El tiempo cabe en una lata
Una pequeña legión de fotógrafos coloca por todo el mundo rudimentarias cámaras que emulan a los pioneros de la imagen y captan el movimiento del sol
Saldrán de noche o en días anónimos, abandonando guaridas solitarias, porteadores de extraños artilugios, lentamente dirigirán sus pasos hacia el objetivo, mirarán hacia atrás si salta un chasquido, entrarán en túneles, saltarán cercas, escalarán andamios, auparán sus cuerpos ansiosos a farolas, árboles, postes, balcones, olisqueando la presa, ávidos de sangre, la sangre mágica de la luz y del tiempo. Regresarán, el corazón a borbotones, a sus salas oscuras, a sus máquinas y a sus rituales de sacrificio. Rendirán culto, una y otra vez, sin desmayo, a los dioses. Solaris. Tarkovski. El astro supremo –dios Sol– entrando por el ojo de la aguja en cualquier templo de la nación mapuche. Los incas. El antiguo Egipto y el disco solar de Amón Ra. También las cámaras oscuras de Nicéphore Niepce, y los fantasmas invisibles de aquellas imágenes primigenias, los dioramas de Daguerre, Boulevard du Temple, 1838, una calle llena de gente invisible. La fotografía como espejo que confirma lo que vemos y a la vez lo niega. El proceso de la bala atravesando la manzana, la fascinante corona provocada por la salpicadura de la gota de leche: los inquietantes territorios donde se sitúan las fronteras de la magia y la verdad.
Aunque lo parezca, no son miembros de una secta. O quizá sí.
Una secta creciente en adeptos que se extiende, colocando cámaras de fotos en cualquier lugar y su contrario, cuanto más oculto, mejor: de Polonia a España y de Arizona a Bután, de un pino en los bosques helados de Soria a un despacho en el edificio de las Naciones Unidas en El Cairo, de un tejado frente a la Embajada francesa en Bagdad a una farola anónima frente a las cuatro torres-colosos de la Castellana, de un letrero de la Puerta del Sol a los matorrales que corren paralelos a la orilla de un lago finlandés, de una pared en Seattle al último vestigio de vida humana en un poblado de las islas Svalbard, con cuidado de no perder el norte y que te coma un oso polar… Una secta, sí, llamada solarigrafía y vertebrada por la actividad frenética de una pequeña legión de fotógrafos-aventureros cuya misión prioritaria es tan sencilla como esta: el retorno a las fuentes, el tributo a los pioneros de la fotografía –Niepce, Daguerre, los calotipos y los dibujos fotogénicos de Henri Fox Talbot y hasta los chinos, siempre los chinos como antecesores de algo, también de los primeros experimentos en la obtención de imágenes a través de cámaras sin lentes–. Es la de los fotógrafos de la solarigrafía una lucha denodada, aunque no confesada, contra la violenta fugacidad de nuestras sociedades, también una apuesta sin resquicio de duda por el valor del paso del tiempo, y no por el tiempo que tan solo está de paso. Una suerte de vacuna contra la prisa contemporánea y su creciente porcentaje de absurdo y mentira.
Una cámara estenopeica (sin lentes) dotada de papel fotosensible y en la que se ha practicado un agujero de 0,22 milímetros de diámetro –el obturador–, un poco de silicona para adherirla a cualquier superficie y material, y muchas ganas de comprobar a cada rato la magia que aporta para un fotógrafo profesional o aficionado la plasmación de imágenes por ennegrecimiento (un poco como cuando retiramos un mueble de su emplazamiento y vemos la huella sobre el suelo) son las bases de esta aventura artístico-filosófica. Una aventura insólita a través del mundo, protagonizada por lo que bien pudiera interpretarse como una reedición de Aquellos chalados y sus locos cacharros, titulada Time in a can (www.timeinacan.org). En español, El tiempo en una lata. ¿En una lata? Tan fácil y tan insospechado como eso. Y ahí está la clave de todo. Explicación.
