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Las siete vidas de Bowie

Visita a la exposición que el Victoria and Albert Museum de Londres dedica al cantante e icono pop David Bowie Una mirada personal sobre el artista clave de la subversión y la androginia a través de sus trajes más provocadores y de sus fetiches

Boris Izaguirre
David Bowie y el novelista William Burroughs, en una imagen tomada en blanco y negro en 1974 y coloreada posteriormente por Bowie.
David Bowie y el novelista William Burroughs, en una imagen tomada en blanco y negro en 1974 y coloreada posteriormente por Bowie. Terry O´Neill (Cortesía del archivo de David Bowie)

David Jones nació en 1947, el año del baby boom británico, dos años después de finalizada la Segunda Guerra Mundial” explica Geoffrey Marsh, director del departamento de teatro y artes escénicas del Victoria and Albert Museum de Londres y uno de los comisarios de la extraordinaria retrospectiva sobre el cantante e icono pop David Bowie. Hablamos mientras siguen los preparativos del montaje, rodeados del intricado mundo de ordenadores, pantallas de vídeo, cables y elaborados sets que muestran los vestuarios del cantante. Alrededor pululan asistentes del museo, periodistas de varios países, ejecutivos de Gucci ­–que patrocina la muestra–, Gary Kemp (líder de Spandau Ballet) y directivos de la discográfica que edita el último disco de Bowie. Todos más o menos camuflados y todos admirados no solo del despliegue y recorrido de la exposición, sino de la capacidad de archivo sobre sí mismo, sus atuendos, sus textos manuscritos e influencias que demuestra tener David Jones sobre ese mito conocido como David Bowie.

“Bowie”, prosigue ­Marsh, “es alguien nacido en lo más común de la periferia, en Brixton, un barrio modesto londinense. Y en un año, 1947, que también vio nacer a músicos como Elton John y Marc Bolan (y en España, a Mari Trini, Massiel y Maria del Mar Bonet). Era una vida completamente normal donde no existía nada para imaginarse que en esa habitación estaría viviendo un hombre que iba a subvertir, transformarse de la manera en que lo ha hecho Bowie”. La exposición subraya continuamente este mecanismo de subversión: no tengas miedo de ser un individuo, alguien diferente, de cambiar, de probar. De traspasar y confundir fronteras entre lo femenino y mascu­lino, lo estable y lo transitorio. “Podemos asumir que esta visión la tenga un hombre occidental y blanco”, analiza Marsh, “pero lo curioso es que si viajamos hacia culturas que no han tenido este nivel de culto al individuo, en África u Oriente Próximo, Bowie es un referente de lo que eso significa. Este fue el punto decisivo para hacer la exposición. No es solo la reflexión sobre un artista único, sino cómo ese componente único, de diferencia, de democratizar el que puedas intentar ser lo que quieres ser, continúa siendo la auténtica influencia de Bowie”.

La auténtica influencia de David Bowie es que democratizó el intentar ser lo que cada uno quiere ser, de traspasar fronteras”

Desde la primera imagen en la exposición, un maniquí con el Tokio Pop, el mono de vinilo diseñado por Kansai Yamamoto para el tour de Aladdin Sane en 1973, entendemos que en Bowie el futuro ya es presente. Unos pasos más allá está la foto de Little Richard, el artista inclasificable afroamericano que “despertó” a David Bowie en muchos sentidos. Enfrente, la carátula del primer álbum de Bowie, que desafortunadamente salió a la venta el mismo día que el Sgt. Pepper’s de los Beatles. En ese primer impacto sabemos que Bowie es una creación alimentada por múltiples tendencias, una especie de genial vampiro de la creatividad, pero un mortal que goza de una extraña mezcla de suerte e infortunio. Cada tropiezo se convierte en un paso hacia delante; el fracaso del primer disco le obliga a indagar aún más en su capacidad de diferenciarse, de nutrirse de esos referentes que solamente él puede observar y unir entre sí.

