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REPORTAJE

Música para combatir el miedo

En Boston y en Ramala suena la misma melodía. El productor Javier Limón viaja desde la escuela de Berklee, donde imparte clases, a la capital palestina para descubrir el talento de un pueblo que lleva la música y los secretos del ritmo en su ADN

Amelia Castilla
ANA NANCE

Lo hemos visto cientos de veces en televisión. Niños con la cabeza cubierta por la capucha de la sudadera tirando piedras a los soldados. Un gesto que ya se ha convertido en un rito, una suerte de ceremonia tan arraigada como la de los niños que esta tarde tiran bolas de nieve a los taxis que pasan por las solitarias y destartaladas callejuelas de Ramala, la capital política de Palestina. Ha empezado a anochecer, y la ciudad, de 65.000 habitantes, parece semidesierta. Se ven chicos en grupos pequeños que fuman ociosos y peatones con bolsas, camino de casa. Nada que ver con el bullicio de restaurantes y bares donde expenden copas hasta bien entrada la madrugada y en los que se nota la presencia de cooperantes, llegados desde diferentes lugares del mundo. En Fuego, un local palestino-mexicano, corren los margaritas y las pipas de agua. “Estoy harto de la música de repertorio. Prefiero arriesgar con un proyecto atrevido antes que repetir los mismo discos”, dice el productor Javier Limón, recién llegado a la capital palestina.

El viaje podría tener la banda sonora de esas canciones que se conocen como de ida y vuelta porque viajaron en las gargantas de los esclavos africanos, pero en este caso en sentido inverso, músicos palestinos que vuelven a su hogar después de haber enriquecido su formación musical en el extranjero. Promesas de tierra (Casa Limón), el nuevo trabajo del productor de Lágrimas negras, supone un recorrido vital que arranca en Boston y desemboca en Ramala, aunque antes de llegar hasta la capital palestina conviene recordar cómo nació esta historia: “Fue fruto de una equivocación”. Limón buscaba por los pasillos de la escuela de Berklee, donde imparte clases, un guitarrista que pusiera la banda sonora en la entrega del título de doctor honoris causa a su amigo Paco de Lucía, pero se equivocó de cuarto de ensayo y de manera accidental escuchó los sonidos del qanun que brotaban de los dedos de Alí Ams (Ramala, 1991). Ahí mismo empezó una colaboración que ha llevado al productor español por nuevos senderos musicales. “En Berklee, los palestinos son superestrellas. Tanto como lo fueron en su momento los artistas cubanos o los venezolanos. En este momento podría grabar con cualquier músico de primera fila, pero lo que me emociona son estos artistas”. Antes, Limón tenía su estudio madrileño lleno de artistas de origen gitano y cubanos, pero ahora lo invaden los sonidos del Mediterráneo. El latin jazz se ha convertido en una institución sonora, y hasta Jerry García parece ya un músico español. No se trata del primer viaje que Limón realiza a una de las zonas más conflictivas del planeta. Al tiempo que prueba sonidos con palestinos, produce el nuevo disco del contrabajista israelí Avishai Cohen.

Sin embargo, aquí israelíes y palestinos viven separados por una decena de kilómetros (algo así como el estrecho de Gibraltar), pero para encontrarse con los segundos hay que cruzar la frontera de Calandia, con sus muros plagados de pintadas en las que se reconoce a Arafat. Los palestinos, salvo excepciones, tienen prohibida la entrada en Jerusalén, y tampoco les conviene a los israelíes, si aprecian sus vidas, adentrarse en esta franja de Cisjordania. En teoría, todas las músicas son iguales, sobre todo si se interpretan con el corazón. Cada zona aporta cosas especiales, desde sonidos hasta armonías o ritmos, pero aquí pesa más el odio que el arte.