En una mesa de una cafetería abarrotada junto al hospital de La Paz de Madrid, Diego López Calvín abre su mochila, de la que extrae un cilindro negro muy similar a una de esas latas de refresco energético. Es una lata de refresco energético. Diego, que hace cinco minutos se había subido a una barandilla con una navaja, había despegado la lata de la farola rajando la masa de silicona y se la había echado al zurrón, acaba de elegir una mesa en la cafetería, la mesa con menos luz de la sala. Se sienta, destapa la lata por uno de sus extremos con delicadeza, mira hacia su interior, lo huele, susurra: “Mira, ahí está, huele, huele a moho, a pintura, a tiempo, a cementerio…”.
Mira, ahí está, huele, huele a moho, a pintura, a tiempo, a cementerio…” Diego López Calvín
Dentro de la lata, modelo sleck de 33 centímetros cúbicos y no otro (gentileza de la Asociación de Fabricantes de Latas de Bebidas, cuyos responsables creyeron en esta locura y proporcionaron el material necesario), puede verse el papel fotográfico enrollado, y sobre el papel, varias manchas de contornos perfectamente delimitados. Las manchas son rectangulares, oscuras y alargadas. Cuesta creerlo, pero no son otra cosa que las cuatro torres de la Ciudad Deportiva del Real Madrid, en la Castellana, y por encima de ellas, una curva de color verdoso formada por varios haces de luz. Diego pegó su lata-cámara en esa farola hace seis meses. Nadie reparó en ella, y si lo hizo, debió de pensar que era cualquier cosa menos una cámara de fotos. Ahora puede haber una sobre su cabeza, en cualquier momento, en cualquier lugar. Pero es casi seguro que usted no la verá.
¿Por qué una lata de refresco? “Porque es el recipiente más ligero y a la vez más resistente, a menudo siguen captando imágenes aunque alguien las haya arrancado o tirado; tienen paredes finas, pero son fuertes, no pesan, son sensibles, son impermeables, son estancas a la luz, son… perfectas”, argumenta Diego López Calvín.
La lata, la oscuridad y la luz, el tiempo, el papel fotosensible y el diámetro de 0,22 milímetros han fotografiado las torres de la Castellana. ¿Magia? Se cierra el círculo. En una mañana cualquiera de marzo de 2013, siglo XXI, asistimos al regreso meteórico a los albores de la fotografía, imágenes impresas sobre un papel sin lentes, ni obturadores mecánicos, ni revelado, ni elementos químicos. Nada. O casi nada. Solo una lata de refrescos, un papel y tiempo. Ni más… ni menos. Imágenes que nos muestran cosas invisibles a simple vista.
Diego y su círculo, medio centenar de fotógrafos, llevan dos años recogiendo los frutos de su imaginación, su terquedad y su maestría. A finales de 2011 se enviaron desde Madrid cinco cámaras estenopeicas fabricadas con latas de aluminio y papel fotosensible con sales de plata –el papel tradicional utilizado para la fotografía en blanco y negro– a cada uno de los 50 fotógrafos seleccionados en 15 países para el proyecto. Las cámaras fueron colocadas en los emplazamientos elegidos el mismo día (solsticio de verano) y, seis meses después, fueron retiradas el mismo día (solsticio de invierno). Las ubicadas en el hemisferio norte debían mirar hacia el Sur; las de la línea del ecuador, al Este, y las situadas en el hemisferio sur, al Norte.
Como en cualquier cosecha, el momento de la recogida es el punto álgido del proceso. Es donde a los fotógrafos solarígrafos les tiemblan las manos. A veces, pocas, el invento no sale bien. Alguien ha localizado la lata y se la ha llevado. O se ha despegado y se ha caído con el viento. “Esto de salir a recoger las latas que llevan ahí seis meses es una pequeña aventura que llamamos latafari”, explica López Calvín. Escuchándole, parece que las latas son un poco como sus hijas. “Bueno, en realidad es como ir a recoger fruta… y luego con las frutas te haces una mermelada”.