Por ejemplo, su cabellera pelirroja asume los cardados y elaborados peinados de artistas negros como el propio Little Richard, de quien también reproduce ese vestuario de galán marginal y el descarado amaneramiento en gestos y bailes. El lenguaje corporal pasa a ser una exquisita bandeja de señales para Bowie, en parte por su aprendizaje como mimo y miembro de la compañía de Lindsay Kemp, pero también lo que capta en ese entorno: el maquillaje kabuki y la libertad de ir poco a poco liberando la parte femenina de su vestuario, pero también el culto a personalidades como Marlene Dietrich y momentos políticos como la República de Weimar. Solo en una exposición de este tipo puede comprobarse la subterránea relación entre la decadencia del sistema político alemán y la construcción de un icono pop. ¡Y que todo esto quede atado con la aparición de la boa de plumas! Marlene Dietrich recuperó ese accesorio propio de las cabareteras del Berlín de los años veinte para la película El ángel azul, y se llevó consigo cientos de boas para deslumbrar en el Hollywood dorado. Bowie entendió que la boa desprendía decadencia, androginia y una suave provocación sexual que también se manifestaba en el primer montaje de Cabaret en Londres en 1968 o en los musicales de Brecht y Kurt Weill, a los cuales asistió. Rápidamente, Bowie se enroscó una boa de plumas, y de allí en adelante la ropa fue un vehículo y continuo transmisor de información. El medio fue el mensaje.

Gary Kemp, paseando delante del diseño guateado de Ziggy Stardust, galáctico y adamascado, comentó: “He sido estúpido, jamás he conservado ningún traje ni de calle ni de escenario”. El extraordinario archivo de Bowie sí lo ha hecho. ¿Dónde está? ¿En un almacén? Marsh ofrece una respuesta educada pero esquiva: “No estamos autorizados para decirlo”. Pero insiste en que el nivel de documentación y orden del archivo facilitó la exposición. “Para nosotros fue un desafío. La cantidad de material y el detalle de su conservación eran abrumadores. Por eso decidimos no hacerla cronológica, sino siguiendo la construcción de David Bowie. En mi opinión personal, el propio Bowie debe pellizcarse cada mañana diciéndose: ‘¿Esto es de verdad? ¿No voy a volver a esa habitación en Brixton de los años cincuenta, esa vida ordinaria?”. La muestra hace pensar que eso sería imposible.

Retrato de Bowie realizado para su album ‘Diamond dogs’ en 1974.
Retrato de Bowie realizado para su album ‘Diamond dogs’ en 1974.Terry O´Neill (Cortesía del archivo de David Bowie)

Entre el universo de personajes e influencias, algunas veces ilustradas con obras de la colección del propio museo, un vasarely, un duchamp y una Marilyn de Warhol, se echan en falta aspectos biográficos de la estrella, como si Bowie fuese un objeto, un astronauta que flota en solitario. De todas las referencias femeninas a su alrededor, solo Dietrich consigue figurar, porque su última película, Just a gigolo, tuvo a Bowie como protagonista masculino. No figuran sus mujeres ni hijos, pero pese a ello Angie, su primera esposa, consigue intrigarnos. “Angie y Bowie se conocieron en una comuna de artistas en el norte de Londres a finales de los sesenta”, matiza Alice, una de las responsables de la exposición. “Desde ese momento, es evidente que ella y él invadieron mutuamente sus respectivas personalidades”. Causa sorpresa que la exposición evite ahondar en esa relación, el Bowie esposo, pero incapaz de abandonar sus hábitos de vampiro. Al mismo tiempo que construían el personaje andrógino, que jugaban a declararlo gay y tenían un hijo, los dos provocaban con su particular mezcla de chic, bohemia y bisexualidad. Una actitud muy de finales de los sesenta, alimentándose de la revolución sexual de esos años, que asumió la sexualidad como parte integral de la persona, recuperó la desnudez del cuerpo humano e incluso su exhibición en el escenario.

Bowie y su esposa Angie dieron un paso más adelante en la androginia mezclándola con el dandismo. Las imágenes de la pareja, y especialmente en el vídeo de Boys keep singing, donde Bowie se traviste en tres diferentes estrellas de cine, evidencian que la ropa y eso que hoy llamamos estilismo muchas veces se debían a Angie. Las pelucas, la mezcla de satinados con lentejuelas y plataformas, y el elaborado maquillaje. Incluso el culto a la rumorología debido a lo bizarro de la pareja era fomentado por ella. Siempre se comenta ese episodio en que la propia Angie pudiera haber encontrado a Bowie y Mick Jagger en la cama. Más que escandalizar, la anécdota se transformó en parte de la promoción. “El principio básico de David Bowie es ser lo que quieras ser. Todo es posible, porque lo importante es la experiencia”, sintetiza Marsh. También se puede agregar que la belleza de Bowie ­hacía más llevadera su bisexualidad. Era ­inevitable desearlo, tanto si eras chica como si eras chico.

