“Depurar responsabilidades”, qué difícil
La frase representa en nuestra mente una abstracción mientras esconde a los autores
El verbo “depurar” remite a la limpieza, pero el uso lo ha ensuciado bastante en los últimos tiempos.
Su origen remoto lo encontramos en el indoeuropeo peu(a) (“purificar”, “limpiar”. Diccionario etimológico indoeuropeo; Roberts-Pastor). Y de ahí salen (tras pasar por el latín purus) términos como “puro”, “purificar”, “purista”, “puritano” o “apurar”. Sí, “apurar”: limpiar el vaso hasta vaciarlo.
En la misma línea se sitúa el término “purgar”, que a veces funciona como sinónimo de “depurar”. “Purgar” se forma en latín con la ya conocida base purus (limpieza) y el verbo ago (llevar, hacer). Por tanto, purgar es “llevar a la limpieza” o “hacer limpio” algo. De donde obtenemos “expurgar”, con similar sentido.
Vale la pena, pues, observar el vocablo “depurar” junto con sus familiares, para perfilarlo mejor al través de la historia.
En nuestros días comprobamos a veces que alguien se queda más ancho que largo ante un caso de corrupción tras anunciar que “se van a depurar responsabilidades”. Y cuando un significado se fuerza, cuando no responde a lo que el Diccionario viene diciendo de él, conviene reflexionar al respecto. Sobre todo si la manipulación semántica procede del poder, ya sea político, económico o sindical: cuando viene de los que pontifican ante el micrófono, y no de lo que circula entre el pueblo.
La Academia define depurar como “limpiar” o “purificar”. No podía ocurrir de otra forma, pues tales son los conceptos que acompañaron al término durante toda su vida, como acabamos de ver.
Si hiciéramos caso del lenguaje político (y ya se ve que estamos lejos de ello), esa depuración a la que suelen referirse los personajes públicos significaría “limpiar las responsabilidades”.
¿Limpiar qué?
¿Cómo se limpia una responsabilidad?
Sí, sabemos que el verbo depurar tiene sentidos figurados, por supuesto, además del equivalente a “limpiar”. Aquella primitiva idea de la higiene ha formado metáforas sobrecogedoras, como “limpieza étnica” (genocidio) o “limpieza de sangre” (racismo). Y el término “depuración” transita por un camino semejante; sinuoso y embarrado. El Diccionario lo refleja, pues otras acepciones de “depurar” aluden a la sanción que sufre alguien a quien se castiga por sus ideas. Estos disidentes se convierten así en “depurados”, es decir, en “represaliados”. Ambos conceptos —depuración y represalia— se identifican, porque la depuración implicaba venganza política. Estamos, por tanto, ante un término asociado al sufrimiento de los republicanos, de los exiliados, de los separados de sus puestos durante el franquismo. Depurados todos.
Esa “depuración” metafórica afectaba siempre a seres de carne y hueso, aunque no fueran responsables de irregularidad alguna. Solo de sus ideas.
La depuración de la que se nos habla ahora, en cambio, orilla a los autores (ahí está el truco) y se fija en los hechos, que son los sometidos a supuesta limpieza. Claro, hemos heredado la incomodidad de depurar a las personas, y aplicamos entonces la fuerza de la palabra sobre unas abstractas “responsabilidades” que parecen ajenas a los individuos.
Podemos limpiar un traje, y no por eso limpiamos a quien lo compró. Sin embargo, las responsabilidades no se quitan o se ponen como unos calzones. No se pueden limpiar aparte, aunque así se muestre tal engaño ante nuestros oídos. “Depurar responsabilidades” rompe con el significado real del verbo y con su historia, y representa en nuestra mente una abstracción que esconde a los responsables de los hechos.
Las manipulaciones del lenguaje no siempre se emplean a sabiendas; ni siquiera por quien las inventa. Pero esas expresiones hacen luego que algunos se sientan cómodos al proferirlas, porque inconscientemente les sirven de escondrijo.
Podemos entenderlo. Sin embargo, quizá nos gustaría más que quienes anuncian “la depuración de todas las responsabilidades” se propusieran en su lugar “la dimisión de todos los culpables”.
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