Y así es. La mermelada, artesanal como pocas, la hace el inventor de Time in a can cuando vuelve a su cuartel general, el Estudio Redondo, en un séptimo piso de la Gran Vía de Madrid, una plataforma en la que un grupo de fotógrafos asociados se dedican a proyectos audiovisuales con los que se ganan la vida y disfrutan de la vida, lo que, todo el mundo estará de acuerdo, no resulta tan frecuente hoy día. En fin, que lo mismo ruedan un anuncio para un banco que salen por ahí a sembrar el mundo de latacámaras. A nivel técnico, el método es sencillo: Diego y los suyos extraen de la lata el papel fotosensible, comprueban que la imagen ha quedado fijada, lo colocan sobre una mesa y lo escanean. Con ello logran obtener una imagen fiable, duradera y manipulable mediante un software de tratamiento de imágenes.
Pero la imagen original, la obtenida por ennegrecimiento sobre el papel dentro de la lata, irá desapareciendo por efecto de la propia luz. “La imagen solarigráfica”, explica López Calvín, “es una imagen directa negativa dibujada por el sol sobre el papel fotosensible, sin revelado ni productos químicos. Esa imagen original sigue siendo sensible a la luz, por eso solo puede ser vista bajo una luz muy tenue. El escaneo, que permite obtener reproducciones digitales estables, proyecta mucha luz sobre el negativo original, de forma que la imagen se va degradando. La misma luz que lo creó es la que lo puede hacer desaparecer. Por eso, metafóricamente, hablamos de sacrificio al hablar de solarigrafía”.
Las latas son fuertes, no pesan son sensibles, son impermeables, son... perfectas" Diego López Calvín
Diego López Calvín y sus amigos polacos Pavel Kula y Slawomir Decyk llevan obteniendo fotografías con cámaras estenopeicas desde hace cosa de 14 años. Todo nació en el transcurso de una noche regada de vodka para luchar contra el insoportable frío que hacía en el norte de Polonia, a donde Diego había ido a visitarlos. “Yo venía del rodaje de Lucía y el sexo, de Julio Medem, donde trabajé de foto fija. El rodaje había sido increíble, en Formentera, al sol, desnudos en la playa… y de repente me vi en el norte de Polonia con un frío del carajo. Y se nos ocurrió pensar en lo distinto que era el sol en Formentera y en Polonia, lo que duraba en un sitio y lo pronto que desaparecía en el otro, lo alto que estaba en uno y lo bajo que estaba en el otro, y decidimos, en plan un poco locura, hacer algo a nivel fotográfico”, explica este fotógrafo nacido hace 47 años en Soria. Para Slawomir Decyk, “las solarigrafías hacen referencia a preguntas básicas; básicas no quiere decir obvias, al contrario, especialmente en el ámbito del arte, donde la experiencia está basada en la revisión de las posibilidades de diálogo con el mundo. Se trata de la verificación y del enriquecimiento de las formas de ese diálogo”.
La vocación de estos fotógrafos es levantar testimonio, a través de la imagen, del viaje que a lo largo de seis meses protagoniza el sol sobre la bóveda celeste. Y aquel conjunto oblicuo de haces de luz verdosos que habíamos visto, pasmados, en la foto sobre la mesa de la cafetería, era justo eso: el arco de luz que permitía ver, tras una exposición de seis meses, lo que el ojo humano es incapaz de ver. Además, como ocurre con los anillos concéntricos que recorren el tronco de un árbol, las líneas sucesivas que muestran estas fotografías aportan un sorprendente caudal de información: cómo ha sido durante este tiempo la trayectoria solar, qué cambios meteorológicos se han producido, con qué intensidad sopló el viento, qué efectos han provocado en un bosque los cambios estacionales, cómo ha evolucionado el nivel de agua en un embalse, etcétera. ¿Por qué seis meses de exposición? Porque es el lapso de tiempo entre el solsticio de verano y el solsticio de invierno o, lo que es lo mismo, entre el momento en que el sol alcanza su posición más alta en la bóveda celeste y se sitúa en la más baja.
