. “Esa noche nos llevamos más que nadie de los nominados”, dice Auerbach señalando con el mechero hacía lo alto del mueble donde está su colección de discos. Allí, perfectamente alineadas y brillantes, ni escondidas ni demasiado a la vista están las siete estatuillas con forma de gramófono. “Pero aun así, nos colocaron al fondo de la sala. Estuvimos el mínimo tiempo necesario y en cuanto pudimos nos fuimos”.
Turn blue será su octavo disco. Es más lento y más psicodélico que El camino, pero las previsiones son inmejorables. La gira está cerrada y les llevará a grandes espacios. En España darán un solo concierto, en julio, de cabezas de cartel del Bilbao BBK Live 2014, megafestival que se desarrolla en la capital vasca. Por eso traen a la prensa europea con cuentagotas para hacer la promoción a su cuartel general: su discográfica, la multinacional Warner, ve en ellos a los próximos Wilco, o más a los próximos White Stripes. “Hemos llegado hasta aquí sin hacer ninguna concesión”, dice Carney apurando su café. Está explicando que el truco es saber mantener la distancia, no solo con la industria y los medios, también entre ellos –“Somos amigos y nos complementamos, pero tenemos vidas paralelas. Rara vez nos juntamos para algo que no sea relacionado con el trabajo”–, cuando de repente se detiene y dice: “Hola”. Apoyada en la barandilla de la terraza una adolescente le mira con arrobo, detrás hay otros dos chicos. “Nos encanta tu música”, dice la primera tímidamente, así que Patrick toma la iniciativa. “¡Oh, gracias! ¿Queréis una foto? ¿De grupo o individual? Venga, vamos a hacerlas individuales”.
Mientras su mánager dispara las instantáneas con los móviles de los jóvenes, un hombre de unos cincuenta, al parecer el padre, se acerca con la expresión de haber triunfado. “Llevamos dos días en Nashville y la única obsesión de los tres era cruzarse a los Black Keys. Llevamos persiguiendo este encuentro por toda la ciudad”.
Termina la improvisada sesión, y vuelve el batería a la mesa. Deben de sentar bien este tipo de cosas, ¿no? Carney se encoge de hombros: “Intento ser majo con estos chavales porque me acuerdo de cuando tenía su edad y vino a tocar a Akron The Jon Spencer Blues Explosion, que me encantaban. Me coloqué en primera fila y cuando salieron dejé cuidadosamente una casete con nuestros temas al lado del pie de micro de Jon Spencer. Él me miró, puso cara de odio y la pisó con la bota hasta machacarla. Yo pensé: ‘Menudo hijo de puta”.
De momento, lo más incómodo de la fama ha sido que Carney, que tiene el papel del rockero descerebrado, se ha convertido en una celebridad en Twitter, incluido un enfrentamiento con Justin Bieber y sus fans. “Lo estoy dejando. Estoy un poco hasta las narices de Internet. Está lleno de hijos de puta. Es divertido, y durante un tiempo llevé bien ver qué idiota es la gente en la Red y demostrarles que tú puedes ser por lo menos igual de idiota. Pero es agotador. Abres tu twitter y te das cuenta de que alguien que se ha levantado de la cama y lo primero que ha pensado hacer es insultarte”.
Eso y el divorcio de Auerbach. Podría parecer que el Turn blue del título, ese giro de ánimo hacia la tristeza, hace referencia a ello. “Sí, se podría entender como que mi estado de ánimo es triste y también puede significar que algo te ahoga. Pero también es una forma de decir ‘que te jodan”, dice el cantante. “Tiene muchos sentidos”. ¿Y cuál es su favorito? Suelta una carcajada y dice: “Francamente: ‘Qué te jodan’ es mi frase favorita en esta vida”.
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