El nivel de influencia de Bowie está respaldado porque es un artista culto e interesado en aprovechar el arte del siglo XX que pueda alimentar su carrera. Esto resultó novedoso en el panorama de la música pop de finales de los sesenta, esa transferencia de información del mundo del arte al pop no pasaba antes. Bowie es capaz de acercarse a Warhol sabiendo que el origen de este es Marcel Duchamp. Y puede recurrir a personajes solitarios, diferentes, sexualmente neutrales como el pierrot y el astronauta. La carrera musical de Bowie despegó con una canción sobre un solitario viajero espacial publicada unos días antes de la llegada del hombre a la luna, Space oddity. Era más que lógico, era pop, que el artista se asociara a un astronauta, aprovechándose del fenómeno mediático de su tiempo y que se erigía como un novedoso héroe. Su protagonista, Major Tom, es un ser dividido, triste por alejarse de la Tierra y la familia y perderse en el espacio, en lo desconocido. Los sucesivos personajes que incorpora Bowie exponen esa capacidad de conocer bien el origen de cada tendencia para poder cautivar al público una y otra vez.

Con el título, Bowie rendía homenaje a 2001, una odisea del espacio, el clásico de Stanley Kubrick, y en siguientes atuendos rendiría también homenaje a otra joya del mismo autor, La naranja mecánica. En este proceso, Bowie siempre ha sabido y deseado rodearse de buenos colaboradores, muchos de ellos reconocidos en la exposición. Por ejemplo, Diamond dogs fue el fruto de un intento frustrado de adaptar 1984 de George Orwell a un musical. Las carátulas de sus discos, los vestuarios, los maquillajes… todos son producto de exigentes colaboraciones. Nombres como el fotógrafo de Vogue Justin de Villeneuve; el ilustrador Guy Peellaert, que hizo la carátula de Diamond dogs, y por supuesto el gran maestro del maquillaje, Pierre la Roche, responsable del rayo cruzando la cara del cantante en Aladdin Sane y que más tarde firmaría el también célebre maquillaje de The Rocky Horror Picture Show. En uno de los vídeos de la exposición, el propio La Roche termina de barnizar las uñas de Bowie con un secador de pelo en el vestuario. Fuera, las cámaras inmortalizan a los fans, que intentan de la mejor manera que pueden vestirse y maquillarse como su ídolo. Ambas imágenes retratan el fenómeno Bowie. La mezcla de géneros, pero también el conseguir en los armarios familiares esas prendas con aires de los años treinta y atreverse a ponérselas para salir a la calle.

El nivel de influencia de Bowie está respaldado porque es un artista culto e interesado en aprovechar el arte del siglo XX”

Musicalmente, los colaboradores están también presentes, particularmente en la colección de “cadáveres exquisitos”, los célebres juegos de poesía que practicaban los surrealistas donde cada oración desconoce la anterior y la siguiente, escritos por Bowie y Brian Eno. La conclusión de esta exhaustiva recopilación de colaboraciones no es tanto agradecerlas, sino demostrar que una carrera como la de Bowie es impensable sin un equipo y que así redefinió la elaboración de una pop star.

Cuando el recorrido llega al traje del pierrot en Ashes to Ashes, el single y vídeo de 1980, para los que vivimos aquel momento en primera persona aún resulta emocionante. De alguna manera se concentra en ese traje la capacidad de Bowie para detectar y marcar el camino de casi todas las tendencias musicales y de estilo, desde los punkis hasta los new romantics, la misma Madonna y todas las estrellas en adelante. Su influencia tiende al infinito.

Es probable que la emoción ante el astronauta y el pierrot también demuestre que los actuales responsables del Victoria and Albert Museum crecieron con la revolución sexual y andrógina de Bowie, viendo cómo el hombre pisaba la Luna por televisión, y que ahora, mayores, al frente de empresas e instituciones, pueden ofrecer esas rupturas como sus marcas generacionales. Sin embargo, lo excitante de la exposición es que pareciera que acabáramos de redescubrir lo maravilloso de acercar fronteras, al menos las que existan entre lo femenino y lo masculino. De seguir buscando ser uno mismo a través del espacio y la diferencia. Lo fantástico que es poder elegir ser como quieras: astronauta o pierrot.

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