Diego López Calvín ahora mismo se encuentra inmerso en un trajín importante relacionado con este hobby que ya está dejando de serlo para convertirse en una ocupación casi a tiempo pleno: el próximo 24 de junio –San Juan, día referencial donde los haya en lo concerniente a la presencia del sol en nuestras vidas–, el proyecto Time in a can se materializará en forma de una exposición en Madrid, la primera acerca de esta técnica y de esta filosofía (sala de exposiciones de la Fundación Diario Madrid). Y Diego y su equipo ya trabajan en una nueva fase del proyecto en el Portugal continental y en las islas Azores.
Lo que verán quienes visiten en junio la exposición es un conjunto de imágenes de aspecto inquietante, inundadas de algo parecido a la desolación, también un punto fantasmagóricas. Una Puerta del Sol desierta y oscura (Francis Tsang, España), la fachada de lo que parece una granja de la que podrían salir los protagonistas de La matanza de Texas (Gregg Kemp, Estados Unidos), el perfil imponente y algo siniestro de unos contenedores en una fábrica de no se sabe qué (Michal Malkiewicz, Polonia), haces de luz curvos sobre los árboles de un lago (Tarja Trygg, Finlandia)… Algunas de esas fotografías ofrecen como un aspecto casi orgánico, como de composición escultórica, y tiene su explicación, en palabras de Diego: “Las condiciones de la exposición son distintas en cada caso, y a veces entran en la lata partículas de polen, bacterias, agua, y entonces se crea moho, y eso impregna el papel fotosensible y les da a las imágenes eso, como un aspecto orgánico”.
Pero si la propia factura de estas imágenes resulta extraña para los no iniciados, más lo es aún el contexto en que muchas se producen. No es un secreto que se dan todo tipo de circunstancias, así que el anecdotario es inagotable, y efervescentes sus aventuras. Lo han adivinado: a veces, las latas han sido localizadas y han provocado algún susto. Como el que se produjo en la Universidad de Seattle (EE UU), que tuvo que ser desalojada porque la policía descubrió un objeto sospechoso. Se llamó a los artificieros antiexplosivos hasta que vieron que la hipotética bomba era una cámara. Eso sí: la noticia fue publicada en toda la ciudad. Más recientemente, a principios de abril, vivieron una escena similar en Virginia. Tras desplazar a un robot para desactivar bombas, comprobaron que la amenaza no era más que una inofensiva cámara.
O como cuando, nada más colocar una de sus cámaras en un tejado frente al edificio de la Embajada francesa en Bagdad, Diego bajó y vio cómo dos agentes de seguridad de la embajada le estaban encañonando con sus armas. Todo quedó subsanado al cabo de un rato y un buen susto. En otra ocasión, Diego se dirigía con su furgoneta cargada de latas hacia las obras del AVE Madrid-Valencia. De repente, un control de la Guardia Civil. “Abra el maletero”, le pidieron. “Llevaba 50 latas, y la cara de los guardias civiles no te la puedo contar; claro, pasó un buen rato hasta que comprobaron todo y vieron que no eran más que cámaras de fotos”, recuerda. “En otra ocasión”, rememora el soriano, “me sonó el teléfono como a las dos de la madrugada; era una señora que se identificó como la jefa de seguridad del edificio de Naciones Unidas en El Cairo. Me preguntó si yo conocía a alguien que hubiera colocado cámaras en el edificio, yo le dije que sí y ella me respondió que eso no podía ser, que no se podían hacer fotos allí dentro, y que las habían retirado”.
Pero todo medio vale para lograr el fin. Recorren el mundo con sus cámaras oscuras, rudimentarias, perfectas. Primitivismo y nuevas tecnologías, un cierto aire naif, maestría técnica y ese escepticismo militante contra la prisa contemporánea sin causa. Pero, sobre todo, la vocación innegociable de narrar en imágenes lo que está ahí pero no vemos, como la bala en la manzana, como la gota de leche que estalla, aquello que surge, transcurre y muere, el viaje poético pero inexorable de la luz y del tiempo. Del tiempo en una lata.
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