En berklee, los palestinos son superestrellas”

Ramala parece una película en blanco y negro. El humo de los cigarrillos envuelve la sala del hotel donde ensayan algunos de los músicos que Limón quiere escuchar para su disco. Los ceniceros rebosan colillas. El ritual se repite cada vez que dos palestinos son presentados: ¿De dónde procede tu familia? Desde la guerra de independencia en 1948, la diáspora ha sido tan enorme que necesitan, mucho más que cualquier otro pueblo, indagar en las raíces. La familia de Mohamed Najem fue expulsada entonces de Jaffa, dentro del municipio de Tel Aviv, y ahora viven en Belén. Mohamed aprendía a leer y escribir cuando estalló la primera Intifada. Algunos días no pudo volver desde la escuela hasta su casa, un amigo murió por las balas de los soldados y uno de sus tíos acabó en la cárcel. Mohamed, que ahora tiene 28 años, creció escuchando el ruego de sus padres: “¡Ojo, no te acerques a la ventana!”. Cuando empezaban los disparos o se acercaban los tanques, le embargaba un miedo horrible que se calmaba cuando el vecino de al lado tocaba la flauta. Su música suponía un bálsamo, por eso se matriculó en el conservatorio Edward Said y desde el principio tuvo claro que ese sería el instrumento que elegiría. La música desarrolló su personalidad y le ayudó a superar barreras. En 2006 consiguió una beca para estudiar en la ciudad francesa de Angers. Podría haberse quedado en Europa con su esposa francesa, pero decidió volver y ayudar a sus compatriotas impartiendo clases de música. Como ayudan la mayor parte de los músicos que se juntan hoy en este hotel: bateristas, cantantes, laudistas… más de medio centenar de miembros de distintas bandas llegados desde Cisjordania, la franja de Gaza y los Altos del Golán. Ensayan para la presentación en público, esa misma tarde, de Naqsh, un disco con composiciones propias y en el que los sonidos orientales se fusionan con el rock y el jazz. Su objetivo: cambiar el panorama musical. Pertenecen a la tercera generación de palestinos expulsados de sus territorios, casi ninguno ha cumplido la treintena y no son muchachos sin futuro que vivan al día. Casi todos tienen una graduación en alguna de las sedes del conservatorio Edward Said; la mayoría, con estudios ampliados, gracias a becas, en Europa o en Estados Unidos. De ahí la conexión con el productor español, que aprovecha esta excepcional reunión para realizar su propia cata. Armado de su Pro Tools, Limón graba melodías que luego mezclará en Boston con las de los alumnos de la escuela.

Charlie Rishmawi (Kuwait, 1986), uno de los impulsores de Naqsh, toca el oud eléctrico. “Se trata de un proyecto que aporta muchas energías”, asegura sobre la excepcional reunión de estos artistas. “Hasta hace poco, la mejor música árabe procedía de Egipto, Líbano o Libia, pero ya es hora de crear melodías palestinas”, cuenta Rishmawi en un descanso. Cuando los oudistas escuchan los sonidos de uno de los instrumentos más populares de Oriente Próximo, amplificados al ser enchufados a un micrófono, protestan por lo que suponen un atentado a la tradición, pero Rishmawi no quiere oír esos lamentos: “Las nuevas generaciones tocan el buzuq, pero también el piano, la batería y la guitarra eléctrica”. Nació en Kuwait, pero a los seis años volvió con sus padres a Palestina. Tras graduarse en el conservatorio de Belén ejerce como profesor, pero compone bandas sonoras y trabaja como arreglista. Le llegan propuestas de fuera, pero moverse por el mundo con pasaporte palestino resulta complicado. No puede utilizar el aeropuerto de Tel Aviv para salir del país –“aunque pudiera, no lo haría”–, así que cada excursión le supone usar al menos cinco autobuses distintos y algunos taxis para llegar al aeropuerto de Jordania. Como va cargado de instrumentos, tiene que solventar un montón de problemas logísticos y pagar tasas a unos y otros antes de desembarcar en el aeropuerto de Ammán, donde empieza el viaje.

Conseguir los visados supone un problema añadido y no solo para los músicos. Los padres de Alí Ams (él, abogado, y ella, fiscal, muy vinculados a Al Fatah) no han podido presenciar la graduación de su hijo en Boston. Lo cuenta Reem Ams, hermana menor de Alí, en la mansión de sus padres, ubicada en una zona destinada al cuerpo diplomático. Muy pocas casas parecen habitadas en este lujoso complejo. Los suelos son de mármol; los muebles, de diseño, y desde las ventanas se ven los montes de Jerusalén y el mar. Los sonidos del buzuq acompañan las voces de las mujeres. Reem y una amiga abogada –encargada de una organización que defiende a los presos– tararean una melodía de Fairus, triste y melancólica, que habla del otoño. Siguiendo la tradición de sus hermanos, Reem ha elegido la música como profesión, aunque ha compaginado los estudios con los de farmacia y un máster de empresas que ha realizado en Estambul: Reem ha vuelto ahora, después de tres años, a Ramala: “La cultura musical ha cambiado, en parte gracias a Internet. Antes no había información, pero ahora se puede escuchar todo. Además nos hemos juntado una red de músicos que formamos bandas y tocamos en pequeñas salas donde suenan lo mismo Norah Jones que Um Kulthum”.

