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PALOS DE CIEGO
Columna
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Rembrandt y el Gran Persky

Javier Cercas
Ilustración de Gabi Beltrán

Todavía es mágico el mundo. O al menos a ratos lo parece. Hace unos meses publiqué en esta columna un artículo titulado Rembrandt y la primavera en Manhattan en el que el relato de un viaje de vacaciones a Nueva York con mi hijo servía para contar mi deslumbramiento ante un autorretrato de Rembrandt que puede verse allí, en un pequeño museo: la Frick Collection. Pues bien, días atrás vi El último concierto, para mí una de las sorpresas cinematográficas de la temporada; en medio de esa reflexión sobre la feroz tiranía y la plenitud de la vocación, dos de sus protagonistas visitan precisamente la Frick Collection y uno de ellos –un viejo violoncelista en trance de renunciar a su carrera por culpa del Parkinson, interpretado por Cristopher Walken– le explica al otro su deslumbramiento por, precisamente, mi autorretrato de Rembrandt. Pero la magia no acaba ahí. Porque lo extraordinario, o lo que al principio me pareció extraordinario, no fue sólo esa coincidencia, sino sobre todo el hecho de que lo que Walken o el personaje de Walken veía en el cuadro no se parecía casi nada a lo que yo había visto en él, por no decir que era lo contrario. Durante días esta discrepancia aparatosa me tuvo perplejo. Primero pensé que, en realidad, Walken o el personaje de Walken y yo habíamos visto cuadros distintos, así que volví a ver la película; era el mismo cuadro: Autorretrato con bastón. Luego pensé que yo había interpretado mal el cuadro, así que me hice con una buena reproducción; no: allí seguía estando lo que yo había visto. Entonces pensé que había sido Walken o el personaje de Walken o el director o el guionista de la película de Walken quien se había equivocado, y volví al cuadro de nuevo; tampoco: lo que Walken decía también estaba allí. Sólo entonces me iluminó la evidencia: los dos habíamos visto el mismo cuadro y los dos habíamos visto un cuadro distinto.

Un gran cuadro es un espejo: no sólo lo vemos; él también nos ve

Un relato de Woody Allen cuenta la historia de un profesor de Nueva York, de nombre Kugelmass, que lleva una vida desdichada junto a su mujer y que, sediento de sexo y de romanticismo, busca una aventura discreta; un mago tiene la solución: gracias a un pase de magia (y por un módico precio), podrá pasar un rato con el personaje femenino de ficción que elija y volver a casa cuando le apetezca. Dicho y hecho: el mago, alias el Gran Persky, mete a Kugelmass en Madame Bovary y el profesor conoce a Emma, coquetea y se enamora de ella, se acuesta con ella. En todo el país los lectores de la novela de Flaubert se quedan atónitos al ver a un judío calvo besando a madame Bovary y, cuando el Gran Persky consigue que Emma pase unos días con Kugelmass en Nueva York –está deseosa de ver un musical de Broadway y de comprarse ropa de Ralph Lauren–, la desaparición de la protagonista provoca el asombro general. “Supongo que esta es la prerrogativa de los clásicos”, reflexiona un profesor de la Universidad de Stanford, incrédulo y resignado. “Los vuelves a leer por enésima vez y descubres siempre algo nuevo”. El profesor tiene razón, por supuesto; mejor dicho: se queda corto. No es que los clásicos cambien cada vez que los lees; es que cambian también con cada lector. ¿Qué es lo que yo vi en el autorretrato de Rembrandt? El desencanto absoluto: vi a un cincuentón que ha conocido todos los fracasos, los errores y las melancolías, que sabe que lo mejor de la vida pasó y que lo que ahora le queda por hacer es aguardar la muerte con la mayor dignidad posible. ¿Qué es lo que vio el personaje de Walken? Un orgullo total: el pundonor de un artista se sabe en la plenitud de su oficio y que, aunque viejo, todavía puede pintar mejor que nadie, porque, a diferencia de lo que ocurre al violoncelista, no le han traicionado ni su cuerpo ni su mente. “Ya no es mágico el mundo”, dice Borges en un poema de su vejez; y también: “Ya no seré feliz. Tal vez no importa”. Eso es lo que decía mi viejo y derrotado Rembrandt. En cambio, el mismo viejo Rembrandt del viejo Walken decía, animoso: “Todavía es mágico el mundo. O al menos a ratos lo parece”.

Un gran cuadro, como una gran película o un gran libro, da forma a la experiencia del autor, pero también a la del espectador. Un gran cuadro es un espejo: no sólo lo vemos; él también nos ve. No es la magia del Gran Persky, pero no hay otra.

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