Su madre y su abuela, de origen marroquí, se cubren la cabeza con velo, aunque visten al estilo occidental, pero Reem luce una espléndida melena al viento, pantalones blancos ceñidos y botines. Olvidado en un sofá descansa un bolso de Vuitton. Conduce su propio coche y disfruta de una libertad de la que carecen la mayoría de las mujeres árabes. En realidad, Ramala es una burbuja dentro de los propios territorios palestinos. Para Reem, la llegada masiva de cooperantes y los cuantiosos fondos que reciben en concepto de ayuda internacional han facilitado el fuerte impacto cultural y económico. Por todos lados se levantan edificios nuevos en medio de un paisaje arquitectónico en el que se mezclan, en agudo contraste, antiguas casitas con limonero en la puerta, infraviviendas y mansiones de porte millonario con cochazo en el garaje. El origen cristiano de esta ciudad posibilita que muchas mujeres no se cubran con velo y no es extraño ver a chicas jóvenes en los bares y fumando mientras se divierten con amigos, algo impensable en Gaza. “Las mujeres asumen las responsabilidades familiares cuando los maridos están en la cárcel y eso las hace más fuertes y difíciles de oprimir que en otros lugares”, dice Reem, que olvida las reivindicaciones políticas para volver a cantar.

Casi todos tienen una graduación en el conservatorio”

Entre los invitados en la casa de Alí en Ramala figura Tareq Abboushi (Dubai, 1979), virtuoso del buzuk, un instrumento que antaño tocaban los príncipes. Su historia también es la de un viaje de ida y vuelta. Tras graduarse en la Universidad William Paterson, en Nueva York, formó su propio grupo, con el que se movía por distintos locales dando conciertos con un grupo de amigos hasta que decidió regresar a Ramala. Mientras estudiaba fuera, cada verano volvía a su tierra a impartir clases a los chicos matriculados en el conservatorio. Desde el principio, el trabajo con niños le resultó de lo más gratificante. “Los avances se notan muy rápido”, asegura. Su pelo largo, las gafas de montura transparente y el abrigo largo de buen paño le dan un aire de poeta sufí. Desde octubre trabaja como profesor en Ramala. Sigue componiendo para su grupo, Shu Usmu (que significa “cómo se dice”). “En Estados Unidos da igual si enseñas o no; si no estoy yo, habrá otro profesor igual de bueno, pero aquí siempre se puede aportar. He hecho todo lo que quería hacer: tocar y experimentar con músicos me abrió muchas puertas y oportunidades, llevo todo eso dentro, ahora compagino la composición con la enseñanza. En Nueva York, la vida es muy loca, no hay tiempo para nada, hay que preocuparse por el alquiler, las facturas…”.

La entrevista se interrumpe porque Tareq es requerido para una nueva sesión de música improvisada en la que Ahmed Deid (Siria, 1987) se ocupa del contrabajo. Lleva el pelo rapado y el cráneo cubierto con un gorro de lana, un aro en la nariz, pendientes distintos en cada oreja y una bonita parka verde que completa su imagen occidental. Acaba de llegar de Colonia, donde estudia, becado por la universidad alemana. Vive entre ambos mundos, tocando con bandas de ambos lados con las que desarrolla su proyecto musical. No le importa la raza, ni el color, ni la nacionalidad de las personas; tampoco le interesa la política, pero no tocaría en un proyecto israelí. Se ha vuelto muy escéptico, no cree que el conflicto tenga solución.

En Oriente Próximo es impensable ver a un músico palestino tocando con un israelí. Sin embargo, en la escuela de Berklee ocurre lo contrario. “Cuando a los músicos jóvenes se les libera de la presión política y de la falta de derechos, su actitud cambia sustancialmente y se vuelven artistas mucho más versátiles y abiertos a otras culturas, incluida la cultura opresora”, sostiene Limón, en pleno proceso de mezclas del que será su nuevo trabajo, Promesas de tierra, la segunda parte de una trilogía que comenzó con Mujeres de agua, dedicada al Mediterráneo.

Músicos en Ramala, imágenes de los protagonistas de la historia.

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